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Garzón nunca podría condenar a Garzón

Baltasar Garzón Real

Leo en infoLibre una entrevista a Miguel Pasquau, colega, paisano y también autor de libros –si bien él se ha especializado en la ficción, que siempre permite más libertad a la hora de tratar los temas– en la que afirma que "el juez Garzón habría condenado al juez Garzón", y no puedo por menos que redactar mi voto particular a esta particular sentencia que Pasquau desde la distancia ha pergeñado y en la que parece coincidir con la opinión de los jueces de la Sala II del Tribunal Supremo que decidieron mi inhabilitación por once años en 2012.

Al respecto, voy a darle argumentos para una nueva novela, señoría. Tiene usted un protagonista –un magistrado, digamos de la Audiencia Nacional– al frente de una causa por corrupción que afecta al partido que está en ese momento en la oposición pero gobernando en las Comunidades afectadas y luego en el Gobierno de la nación hasta hoy, motivo por el que se ve golpeado desde todos los frentes que controlan.

En el transcurso de la instrucción se encuentra con que los presuntos delincuentes tienen unos abogados, entre los que hay algunos que también presentan indicios de estar relacionados con presuntos hechos delictivos.

Los máximos responsables, desde la prisión, continúan presuntamente delinquiendo y existen indicios de que estén siendo ayudados por aquellos y por otras personas, o se sirvan de los mismos para continuar su ilícita actividad, por ejemplo de blanqueo de dinero público.

La Policía y la Fiscalía piden que se intercepten sus comunicaciones con los mencionados asesores legales y con cualquier otra persona que les esté ayudando. El juez, único que puede tomar esa decisión, lo medita y accede en una resolución motivada (auto) preocupándose de que el derecho de defensa quede totalmente protegido.

Nuestro protagonista judicial, ante la inmensidad del caso y la complejidad de la causa, intentaba evitar que continuara, a través de ellos, la actividad ilegal que según todos los indicios se extendía al extranjero, donde existían cuentas bancarias secretas en riesgo de ser vaciadas de fondos. A lo largo de muy escaso tiempo, poco más de un mes, la policía con acuerdo del Ministerio Fiscal pide la prórroga de la intervención de las comunicaciones y el juez dicta un nuevo auto por el que prorroga tal medida y dispone "excluir de esta pieza las transcripciones de las conversaciones mantenidas entre los imputados […] y sus letrados y que se refieran en exclusiva a estrategias de defensa".

El mismo juez da orden al funcionario encargado de la tramitación, para que, con su visto bueno y la supervisión del Ministerio Fiscal, suprima aquellos párrafos de las transcripciones de las conversaciones mantenidas por los internos y sus abogados defensores en los locutorios de la prisión que previamente habían sido referidas por el Ministerio Fiscal. Es decir, veló para que se respetara fielmente el derecho de defensa de los afectados. Ninguna de las conversaciones que pudieran afectar a la estrategia de defensa se utilizó, se valoró o se aprovechó. El derecho de defensa quedó íntegro y así continuó.

En este relato ficticio, el juez se inhíbe, el caso pasa al Tribunal Superior de Justicia de la capital y el nuevo magistrado instructor ratifica íntegramente todas las resoluciones de su predecesor, llamémosle, Baltasar Garzon, en lo relativo a la interceptación de las comunicaciones de los imputados en el interior del centro penitenciario. Además, cuando vence la intervención acuerda prorrogarla y ampliarla, y efectúa una entrada y registro en la celda del máximo responsable de la trama. Todo ello, nuevamente, con el acuerdo del Ministerio Fiscal y los investigadores policiales.

Le propongo para esta novela que el argumento siga así: a nuestro protagonista por la época le preparan tres querellas casi simultáneas ante el supremo tribunal por ser aforado. Una por haber intentado, ni más ni menos, que investigar los crímenes franquistas que, hasta el día de hoy, siguen impunes. Esta primera querella la promueve un falso sindicato –cuyo líder acabaría años más tarde en la cárcel sospechoso de intenciones espurias en sus continuas demandas– y otra organización de la ultraderecha que aún seguía vigente en aquel país.

