Ferrovial: un cuento… holandés
El debate sentimental generado por la marcha de Ferrovial opaca el necesario análisis materialista de la cuestión. Por un lado, se apela al patriotismo necesario del capital y de los capitalistas que se envuelven en falsas banderas que terminan por significar poco a la hora de la verdad. Por otro, se pide al Gobierno que muestre afecto y buen trato a sus empresarios, como si la normativa fiscal constituyese una suerte de código de buena conducta, sujeto a la discrecional voluntad de cada cual. En última instancia, el debate exhibe sus costuras y queda enfangado en maniqueísmos infantiles.
Por supuesto que llama la atención que algunos patriotas de bandera consideren que la nación política es poco más que una colección de símbolos y chascarrillos, porque cuando de contenido material se trata, practican una suerte de patriotismo de los Estados social y fiscalmente vacíos que resulta poco sostenible. También llama poderosamente la atención que los que son incapaces de acabar con el dumping fiscal interno y lo consideran la quintaesencia de lo progresista frente al nefando centralismo español, se quejen de la deslocalización de multinacionales: ¿No era imprescindible garantizar la descentralización normativa dentro de España para ser de izquierdas? ¿Acaso esa descentralización normativa entre Estados no es la que opera en la UE cuando los Estados miembros compiten fiscal y regulatoriamente entre sí? ¿Por qué es reaccionario en los Países Bajos lo que resulta progresista en el País Vasco y Navarra?
Un análisis materialista de la situación hablaría de diseño político y de concentración de capital e internacionalización de los procesos productivos y empresariales. De eso va el asunto. Ferrovial se marcha porque puede, simplemente.
Este gobierno, por mucho que digan los propagandistas de la derecha y los corifeos oficialistas, no ha sido especialmente de izquierdas ni en materia fiscal ni en ninguna otra. No se ha acometido una reforma fiscal medianamente progresiva, no digamos ya la que necesita España para recuperar y fortalecer su maltrecho Estado social. En materia de IRPF, no está ni se espera en la agenda legislativa la reconfiguración del mismo como impuesto general y no dual, unificando en la base imponible del impuesto las rentas del capital con las del trabajo. Esta sí sería una propuesta verdaderamente de izquierdas. Molestaría, sin duda, a muchos poderosos, pero cuando uno gobierna no puede contentar a todo el mundo. Seguramente a la CEOE tampoco le agradaría una reforma del despido que recuperase las indemnizaciones por despido improcedente previas a 2012 o los salarios de tramitación, pero de nuevo hay que optar. Eso es gobernar: elegir. Y eso puede y debe hacerse, cuando hay correlación de fuerzas; cuestión distinta es verificar si la hay realmente. No se trata de hacer la revolución en las formas, llenando de estridencias inútiles del debate público. Es más efectivo ser mesurado en las mismas, incluso prudente, y radical en el fondo, en el afán de transformación de las estructuras económicas. Aunque eso “crispe”: gobernar es optar y también crispar, si por crispar se entiende molestar los intereses de clase de quienes pretenden que sus privilegios de origen jamás sean siquiera mínimamente matizados por los poderes públicos.
Ferrovial no se marcha por la asfixia de unas políticas socialcomunistas que hayan operado una radical redistribución de la riqueza. Simplemente lo hace por una cuestión de incentivos, diseño comunitario e internacional, perspectivas e intereses. Las presuntas políticas socialcomunistas no existen. Sólo una retórica con frecuencia inflamada y estéril. La misma que exige el patriotismo de los empresarios, mientras permite que se privaticen las torres de control, que se liberalice y degrade el servicio de RENFE o que los inspectores de trabajo clamen en sus legítimas huelgas por unos medios de los que carecen para realizar de forma efectiva su imprescindible trabajo de control y fiscalización del fraude laboral. Claro que, si de retórica demagógica se trata, la derecha neoliberal que ha desahuciado de sus fundamentos la idea de bien común no le va a la zaga: hablar de buen trato a los gigantes nacionales, cuando en España se privatizaron Endesa, Telefónica, Repsol o Argentaria, se trocearon empresas públicas rentables y fuertes sobre sectores estratégicos para que terminaran cayendo en manos privadas o públicas de otros Estados, cae del lado de lo dantesco.
