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Canción triste de todos los veranos

Canción triste de todos los veranos

Javier de Lucas

Aunque la estacionalidad sea uno de los factores que lleva todos los veranos ante nuestros ojos la tragedia de las pateras, no podemos ni debemos permitirnos aceptar esa desgracia como una rutina que acompaña al calor, las historias de las celebrities en sus vacaciones en Ibiza o el posado de la familia real en Marivent, eso sí, con “nuevo estilo”. Y, menos aún, no podemos ni debemos resignarnos al lloriqueo hipócrita y al mantra del “efecto llamada” con el que se responde ritualmente en y por buena parte de los medios de comunicación, que acuden al asunto ante la escasez de noticias y de serpientes entretenidas.

Por no hablar de los rutinarios pronunciamientos de la mayor parte de los partidos políticos y, en particular, de los portavoces agosteños del PP y del Gobierno, que son la prueba de que todo puede empeorar. Cansa, pero hay que repetir algunos argumentos trillados, además de los que aluden a la obvia facilidad que brindan las condiciones favorables en el Estrecho, a la imposibilidad de pagar las tarifas de las mafias para tratar de recorrer los 14 kilómetros en navíos menos suicidas que las barcas hinchables y a la decisión de Marruecos de mirar para otro lado.

Pero antes, un par de consideraciones elementales. La primera: hay que repetir que hoy, menos que nunca, hablamos sólo de inmigración. Hasta el FRONTEX (véanse las declaraciones del director adjunto ejecutivo Gil Arias, el lunes 11 de agosto, en Hora 25) reconoce que entre los más de 150.000 “inmigrantes irregulares” que se preve que lleguen a Europa en 2014 (sólo el 8% a España), el 80% responden a un perfil de refugiados, no de inmigrantes. Y eso obliga a todos los Estados miembros de la UE.

Les obliga jurídicamente, digo, puesto que todos son parte de los Convenios de Ginebra que constituyen el núcleo del Derecho internacional de refugiados, del derecho de asilo. Les obliga a acogerlos y atenderlos. Nada de centros de internamiento y expulsiones inmediatas, menos aún colectivas, sin establecer si cada uno de ellos tiene en efecto ese derecho. Y en segundo lugar, repitamos que debemos asumir las responsabilidades de nuestros errores. Algo tenemos que ver y no sólo por omisión, en los desastres que viven Estados fallidos como Libia, Mali, Sudán del Sur o Eritrea. Algo tenemos que ver con los conflictos que arrasan Siria e Irak. En todos esos casos (salvo Siria), después de nuestras intervenciones lo que encontramos es una situación de caos en la que la única forma de seguir con vida es escapar. Buscar refugio. Sus viajes inciertos, como sentenció el periodista Pedro Blanco, tienen buena parte de su razón de ser en nuestros fracasos y en nuestra inoperancia.

Un grupo de inmigrantes celebra haber alcanzado España. MARCOS MORENO

Volvamos ahora a los argumentos básicos sobre la “emergencia migratoria estival”. Primero: no hay efecto llamada más eficaz que la desigualdad de condiciones a uno y otro lado del Mediterráneo, la falla demográfica más grave del planeta (más que la que separa EEUU de México y América Central). Es así porque la relación entre el PIB y la pirámide demográfica es radicalmente inversa a uno y otro lado. Las “sociedades adolescentes” de la ribera sur (con más de un 60% de la población menor de 30 años) tienen un PIB de 15 a 20 veces menor que las nuestras, las más envejecidas de Europa y casi del mundo. Y si hablamos de esos países que continuamos denominando “subsaharianos”, la desigualdad se multiplica.

Ante un horizonte de vida casi cerrado desde nuestra adolescencia y juventud, ¿qué haríamos nosotros mismos? ¿nos pararían las vallas, por altas que sean y por muy coronadas de concertinas que estén? No. Y no es una novedad: Montesquieu dejó escrito hace siglos que los seres humanos seguimos la senda que nos lleva hacia la libertad y la riqueza, es decir, hacia una vida mejor.