La segunda la promueve un abogado que ni siquiera lo era de alguno de los afectados y al que se unen, de forma inmediata, los dos más altos responsables de la trama de corrupción mayor de la democracia de aquel imaginario Estado –llamémosle España– porque dicen que se ha violentado el derecho de defensa con la interceptación de sus comunicaciones.

La tercera se refería a la financiación de unos cursos en una universidad norteamericana de prestigio –pongamos que era New York University– en los que nuestro protagonista no había cobrado, ni administrado, ni gestionado fondos algunos, aunque había dirigido los mismos al ser profesor invitado por un tiempo a dicha universidad en base a sus méritos.

Vamos a decir que era un caso previamente archivado y que se reactiva por el supremo tribunal, oportunamente, por una noticia aparecida en una web cuyo contenido fue expresamente negado por la universidad y a cuyo autor el instructor del caso se negará sistemáticamente a llamar siquiera para ratificar el contenido de la página. (Mire, aquí podemos añadir, para darle más suspense a la historia, cómo en el año 2016 y ante un hecho que afectaba a un ministro del Interior del mismo partido, no se le admitiría una querella, ya que el Tribunal iba a considerar que una noticia de prensa no era suficiente para iniciar una causa). En cuanto a nuestro juez, vamos a decir también que el caso por el que se formula esa tercera querella estaba prescrito.

Mientras tanto, vemos cómo el partido político afectado y el entorno mediático afín al mismo no pierde tiempo para armar un jaleo de mil demonios intentando desprestigiar al magistrado que había cometido la torpeza de atreverse a investigar la corrupción rampante de los afectados.

Pero sigamos con el argumento, ¿qué jueces pueden juzgar a este magistrado? Ya sé que me va a decir que ni siquiera en la ficción se podría creer algo así. Pero novelemos: prácticamente, en cruces constantes, los mismos jueces coinciden en las tres causas. Sí, ya, no puede ser porque estarían contaminados. Pero vamos a permitirnos esa licencia literaria. Y más aún: al magistrado imputado le rechazan el 90% de las pruebas propuestas, y todas sus peticiones y recursos reclamando imparcialidad son sistemáticamente rechazados. Bueno, todos no. En dos ocasiones, cuando los recusa, un tribunal diferente los obliga a abstenerse porque, además de participar en la instrucción, querían enjuiciarle.

Tampoco el supremo tribunal en cuestión considerará pertinente el axioma de que la libertad de interpretación de la ley sea una pieza clave en la independencia del juez. En este punto hay que decir algo que da mas interés al argumento de esta ficción: a los jueces que prorrogaron las mismas acciones de nuestro magistrado no se les demandó ni se les presentó querella, y ni siquiera se les permitió que acudieran como testigos al juicio.

Imagine en esa novela que entre capítulo y capítulo de estos juicios ante la Sala de única instancia en que ese magistrado intenta  defenderse contra una decisión que se perfila ya fatal, varios de los jueces que tienen la carrera profesional de su colega en sus manos comparten cursos, jornadas y seminarios con algunos miembros del partido ofendido o con letrados de la acusación. Bueno, hay un juez, al que podemos llamar Manuel Marchena siempre desde esa ficción que estamos construyendo, que mientras los juicios tenían lugar estaba componiendo la comisión que, a renglón seguido, perfilaría la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal junto a uno de los principales abogados de la causa de la que dimanaba la acusación. Y mire qué bien puede quedar esto en ese argumento: curiosamente cuando tal reforma se apruebe en 2015, el artículo dedicado a la interceptación de las comunicaciones se redactará en los mismos términos en que había actuado nuestro magistrado imputado. Cualquier juez podría actuar igual sin que nadie nunca le acusara de prevaricación.

