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Hillary Clinton, madam President

Madam President

En algún momento de la última década del siglo XX Hillary Rodham Clinton comenzó a pensar que ella bien podría ser presidenta de Estados Unidos, la primera mujer en ocupar el Despacho Oval. Si entonces lo hacía Bill Clinton, su marido, cuyas flaquezas físicas, emocionales e intelectuales bien conocía, ¿por qué no ella? Al fin y al cabo, era la más fuerte y las más inteligente de los dos componentes del matrimonio.

Washington es la capital política del más importante imperio de nuestro tiempo, pero también es una ciudad bastante provinciana, donde termina sabiéndose casi todo. Las filtraciones, interesadas o fruto del descuido, circulan a toda velocidad en el interior del Beltway, la autopista de circunvalación de la Roma estadounidense. Yo vivía allí en aquella época, como corresponsal de un diario español, e incluso hasta mí llegaron los rumores sobre las ambiciones presidenciales de Hillary.

Se sustentaban en un hecho conocido: Hillary había salvado la presidencia de Bill al ponerse a su lado en pleno escándalo Lewinsky. Hubiera bastado una sola palabra en voz alta de ella declarándose humillada por un adulterio tan notorio para que Bill hubiera perdido el apoyo de las mujeres y hubiera tenido que plantearse seriamente la dimisión. Pero Hillary se había tragado su dolor, su vergüenza y sus lágrimas y, una vez más, como en el caso de Gennifer Flowers, le había perdonado, se había puesto a su lado y había politizado el asunto declarándolo una caza de brujas de la derecha republicana.

Si su esposa le absolvía del pecado, ¿quiénes eran los demás para pedirle cuentas al calenturiento Bill? Bastante expiación le suponía ya el ridículo de ver expuesto universalmente su affaire con la becaria y tener que pasar por las horcas caudinas de una investigación judicial y parlamentaria por mentir bajo juramento sobre su nuevo amorío.

Cualquier ciudadano del mundo que siguiera las noticias sabía esto. Pero en los círculos políticos y periodísticos del interior del Beltway se decía algo más: Hillary le había puesto a Bill una condición a cambio de ese enésimo sacrificio y esa condición era que, a partir de entonces, él debía consagrarse a que ella desarrollara su propia carrera política. Los papeles iban a invertirse en el seno del matrimonio: el marido iba a interpretar ahora el papel que la esposa había interpretado durante los lustros anteriores, iba a ser el fiel auxiliar de las ambiciones de ella.

Empezarían consiguiéndole a Hillary un escaño como senadora por Nueva York, seguirían proponiéndola como candidata demócrata a la Casa Blanca en alguna de las primeras elecciones presidenciales del siglo XXI y terminarían sentándola en el Despacho Oval, la primera mujer en ese puesto en la historia estadounidense. Esto es lo que se decía en Washington ya hace casi 20 años y éste es exactamente el guión que los dos han seguido desde entonces. Hillary fue senadora por Nueva York, fue candidata presidencial democráta en 2008, aunque tuvo la mala fortuna de enfrentarse a la estrella de Barack Obama, ocupó un puesto importante en el Gobierno y ahora vuelve a la carga.

Experiencia, nostalgia y apoyo

Hillary anunció el pasado 12 de abril su intención de pelear por la candidatura demócrata a las presidenciales de noviembre de 2016. Obama le dió su bendición y ella arrancó una campaña algo distinta a la de 2008. Ahora intenta combatir la imagen de arrogancia que tanto le dañó entonces; se presenta como adalid de los “americanos de a pie”; busca la cercanía y hasta se atreve a contar chistes; usa como elemento de comunicación emocional su condición de abuela. “Lo que más echo de menos es a mi nieta Charlotte”, confiesa.

En mis tiempos en Washington, Hillary Rodham Clinton no era, en absoluto, la clásica Primera Dama que se limita a estrenar trajes de noche de grandes diseñadores en cenas de Estado, recibir ramos de flores en actos caritativos y hacer unas gracietas en programas de televisión poco comprometedores. Era un personaje político en sí mismo, miembro prominente del Partido Demócrata, factor influyente en la política de su esposo y figura notoria del establishment imperial. Las campañas que llevaron a Bill Clinton al puesto de gobernador de Arkansas y luego a la Casa Blanca ya decían a los electores que si le votaban a él iban a tener dos buenos gobernantes por el precio de uno.

Hacían un buen tándem. Bill era más comunicativo y más simpático que ella y parecía más sinceramente conmovido por los sufrimientos de la gente. Hillary era más distante y más intelectual y demostraba gran habilidad para afrontar las crisis con sangre fría. La manifiesta autonomía de ella reforzaba el atractivo de los Clinton ante las votantes. El feminismo de Bill se hacía creible por su relación con Hillary.

Hillary afronta la próxima partida presidencial con esas cartas. Su principal propuesta es ella misma: el hecho de que una mujer pueda ser presidenta de Estados Unidos, algo que ya ha ocurrido, aunque tímidamente, en la televisión (Commander in chief, 2005, con Geena Davis). La segunda, su gran experiencia; ahora ya no sólo la de consorte muy activa de un presidente, sino la adquirida individualmente como senadora por Nueva York y titular de Exteriores en el primer mandato de Obama. La tercera, la nostalgia de los años 1990, aquellos tiempos felices de Bill Clinton en que Estados Unidos crecía económicamente y, sin saber lo que andaba planeando Bin Laden, podía entrenerse debatiendo sobre las felaciones que le hacían o no al titular de la Casa Blanca. La cuarta, los muchos millones de dólares para gastar en publicidad electoral con que cuentan sus grupos de apoyo.

