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Una monarquía funcional y transformada
El monarquismo resulta una militancia arriesgada y en permanente alerta. Diré más: los monárquicos sólo podemos serlo con un altísimo grado de relativismo, de ahí que nuestra convicción esté sometida a una precariedad que nos resulta verdaderamente molesta. Salvo los monárquicos viscerales, que son aquellos que siguen creyendo que los reyes están ungidos por el derecho divino, la mayoría de los que apreciamos determinadas superioridades en la forma monárquica del Estado –siempre parlamentaria y democrática- somos tributarios de que el Rey y su familia respondan con plena funcionalidad –esto es, utilidad y practicidad- a los intereses de la sociedad, en este caso, la española. Porque si no es así, entramos en una espiral contradictorias de convicciones y de afectos.
El corolario de este exordio consiste en lo siguiente: el monarquismo ha de ser extraordinariamente exigente con el funcionamiento de la Corona, con el comportamiento institucional del Rey, con su ejemplaridad –en términos civiles y políticos- y con su autenticidad, esto es, con la coherencia de lo que el monarca hace y dice. Un monárquico laxo en sus requerimientos a la Corona es una especie destructora para esta forma de Estado que se encuentra ahora más cuestionada que en los últimos cincuenta años, tanto en España como fuera de ella, en países con mayor o menor tradición monárquica. Incluso allí donde se proclama que la Corona es solidísima –y lo es-, en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, tal apreciación se vierte después de una sostenida, discreta y eficaz reformulación del trono británico, de sus modos de relación con la sociedad y de la manera en la que su titular cumple con sus obligaciones constitucionales, aunque éstas no se hayan escrito nunca. No hay monarquía occidental más subordinada a los poderes del Estado y con menos margen de maniobra institucional autónoma que la que encarna la Reina de Inglaterra.
Por otra parte, el monarquismo es de acuñación conservadora y poco frecuente en la izquierda. Los que nos reconocemos en las tesis liberales y conservadoras somos también mucho más vulnerables a las virtualidades del simbolismo y de la tradición. Ambos conceptos (simbolismo y tradición) forman parte del acervo conservador. Me atrevería a sostener que resultan elementos de identidad ideológica muy propios de la derecha democrática. Incluso en estados republicanos como Francia, el conservatismo exuda una nostalgia formal, gestual, aparente, de los usos y maneras monárquicas. Y en Estados más jóvenes, el presidencialismo republicano remite a guiones históricos que enlazan con formas monárquicas de entender el poder.
La simbología y la tradición evocan la ritualidad identificadora y la continuidad de la entidad socio-política de la nación y del propio Estado, respectivamente. Los monárquicos creemos que una Corona funcional, es decir, útil y transparente, se comporta como un contrafuerte del edificio estatal porque no se somete a los vaivenes de la renovación democrática o al desgaste del ejercicio efectivo y constante del poder. De manera tal que ancla el Estado, le ofrece certeza, estabilidad y, en consecuencia, una cierta percepción de seguridad. Tenemos la historia de España de nuestro lado: dos Repúblicas y dos fracasos. Cierto que hemos tenido fiascos monárquicos colosales, pero incluso cuando abominamos de los borbones fuimos a buscar a un rey –Amadeo de Saboya- porque nos gusta que en el Palacio Real de Madrid siempre habite un inquilino. Por lo demás, los “demonios familiares” de nuestro país –y el territorial es uno de ellos- no los han resuelto mejor, sino peor, las formas republicanas de Estado que tuvimos en el XIX y en el XX.
Sin embargo, y pese a estas razones –sucintamente expresadas- la monarquía sólo es defendible a día de hoy de una forma contextual, no endógena. Y trataré de explicarme: al no ser la Jefatura del Estado electiva –y además, estar contemplada constitucionalmente de manera vitalicia-, se introduce en su exégesis un factor de irracionalidad democrática muy potente que sólo podría contrarrestarse con los beneficios que aporta, en un determinado contexto. Por sí misma, la forma monárquica del Estado se batiría en retirada desordenada en un debate de ideas. Conectada con la funcionalidad a la que he aludido, a su carga simbólica y tradicional, sus posiciones mejoran en el debate y se igualan a las racionalidades republicanas cuando la Corona se desenvuelve en un determinado contexto político-constitucional y cotidiano que enaltece sus atributos y contrae sus anacronismos.