Lo cierto es que –y esto lo recogería su novela de la realidad– la anulación de infinidad de intervenciones de las comunicaciones en los procesos judiciales españoles, ya fuese por falta de garantías, defectos de control, afectación de derechos o muchas otras razones, jamás ha sido juzgada como prevaricadora, sencillamente porque intervenir las comunicaciones por parte de un juez competente, de acuerdo con la legalidad vigente y la jurisprudencia (ni siquiera uniforme), mediante una resolución motivada y con el apoyo de la Fiscalía y de otros jueces, corresponde a la esfera de la libre interpretación de las normas y al ejercicio de la independencia judicial, y no al de la comisión de delitos inexistentes.

Para ser exactos, el delito fue creado en la sentencia, y en la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal esto es lo que finalmente vería la luz en su artículo 520, 4: "Si estas conversaciones o comunicaciones hubieran sido captadas o intervenidas durante la ejecución de alguna de las diligencias reguladas en esta ley, el juez ordenará la eliminación de la grabación o la entrega al destinatario de la correspondencia detenida, dejando constancia de estas circunstancias en las actuaciones. Lo dispuesto en el párrafo primero no será de aplicación cuando se constate la existencia de indicios objetivos de la participación del abogado en el hecho delictivo investigado o de su implicación junto con el investigado o encausado en la comisión de otra infracción penal, sin perjuicio de lo dispuesto en la Ley General Penitenciaria". Es decir, justo lo que había hecho el magistrado quien, además, decimos que había preservado por todos los medios el derecho de defensa. Entiendo que la redacción de este artículo legal le puede parecer sorprendente a la luz de todo lo anterior, pero usted sabe que los buenos relatos son así.

Como mejor puede quedar esta historia hipotética es con la condena. Verá: al juez le condenan por prevaricación, ya sabemos que lo hacen sin admisión de pruebas, con los jueces contaminados, dos de ellos eran los instructores del caso del franquismo y de los cursos de la universidad, sin afectar a otros que habían continuado similar camino...

De la primera causa juzgada le absuelven porque podemos elucubrar con que era un tema que estaba indignando a miles de ciudadanos de aquí y a juristas de todo el mundo, y no era prudente el enfrentamiento, ya que la imagen también hay que cuidarla.

La tercera causa, como desde el principio estaba prescrita, se archivó cuando se vio innecesaria su continuación, ya que la condena por la segunda era un hecho. Pero no sin que antes el juez, que la había utilizado como medio de descrédito –de acuerdo, vamos a poner otra vez que sea este tal Manuel Marchena–, exigiera conocer todas las cuentas del magistrado investigado y no solo de él, sino de su esposa y ya puestos de su hija, que nunca estuvieron imputadas. ¿Para qué? Quizás para que el argumento de la novela sea mejor o quizás para echarle más emoción y, en ese sentido, en medio de la deliberación de la sentencia, decidir avanzar en esta causa hacia un juicio imposible, pero como advertencia por si aquella sentencia no es condenatoria. Conseguida la finalidad, se cambia de criterio y se archiva una semana después por prescripción, después de haber atacado gratuitamente al afectado sometido durante dos años a un proceso por hechos inexistentes.

Finalmente, después de todos los acontecimientos sufridos por nuestro protagonista, sólo nos queda ese proceso que molesta y preocupa al Gobierno. Si quiere, para que tenga más intriga, haremos que aparezcan personajes que sean altos cargos del partido en cuestión o incluso del propio Gobierno en cualquiera de sus administraciones y que se denuncien pagos en dinero B a otros correligionarios o asuntos similares. Como verá queda fantástico este hilo argumental.

