Plaza Pública

Panamá, el precio de la desigualdad

Ramiro Feijoo

La elusión fiscal de las grandes empresas y la detracción de enormes cantidades de riqueza nacional a paraísos fiscales ausentes de control ha dejado hace tiempo de suponer una anécdota para constituirse en una de las principales amenazas a nuestros Estados del bienestar.

En Europa, desde la creación de la unión monetaria, la facilidad a la circulación de capitales trajo consigo un fenómeno asociado: la competencia fiscal entre Estados, las subastas a la baja para ofrecer a este capital liberalizado plazas atractivas para asentarse mediante reducciones fiscales extremas y también particulares, ad hoc, las llamadas tax rulings, gracias a los cuales las grandes empresas acordaban con las administraciones nacionales tratados fiscales personalizados, en su mayoría consistentes en pagos inferiores al 1%. Este es el caso de lo sucedido entre otros lugares en Luxemburgo, llevado a cabo de manera masiva por un antiguo ministro de Economía llamado Jean-Claude Juncker. La existencia de estas plazas de bajísima tasación ha permitido a las grandes firmas abrir filiales donde declarar sus beneficios, detrayendo el pago de impuestos de los países donde la riqueza fue generada y privando por tanto a sus ciudadanos de unas contribuciones que debían pertenecerles.

La Comisión de Asuntos Económicos y Europeos del Parlamento Europeo estima en cerca de un billón de euros, es decir, alrededor de 2.000 euros por ciudadano, la cantidad que se deja de recaudar en la Unión debido al fraude, la elusión y la evasión fiscal. Como consecuencia, los ingresos de los Estados se debilitan y las políticas sociales y del bienestar languidecen. Resulta sintomático que Intermón Oxfam, una ONG preocupada por erradicar la pobreza, sea hoy seguramente la más combativa de todas las organizaciones de la sociedad civil en luchar contra los paraísos fiscales. No es casualidad. En España, por ejemplo, entre 2007 y 2014 los ingresos por IRPF e IVA se mantuvieron constantes, pero las percepciones por el impuesto de sociedades disminuyeron de 44.800 millones de euros a ¡18.700!, es decir, en sólo siete años, a bastante menos de la mitad, según la misma Agencia Tributaria. Dicho con otras palabras, los 26.110 millones de euros que España-Somos-Todos recaudó de menos se debieron, íntegramente, a la disminución en la recaudación del impuesto de sociedades. Según este mismo informe, estas macro sociedades pagan el 7,3% de tipo efectivo sobre beneficios. El resto de empresas pagó un 13,8% (siete años antes el tipo efectivo alcanzaba el 22,6%). Haga usted la cuenta de cuánto pagamos cada uno de nosotros como personas físicas.

Hay que añadir que no todo el descenso de la contribución de las grandes corporaciones a las arcas del Estado se debe a prácticas fiscales agresivas y oportunistas sino también en ocasiones a exenciones fiscales y bonificaciones promovidas por las administraciones para reducir el apalancamiento derivado de la crisis, así como a disminuciones reales de los impuestos. La lógica parte de suponer a estas sociedades como el motor del desarrollo y la recuperación. No es el objeto de este artículo cuestionar esta lógica, aunque esta se oponga a otra donde el motor sea el consumo de las clases medias, sino constatar que estas políticas de subvención por parte de España-Somos-Todos se dieron al mismo tiempo que las grandes empresas hacían lo posible por no devolver lo que habían recibido a la sociedad de la que forman parte.

Quince años después de que este fenómeno empezara a producirse, la Unión Europea ha empezado a tomar cartas en el asunto. En julio de 2014 se promueve la Directiva Matriz-filial para evitar la doble imposición, se lanza un Plan de Acción para un impuesto de sociedades más equitativo y eficiente y se aborda la IV Directiva contra el blanqueo de capitales (mayo 2015) cuya trasposición completa a las normativas nacionales se contempla en junio de 2017. Aunque la dirección es la correcta y aunque es desde luego pronto para evaluar resultados, ya se dispone de los primeros estudios que concluyen que estas directrices son claramente insuficientes.