No voy a recurrir –aunque aludir a ello es hacerlo- al correctísimo y a veces envidiable funcionamiento democrático de monarquías europeas como las nórdicas o la británica, porque hacerlo merece siempre una respuesta: tan buenas como ellas, o mejores, son democracias republicanas. Es verdad. Y aquí entra un factor adicional que apuntala la monarquía, que es el factor idiosincrático (la sociología política ha tratado mucho este aspecto) de sociedades que se encuentran cómodas y satisfechas con instituciones antañonas que cumplen determinadas funciones integradoras. Pero también esta ventaja –la idiosincrasia de cada sociedad hace que su institucionalización difiera- depende del contexto. Y a él voy por derecho y sin tantos miramientos como en España se producen en este asunto.
Una monarquía corre un serio peligro extintivo si no se entiende a sí misma como una institución naturalmente subordinada al orden constitucional y basa su continuidad en determinados intangibles que remiten a la ejemplaridad, la superación de cualquier tipo de partidismo, la transparencia (y no sólo en lo financiero), la laboriosidad del titular y de su familia troncal y al cumplimiento estricto –estrictísimo- de sus funciones constitucionales. Si la Corona no se desenvuelve en ese contexto de irreprochabilidad social y política –y yo diría, sin lugar a dudas, también ética-, la forma monárquica del Estado decae en su razonabilidad democrática. Porque ¿qué razones justificarían si no son las de la excelencia de los reyes y de su familia su posición de preeminencia total en la cúpula del Estado?, ¿cómo explicar que hay un ius sanguinis que apoderaría a una persona y a una familia a reinar sobre una sociedad que no les ha elegido sino es con el argumento de la virtud cívica y la utilidad institucional para los intereses generales? No hay forma de hacerlo.
La crisis de las monarquías –antes y ahora- han estado siempre relacionadas con la omisión por el titular de la Corona y de su entorno familiar de la cautela en sobrepasar según qué líneas rojas, que prevenciones y que interdicciones. No he de recordar –aunque lo hago para los que no sean memoriosos- que Fernando VII fue un “felón”; que su hija nació en España pero murió, exiliada, en París, en donde nació Alfonso XII al quien lo repatrió el espadón militar; que a su hijo, Alfonso XIII le ocurrió a la inversa: nació aquí y murió en Roma. En el interregno, la II República y la dictadura franquista, para llegar al día de hoy, con un monarca nacido en el exilio romano y al que la mayoría deseamos termine sus días en España, aunque no necesariamente desempeñando la Jefatura del Estado.
Llegamos a un punto capital: la sostenibilidad de la monarquía no depende sólo de un cumplimiento estricto de los atributos que la connotan (funcionalidad, simbolismo, tradición, ejemplaridad, subordinación constitucional), manteniendo así el contexto que la explica democráticamente. Es preciso dar un paso más, al menos en España. Y ese paso consiste en abandonar trasnochadas apelaciones al carisma del titular –lo tenga, lo haya tenido, o lo haya ya perdido- y articular una sólida regulación de la institución.
En nuestro país, debido a la excepcionalidad del origen constitucional de la monarquía y a las características personales y acopio de méritos de su titular, la Corona es una institución desregulada. El Título II de la Constitución requería desde hace muchos años un desarrollo cumplido con señalamiento concreto de los márgenes reglados y discrecionales de las acciones y decisiones del Rey. Hemos construido no sólo una monarquía “prosaica” sino también desvencijada, como se ha puesto de manifiesto con las enfermedades del Rey, con sus viajes privados a países (para desarrollar actividades de dudosa oportunidad) que objetivamente no garantizaban su seguridad, con las suplencias –a veces desairadas- que ha mantenido y mantiene el Príncipe de Asturias y, en fin, con comportamientos en su entorno familiar –yerno e hija- que se han introducido en el terreno del reproche penal. En estas circunstancias, bien podría afirmarse que el contexto que hace entendible la monarquía estaría próximo a resultar ininteligible para buena parte de la población y desarbolaría a los monárquicos racionales que quedaríamos privados de los argumentos de más peso para contrarrestar las tachas endógenas de la institución, y fundamentalmente, su carácter hereditario y, en consecuencia, no electivo.