Los abogados además podrían plantear anular la causa de aquellos presuntos delincuentes que representan o entre los que en algún caso se cuentan, alegando que las escuchas habían sido ilegales. Los buenos jueces que han sudado tinta en aquel asunto tienen un problema serio, que es definir una conducta legal como delictiva sobre una base incierta. Tienen que esforzarse y aunque jurídicamente no tiene pies ni cabeza, elaboran una sentencia que concluye en lo que se buscaba: el magistrado resulta condenado e inhabilitado. Ya está, c'est fini. Un problema menos.

Por supuesto con el tiempo pasan cosas. Por ejemplo, se podría contar como epílogo de esa obra que el proceso que tanto preocupaba a aquel Gobierno continuó adelante y afectando cada vez más a importantes miembros de su partido. ¡Ah!, también que años después, pongamos en 2016, un juez rechazó archivar la causa contra dos de los abogados "afectados" por las interceptaciones en las comunicaciones de los máximos responsables de la trama basándose en que de la investigación se deducían serios indicios de que ambos ayudaron al líder a ocultar y blanquear su patrimonio, así como en su intento de huir digamos que a Panamá para evitar la acción de la justicia.

O podemos hacer que una comisión de la ONU pida explicaciones al Gobierno en cuestión para que aclare las circunstancias que rodearon el juicio al magistrado.

O que el tribunal enjuiciador de los hechos imputables a la trama, ahora en otra sede, la Audiencia Nacional, rechace las pretensiones de nulidad, y es posible que algunos defensores aguarden a llegar de nuevo al supremo tribunal, donde quizás ni se abstengan aquellos que conocieron de los hechos cuando condenaron al protagonista imaginario de esta novela.

Pero no sigo, porque me temo que le va a parecer todo esto exagerado para una novela y puede pasar que la editorial no se la admita. Pongamos aquí el punto final.

Personalmente le confieso que en mis escritos soy hombre de no ficción. Utilizo mucha documentación y contrasto perfectamente cada aseveración antes de llegar a la siguiente. En realidad, los jueces debemos ser así. Mi historia profesional es la de juez vocacional de oposición de las antiguas y muy duras. (Por cierto, me parece un debate interesante su idea de modificar el acceso a la judicatura, cosa que ya he planteado hace años).

Todo ello me hace cuestionar y calibrar cada paso hasta tener la certeza de que es el adecuado. Pongo por caso que nunca me he limitado a tomar postura por la mera lectura de una sentencia. Como juez, usted sabe que a una sentencia la rodean muchas más consideraciones, y que es preciso conocer algo más antes de aseverar. Sobre todo cuando se trata de casos susceptibles de conflicto.

Para que me entienda mejor: dice usted que se sintió orgulloso por el caso Pinochet. Bien, le contaré en primera persona –ya que, como sabe, fui el juez que dictó la orden de detención– que, mientras tanto, sobre mí pesaba una querella por prevaricación por tramitar ese caso. Imagine que hubiera prosperado... Ese orgullo del que usted hace gala y que le agradezco no hubiera tenido lugar. Y le aseguró que también podría haber ocurrido, y de forma tan arbitraria como la del relato que le he propuesto.

No quiero aburrirle. Puede contar conmigo para que le aporte más ideas de narraciones imaginarias. Ya sabe que nuestra tierra jiennense, en las orillas del Guadalquivir y entre las cumbres de Sierra Mágina, es milenaria y con muchas historias de sufrimiento y entrega que contar y algunas leyendas que rememorar.

Emito ahora mi anunciado voto particular porque el derecho me lo pide. Es sobre esa frase que manifiesta usted en la interesante entrevista y que le da título: "El juez Garzón habría condenado al juez Garzón".

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Verá, señoría, eso no es posible, ni siquiera en una novela. Al conocer de la causa de manera personal, el juez estaría contaminado. Se tendría que abstener. Garzón nunca podría condenar a Garzón.

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Baltasar Garzón Real acaba de publicar En el punto de mira (Planeta), libro autobiográfico en el que narra toda su experiencia al frente del juzgado número 5 de la Audiencia Nacional.

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