Plaza Pública
Yihadismo, un asunto interno
Hace ya tiempo que me ocurre que soy capaz de sentir horror y dolor por dos tragedias simultáneas acaecidas en distintos puntos del planeta. Resumiré una historia atroz: el viernes 13, mientras asesinos franceses y belgas mataban a 129 personas en París, asesinos tunecinos, también del Estado Islámico, degollaban y decapitaban a Mabrouk Soltani, un jovencísimo pastor de 16 años, vecino de la aldea de Slatniya, al noroeste de Sidi Bouzid, cuna de la revolución de 2011. Tras el crimen, los terroristas entregaron la cabeza de Mabrouk a su primo Chukri, que lo acompañaba en la montaña, para que se la llevara a su casa y se la enseñara a su familia. No quiero –no puedo– imaginar la desesperación de Chukri camino de su casa, con la cabeza de Mabrouk golpeándole la espalda, ni el horror de sus padres al abrir la puerta. El cuerpo fue recuperado al día siguiente por los vecinos mientras la cabeza pasaba la noche en el frigorífico.
Lo más terrible, sin embargo, llegó dos días después, cuando la cadena de TV Nessma entrevistó a otro primo de Mabrouk, Nassim Soltani, de 20 años, y todos los tunecinos, nativos o de adopción, descubrimos la verdad de este país. Nassim declaró que “todo el mundo sabe que en la montaña vive el terrorismo”, como quien habla del Ogro o del Dragón, y contó que el terrorismo ya había amenazado a su primo el pasado mes de julio, durante el mes de Ramadán, un día en que había llevado las ovejas a ramonear a la montaña. Lo que impresionó a Mabrouk, e impresionaba a Nassim mientras lo contaba, es que el terrorismo ¡era un chaval tunecino! El terrorismo, cubierto de armas y cuchillos, era tunecino, como él, y hablaba su lengua; y había hablado para decirle a Mabrouk que no atentaban contra los vecinos civiles, pero que si avisaba a la Guardia Nacional bajarían de la montaña para “masacrar a toda la aldea”.
En Slatniya todos vivían entre el miedo y el hambre. “Una pobreza”, dice Nassim, “una pobreza treinta grados por debajo de cero. Comemos hierbas y cardos. Y ni siquiera podemos beber, porque el agua hay que ir a buscarla a la montaña, donde vive el terrorismo”. ¿La opción? Sin carreteras, sin agua corriente, sin servicios médicos, sin policía, sin mercado, la alternativa es sencilla como un hachazo: “Moriré de hambre, de sed o de terrorismo”. Nassim se estremece y no llora, porque le han enseñado que los hombres no lloran, pero todos lloramos un poco cuando dice que él no sabe de dónde es, que cómo puede saber si es tunecino o argelino o marroquí y que “la Patria sólo la conozco por el carnet de identidad”. En Douar Slatniya, en Jelma, en Sidi Bouzid, dice, todos los jóvenes están en paro y caminan y caminan durante horas esperando que alguien les contrate por un esmirriado jornal para la construcción. Él tuvo que dejar la escuela para mantener a su familia, como su primo Mabrouk, que murió porque no tenía más remedio que subir a la montaña a buscar agua para beber y leña para hacer el pan. “A mis hermanos”, añade Nassim, “el maestro les pega –les pega y les pega– porque no han podido comprar los libros. ¡Una pobreza! ¡Una pobreza! ¡Una pobreza!”.
Pero Nassim cuenta también que a Mabrouk, su primo decapitado, el terrorismo intentó comprarlo. “¡El terrorismo puede comprarnos!”, grita desesperado Nassim, “¡puede comprarnos!”. Puede comprarnos a todos, insiste, como si él mismo resistiese difícilmente la tentación, y pasa entonces a pedir al Estado que “reclute a los jóvenes”: “reclútanos, Estado, defiéndenos, o acabaremos vendiéndonos al terrorismo, o combatiéndolo por nuestro propios medios”. O dejando la zona: “Vayámonos, decía mi padre”, declaraba Nassim en televisión. Todos se quieren marchar. Pero entonces, si nos vamos, “¿qué dirá el terrorismo?”, se pregunta el primo de Mabrouk. “Dominará esta aldea y luego otra y otra y se apoderará de todo”. Basta, concluye, hay que decir “basta” y este basta –no hace falta mucha perspicacia para comprenderlo– tiene que ver con el terrorismo, sí, pero también o sobre todo con lo que, al final, lo vuelve tentador para tantos jóvenes: la pobreza, el abandono,la represión policial, la miseria vital, más importante aún que el hambre; en definitiva, la falta de una patria que les dé la vida y por la que dar la vida.
Cinco años después de la revolución de la dignidad, las débiles instituciones democráticas tunecinas no han resuelto los problemas económicos y sociales del país y no son capaces de afrontar la amenaza yihadista. Son capaces, eso sí, de magnificarla para difundir el miedo y aparcar las tareas políticas pendientes: desarrollo de las regiones, justicia transicional, legislación ajustada a la nueva constitución. El resultado es evidente. Una encuesta del periódico Al-Maghreb revelaba ayer que el 52% de los tunecinos considera que Túnez no es un país seguro y que el 78% está dispuesto a renunciar a las libertades con tal de que se les garantice la seguridad.
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Soy capaz, decía al principio, de imaginar dos dolores simultáneos sin subordinarlos o relativizarlos, pero soy capaz también de ponerlos en relación. Lo que debe inquietarnos, cuando pensamos en París y en Túnez, no es la posibilidad de que Nassim acabe vendiéndose al terrorismo y vaya a Europa a poner una bomba. No. Lo que debe inquietarnos es que los yihadistas europeos sean europeos y los yihadistas tunecinos tunecinos. Es decir, en alguna medida son dos “asuntos internos” inscritos en una misma órbita general y con consecuencias globales. Miles de jóvenes tunecinos carecen de patria; se sienten inmigrantes en su propio país y tienen miedo al mismo tiempo del Estado y del yihadismo, que, en cualquier caso, “puede comprarlos”. A miles de jóvenes franceses de religión musulmana les pasa un poco lo mismo; su apellido y su aspecto los priva de los derechos de la nacionalidad y viven sometidos al doble terror de la islamofobia institucional y del terrorismo, interesado sin duda en la exclusión y rechazo de los musulmanes europeos. El mismo miedo que justifica, y hace aceptables, retrocesos democráticos en Francia y Túnez, alimenta el yihadismo en uno y otro lado. Los fabricamos en casa, los mandamos a Siria y luego corremos a bombardearlos allí, realimentando el problema con éxito imparable.
La respuesta fácil no es una solución; las soluciones son difíciles. Aprecio por eso las propuestas de Podemos y las declaraciones responsables de Victoria Rosell y Julio Rodríguez. Más guerra y más destrucción, menos democracia y menos derechos, sólo sirven para engordar a la industria armamentística y a la ultraderecha mundial, ya sea laica o islamista. Si no conseguimos que el terrorismo deje de “comprar” a nuestros jóvenes, si no conseguimos “comprarlos” con igualdad y derechos, Juan Alberto González seguirá muriendo en París, Mabrouk Soltani seguirá muriendo en Túnez y por todas partes tendremos más muertos, menos razón y menos libertad.
Santiago Alba Rico es un escritor, ensayista y filósofo español candidato al Senado de Podemos por Ávila en las próximas elecciones generales del 20-D