Porque en todos estos años en que a la Unión Europea no se le ha ocurrido lanzar una legislación común para el control de estos procesos tan perjudiciales para el estado del bienestar, las vías utilizadas para su limitación han sido dos: la primera, pública, los acuerdos de intercambio de información entre países; la segunda, privada, las filtraciones y denuncias de la sociedad civil. Las más importantes salidas a la luz últimamente han sido protagonizadas por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés), que nos ha permitido conocer el Luxleaks y ahora el Panamá Leaks. Aunque dentro del primer caso hay que mencionar a individuos concretos, con nombre y apellido: Antoine Deltour, auditor de PwC que, en vez de recibir honores y agradecimientos por denunciar estas prácticas, ha sido imputado por robo y blanqueo por la justicia de Luxemburgo. No lejos de allí, a unos 200 km., en Bruselas, descansa el que fue ministro de Finanzas y presidente de Luxemburgo, Jean-Claude Juncker, nada más y nada menos que como presidente de la Comisión Europea, es decir, una de las instituciones encargadas de velar por el bienestar europeo, después de superar una moción de censura rechazada por el grupo Popular y la Alianza Progresista de Socialistas, las dos principales alianzas de partidos del Parlamento Europeo. Porque hay que recordar que gran parte de estas prácticas son legales, como graciosamente se encargaron de recordar las multinacionales Apple, Ikea, Google o McDonald's hace poco cuando fueron requeridas por el Parlamento Europeo para dar explicaciones sobre sus mínimas contribuciones fiscales.

Si esta es la situación en Europa, donde existe una cierta unión política, qué se puede esperar del ámbito-mundo, donde la legislación común es por definición mucho más laxa. La OCDE lanzó en 2013 el proyecto BEPS con el mismo fin que los planes de acción y directivas de la Unión Europea: corregir las consecuencias de la doble imposición y los vacíos legislativos que permiten la ingeniería y elusión fiscal. Pero ¿y la ONU? Llama la atención que una institución que tanto ha contribuido al desarrollo y la justicia global en todas sus facetas (alimentación, educación, medioambiente, derechos humanos…) permanezca impasible ante uno de los mayores problemas, la justicia fiscal, de cuya resolución dependen los recursos de muchos Estados, sobre todo los países en vías de desarrollo. Se estima que los países latinoamericanos han podido perder un 3,5% de su PIB en flujos financieros ilícitos desde el 2002. Se estima que entre un cuarto y un tercio de la riqueza mundial puede permanecer al margen del control de los gobiernos resguardada en paraísos fiscales. No hay que ser un analista financiero para evaluar lo que la tasación de esta enorme riqueza supondría para los sistemas del bienestar de los países desarrollados y no tan desarrollados.

La inacción de nuestras instituciones nacionales e internacionales es tan escandalosa que es difícil encontrar una lógica más allá de las razones que ya enunció hace años, en 2012, Joseph Stiglitz con su El precio de la desigualdad. El inmenso poder atesorado por las grandes corporaciones y fondos de inversión, sostenía, tiene su parangón en la conformación de un mundo con unas reglas a su antojo, en la incapacidad de otros poderes sociales democráticos (los Estados, la sociedad civil) para imponer otra lógica que se oponga a este tablero de parchís donde los paraísos fiscales son para la economía financiera como las casillas de seguro de su particular juego. Un tablero que tiene poco que ver con la economía real y donde la riqueza no tiene por qué caer “por goteo” hasta el resto de los espectadores, seguía insistiendo, sino que puede jugar su propia partida lejos de los intereses de la gran mayoría de la población.

Las consecuencias para nuestra sociedades ya se han empezado a ver en forma de ruptura del contrato social entre los ciudadanos y estos gobiernos que han venido mirando a otro lado. La ciudadanía del siglo XXI, cada vez más consciente y formada, no permanece ajena al proceso y la desconfianza hacia los gobernantes y las instituciones, así como el auge de figuras y partidos atípicos anti-establishment, nos gusten o no, cada vez adquieren más fuerza a ambos lados del Atlántico. Y luego vendrá el desgarre de vestiduras. Se hace absolutamente necesario y urgente que se tomen medidas más decididas en pos de una nueva justicia fiscal internacional.

El Banco de España asegura que el 1% más rico posee el 20% de toda la riqueza de España

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Ramiro Feijoo es historiador y miembro del

Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa

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