Sin cumplir los requisitos de una zona monetaria óptima, los desequilibrios entre países y regiones en la unión monetaria son una realidad indiscutible, incluso para los más dogmáticos fundamentalistas de mercado
No solo no se ha reformado el IRPF en el sentido de cerrar la inaceptable brecha entre las rentas del trabajo y las del capital, favorecidas de forma clamorosa desde hace décadas por el diseño legislativo nacional y también por los incentivos de la globalización económica y financiera, ni se ha llevado a cabo una reforma laboral en profundidad que reforme el despido o las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo. Tampoco se ha reformado el Impuesto de Sociedades para acabar con una maraña confusa de deducciones y bonificaciones que permiten que el tipo efectivo y real sea muy inferior al nominal, sobre todo para las grandes corporaciones que, con un ejército de asesores y abogados de su lado, siempre encuentran cauces efectivos para la elusión fiscal o la “optimización”, esa forma educada de convertir el fraude en algo legal, incluso elegante.
Se ha puesto encima de la mesa un par de parches tributarios provisionales. Bien está que se quiera poner el foco en las ganancias extraordinarias de bancos y eléctricas. Aunque la forma seria y no populista de hacerlo es llevar a cabo cambios estructurales que perduren en el tiempo. Así, recuperar la capacidad normativa estatal del Impuesto de Patrimonio y del Impuesto de Sucesiones y Donaciones tendría todo el sentido tributario y entroncaría con, al menos, una visión socialdemócrata de la política. Crear impuestos análogos, de recaudación tibia, y posiblemente inconstitucionales por invadir, ay, competencias autonómicas, sin rectificar el sinfín de transferencias a las CCAA que han terminado operando una salvaje competencia fiscal entre regiones, carece de todo sentido… a no ser que la agenda redistributiva importe menos que mantener las alianzas con los socios nacional-identitarios, los mismos que pueden, en un alarde de simpar hipocresía, criticar el dumping fiscal del PP de Madrid (indudablemente inaceptable) y defender una Hacienda foral vasca y navarra que quiebra la solidaridad interterritorial.
En fin, Ferrovial no se marcha porque nadie le asfixie. Al revés, esos pretextos son mentira. Las políticas llevadas a cabo en muchos casos no llegan ni a socialdemócratas. Se quedan cortas, cuando van en la buena dirección; y cuando se entregan a la agenda identitaria, llevan aparejados efectos secundarios muy nocivos para la igualdad y la redistribución. Ferrovial se marcha porque puede, porque le interesa y porque le sale rentable.
La única forma de que nada de esto ocurriera es que el desaguisado del Acta Única y de Maastricht se hubiera corregido hace mucho tiempo. O, mejor aún, que la unión monetaria y de libre circulación de capitales jamás se hubiera configurado sin su condición necesaria e imprescindible: una unión fiscal y presupuestaria verdadera, en el contexto de una unión política. No lo dijo el representante de ninguna célula marxista-leninista, sino alguien tan reformista como Stiglitz. Y en España, ante el estigma generalizado, Juan Francisco Martín Seco como representante económico de la IU de Julio Anguita. Nadie escuchó. Sin cumplir los requisitos de una zona monetaria óptima, los desequilibrios entre países y regiones en la unión monetaria son una realidad indiscutible, incluso para los más dogmáticos fundamentalistas de mercado. La unión fiscal no son tibios conatos de déficit conjunto o de mutualización de la deuda, es mucho más que eso. Para empezar, un diseño que impida la dantesca competencia fiscal entre regiones y Estados que está poniendo en peligro la seguridad jurídica, los derechos y la condiciones óptimas de vida de millones de personas. Como siempre, cuando se legisla y se gobierna, toca elegir. Y en esa elección, es imposible contentar a todos. De aquellos polvos, estos lodos. Lo demás es, simplemente, un cuento… holandés.
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Guillermo del Valle es abogado y director de 'El Jacobino'.