Por eso, un segundo argumento: cuando hablamos de inmigración, de emigrantes e inmigrantes, antes de apelar a cifras y estadísticas y fijar esa enigmática cuota de lo que podemos admitir, hay que recordar que hablamos del derecho de todo ser humano a buscar una vida mejor. Sí, un derecho humano fundamental, basado en la autonomía personal (y esa es la razón de la dignidad) que deberíamos reconocer a todo ser humano: que cada uno pueda elegir cómo mejorar su vida. Eso exige, ante todo, que se den las condiciones para no estar obligado a buscarlas fuera de su casa: lo primero es garantizar que exista el derecho a no emigrar, que esa decisión no sea fruto del estado de necesidad, sino un acto libre (ninguno lo es absolutamente),de decisiones como las que hasta hace muy poco tomábamos nosotros mismos para buscar un puesto de trabajo en Francia, Alemania o EEUU o para irnos con nuestro amor a vivir a su país.

Por esa razón, tenemos una obligación de ayudar a crear esas condiciones, actuando sobre las causas de la desigualdad, por ejemplo mediante los programas de Ayuda al Desarrollo (AOD). Esa es la respuesta adecuada. Actuar sobre las causas de ese motor de la emigración que es la desigualdad. Y no sólo la económica, sino que se mide en términos de desarrollo humano. Hablo de reconocimiento y garantía de satisfacción de necesidades elementales, como no pasar hambre, poder disponer de agua, no sucumbir al embate de la primera enfermedad, tener un techo, un trabajo digno. Pero también de los otros derechos humanos, los civiles y políticos y, con ello, de avanzar en democracia.

Tercera consideración: ¿Por qué no ha funcionado nuestro modelo de AOD? Por qué no ha dado resultados la AOD en relación con una regulación razonable de los flujos migratorios? Responderé, para simplificar, que esa AOD incurre en dos errores de perspectiva en torno al concepto mismo de desarrollo y al método de la ayuda. Y en un tercero, que es consecuencia de la lógica partidista, electoralista, que busca siempre el resultado inmediato en toda iniciativa política y rechaza el medio y no digamos el largo plazo.

Como ha explicado muchas veces Sami Naïr (por ejemplo en la última parte de su libro La Europa mestiza, dedicado al problema del codesarrollo), nuestro modelo de AOD es cortoplacista, torpemente utilitarista e inspirado no ya en el egoísmo racional, sino en el paternalismo casi colonial. Por eso es dirigista (de Gobierno a Gobierno o de élites a élites), centralizador y acaban primando en él los intereses del donante (los de nuestros empresarios, por ejemplo los de la industria de armamento en los créditos FAD) y no las necesidades del receptor. Por eso acaba fomentando círculos que en muchos casos abocan inevitablemente a corrupción en uno y otro lado.

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Y al ser cortoplacista declara su inviabilidad en términos de políticas migratorias porque no consigue su ingenua pretensión de poner un “tapón” a la inmigración casi de modo inmediato. Por ejemplo, vinculando la AOD al cumplimiento de cupos policiales en el control de los movimientos migratorios, también en las “repatriaciones” que son meras expulsiones las más de las veces. Y, desde luego, queda muy lejos aquella exigencia de alcanzar el 0,7% del PIB en 2015.

En el caso español, so pretexto de la crisis en los últimos años del Gobierno Zapatero y mucho más decididamente con el Gobierno Rajoy y su ministro Margallo, las cosas han ido a mucho peor : en 4 años el presupuesto de la AOD se ha reducido en un 70%. Como recordaba el pasado mes de marzo el portavoz de Intermon Oxfam en la presentación de su Informe La realidad de la ayuda 2013, el ministro Margallo ha trazado un plan prioritario de ayuda a 23 países, entre los que no están los del Africa subsahariana, a los que ha reducido en un 80% la AOD. Han pasado de los 1.080 millones de euros que se destinaban en 2008 a unos 220. Es verdad que vivimos una crisis en España (que en esos países sería el paraíso), pero como decía el mismo portavoz, querer reducir el déficit recortando en cooperación "es como querer perder peso a base de cortarse el pelo”.

Escribo también bajo el impacto de la muerte del religioso Miguel Pajares, víctima del virus Ébola que contrajo intentando ayudar a los más desfavorecidos, a los enfermos en Liberia a los que apenas podían tratar más que con medidas higiénicas elementales y analgésicos. Su muerte se une a la de otros cooperantes y a las más de mil víctimas en Sierra Leona, Liberia, Guinea Conakry y ahora Nigeria. Pero el Ébola no mata más que la malaria. El Ébola no mata más que la contaminación del delta del Niger por barcos y chatarra que dejan allí empresas transnacionales. Ni mata más que la hambruna que asola Eritrea o Sudán del Sur. Eso sí, nosotros en lugar de mirar esas realidades, seguimos con la nariz en la valla y las balsas.

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