Podríamos preguntarnos con lógica por qué no ha hecho crisis definitiva esta situación en la que se desenvuelve la Corona. Y podríamos respondernos, con igual lógica, que la institución no se ha venido abajo porque los deméritos de la Jefatura del Estado forman parte de una crisis sistémica que ofrece síntomas inequívocos: la cuestión catalana sería uno, otro la Corona, pero hay muchos más, como la quiebra de confianza en el sistema actual de partidos –que está mutando del bipartidismo hacia un previsible multipartidismo- o fenómenos terminales –llamados también de “fin de época”—como la ruptura de la confianza entre la clase dirigente y la sociedad (la crisis de la representatividad), el desplome de los sindicatos o el naufragio financiero y deontológico de buena parte del sistema de medios de comunicación.
Sólo en ese cuadro crítico se entiende, por una parte, el descuido temerario del Jefe del Estado y de su entorno familiar por mantener el contexto legitimador de su función constitucional, y por otra, la omisión, igualmente temeraria de los sucesivos gobiernos, de abordar la regulación de la Jefatura del Estado desarrollando el Título II de la Constitución. Y se entiende también que el problema de la monarquía no es sólo de la institución sino del conjunto del sistema que se resiente de un modo generalizado, de tal suerte que las debilidades mutualizadas de los pilares del régimen constitucional se sostienen entre sí, incluso en su negativa a reformularse.
Pero la monarquía tiene capacidad de regeneración en el conjunto de la que es necesaria en el sistema. Diría que una propia y particularísima capacidad regeneradora que se localiza en su trayectoria histórica. Por ejemplo, la abdicación de su titular –no como una decisión de abandono sino de continuidad reavivada-, por ejemplo, las reformulaciones de su estatuto para sintonizarlo con las coyunturas cambiantes, por ejemplo la reinvención de nuevas funciones con capacidad de integración susceptibles de encajar en las literales establecidas en la Constitución. Está por ver que el aburguesamiento de las familias reinantes a través de matrimonios denominados “desiguales” haya proporcionado una nueva calidad a la Corona que es una institución familiar en la medida en que los derechos dinásticos se derivan de las relaciones de sangre.
En cualquier caso –y para terminar esta digresión- la monarquía ha de recomponerse para rehabilitar el contexto que la explique en términos accesibles y racionales a las generaciones que no han vivido experiencias excepcionales que han establecido con las anteriores una especial relación con la institución. Unas nuevas generaciones que ya no incorporan pulsiones idiosincráticas que singularizarían la institucionalización española porque la globalización las ha diluido; unas generaciones que no pueden ni quieren vivir de carismas sino de pautas normativas democráticas y que tienden a la iconoclastia por lo cual el simbolismo y la tradición se relativizan.
No obstante, las monarquías en general, y en particular la española, habrían de encontrar algunos referentes para su transformación. Uno, en su propio ámbito, que se localiza en la Corona británica; otro, en un ámbito planetario que es la Iglesia Católica en la que conviven -¡es la gran monarquía por cooptación de la historia!- dos pontífices. Si esa transformación producto de dos mil años de acumulo de conocimientos de los hombres y las sociedades ha sido posible, ¿por qué una suerte de alicorta dogmática mantiene enrejada una institución que requiere de un urgente baño de realidad? Si el binomio monarquía y realidad social no maridan pronto, ésta se impondrá a aquella sin apelación. Y volveremos a ese ejercicio tan penoso en nuestra historia que consiste en repetirnos ad nauseam.
-----------------------------------------------------------------------Este artículo fue publicado en la revista tintaLibre del pasado mes de abril.