Las dos últimas presidencias han despejado el camino de su ambición. ¿Por qué no una mujer en el número 1.600 de Pennsylvania Avenue si ya ha habido un afroamericano como Obama? ¿Por qué no otro miembro de una misma familia si hasta el tontorrón de George W. Bush se sentó en el sillón que ya había ocupado su padre?

En su contra tiene, paradójicamente, su propia experiencia. No es alguien nuevo, fresco, ilusionante. Los norteamericanos la conocen desde hace décadas, algo que ya jugó en su contra en el enfrentamiento de 2008 con Obama. Y, además, está muy idenficada con el sistema: con esa marrullera clase política de Washington retratada en la serie House of cards, con los desalmados negocios de Wall Street, con los intereses del lobby proisraelí, con los manejos de las grandes firmas de abogados, con los productores de Hollywood…

Hillary Rodham Clinton es bastante más conservadora de lo que algunos de sus admiradores y de sus admiradoras en Europa se imaginan. De no serlo, probablemente no habría llegado tan lejos en su carrera; al fin y al cabo, Estados Unidos es lo que es. En 2002 votó a favor de la guerra de Irak de George W. Bush, algo que ahora considera una “equivocación”, pero que estaba en línea con su pasado. Como lo han estado también sus muchos años de reticencias a apoyar, por ejemplo, el derecho de los homosexuales a constituir matrimonios.

Nacida en un hogar religioso y derechista de Chicago, Hillary fue activista del Partido Republicano en su primera juventud, haciendo campaña a favor de Barry Goldwater y siendo presidenta de los Jóvenes Republicanos en el Wellesley College. La guerra de Vietnam y la lucha de los negros por la igualdad la hicieron evolucionar hacia las posiciones moderamente progresistas que compartiría en adelante con Bill Clinton, el amor que encontró en Yale cuando ambos estudiaban Derecho.

Se casaron en 1975 y Hillary, en contra de la tradición anglosajona, decidió conservar su apellido de soltera. Vivían en Arkansas, el Estado natal de Bill, donde ella trabajaba en un importante bufete de abogados y se sentaba en el consejo de administración de Walmart, mientras él iniciaba la carrera política que le convertiría en gobernador. De aquellos tiempos le vienen a Hillary el apelativo de la lady Macbeth de Little Rock y la fama de moverse muy bien en el mundo del dinero, las ambiciones políticas y el tráfico de influencias.

Giro hacia la izquierda

En los prolegómenos de la campaña, Hillary Rodham Clinton se vió obligada a moverse hacia la izquierda frente al desafío de ese candidato a la nominación demócrata abiertamente progresista Bernie Sanders, un senador septuagenario de Vermont que siempre ha luchado contra los excesos del capitalismo salvaje. Hillary se declaró entonces opuesta a las perforaciones petrolíferas en el Ártico autorizadas por Obama y dijo que Estados Unidos debería centrarse en fuentes de energía limpias y renovables. Afirmó, asimismo, ser partidaria de subir el salario mínimo y reconoció que las desigualdades económicas se han ahondado en los últimos tiempos en su país. Y se pronunció en el mismísimo Miami a favor del fin del embargo a Cuba.

Las encuestas difundidas el pasado verano aseguraban que Hillary era la favorita entre el electorado tradicional demócrata para los comicios presidenciales. También que, de no producirse grandes novedades, le ganaría a cualquier republicano, incluido al payaso ultraderechista de Donald Trump. Pero arrastra no sólo un pasado cargado, sino también algunas cacerolas recientes. Una, el uso de su correo electrónico personal para asuntos de Estado cuando, entre 2009 y 2013, ocupó la cartera de Exteriores; una polémica que refuerza su imagen de persona maniobrera, poco transparente, no merecedora de confianza. Otra, la falta de previsión de su departamento frente al asalto al consulado estadounidense en Bengasi que le costó la vida en 2012 al diplomático Christopher Stevens. Una tercera, el que la Fundación Clinton haya recibido donaciones multimillonarias de países como Arabia Saudí, Kuwait y Qatar, o del dueño de la mina de uranio más grande del mundo.

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“Las mujeres son la fuente de talento menos aprovechada del mundo”, dice Hillary Rodham Clinton. Gran verdad, sin duda. ¿Conseguirá ella romper en 2016 lo que sus partidarios llaman el “último techo de cristal” de la sociedad estadounidense? A fecha de hoy, parece probable. Pero también hay quienes, incluso entre sus votantes potenciales, subrayan que, salvo su condición de mujer, su candidatura, a diferencia de lo que prometía la de Obama en 2008, parece ofrecer pocos cambios. La actriz Susan Sarandon, una progresista, se ha atrevido a ponerlo en evidencia al anunciar que no apoya a Hillary. “No pienso votar con la vagina”, ha dicho Sarandon.

Entretanto, no sería mala cosa que los departamentos de protocolo de todo el mundo comenzaran a ensayar una nueva formula para dirigirse al titular de la Casa Blanca: Madam President.

*Este artículo fue publicado en el número de septiembre de 2015 de la revista tintaLibre. Puede leer todos los números anteriores pinchando aquí

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