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Tres grandes mentiras sobre la Segunda República

La Segunda República llegó en abril de 1931 de forma pacífica, con celebraciones populares en la calle y un ambiente festivo donde se combinaban esperanzas revolucionarias con deseos de reforma y cambio

No hay una respuesta simple a la pregunta de por qué del clima de euforia y de esperanza de 1931 se pasó a la guerra cruel y de extermino de 1936. Los historiadores hemos indagado en los hechos más relevantes, hemos sacado a la luz fuentes inéditas e historias ocultas, hemos proporcionado una lectura caleidoscópica de aquellos años, confirmada en investigaciones, revisiones y debates historiográficos. 

Pero ese conocimiento sólido es despreciado una y otra vez en un país en el que la propaganda y la opinión sobre la Segunda República siempre han pesado más que las enseñanzas en las escuelas. Vivimos un proceso de invención y apropiación del pasado donde se recurre sistemáticamente a la mentira, la distorsión o el falseamiento. Las mentiras, una vez instaladas, son fáciles de creer y reproducir, aunque puedan contrarrestarse desde los archivos, la investigación, la erudición, el análisis y la divulgación precisa de los conocimientos

Estas son tres de las más grandes e influyentes falsedades:

1.- La Segunda República llegó de forma ilegítima, con presión popular orquestada por los republicanos y sus aliados obreros.

En realidad…

En poco más de un año, el período que corrió desde la caída del dictador Miguel Primo de Rivera, 26 de enero de 1930, a la salida del rey, 14 de abril de 1931, la hostilidad frente a la Monarquía se extendió como un huracán imparable por mítines y manifestaciones por toda España.

Según Miguel Maura, “la Monarquía se había suicidado” y por eso él, hijo de Antonio Maura, antiguo líder de los conservadores monárquicos, había decidido “incorporarse” a la República casi un año antes de su proclamación, tal y como anunció en una conferencia en el Ateneo de San Sebastián el 20 de febrero de 1930. A Maura le acompañaron otros ilustres monárquicos, que percibieron que era mejor defender dentro de la República “los principios conservadores legítimos”, antes que dejar el “campo libre” a los partidos de izquierda y a las organizaciones obreras. 1930 fue un año de abandonos sonados, de distanciamiento de políticos hasta entonces fieles a la Corona. José Sánchez Guerra, antiguo jefe del Partido Conservador, dio ese paso también en febrero, unos días después de Miguel Maura. Niceto Alcalá Zamora, ex ministro liberal con Alfonso XIII, lo hizo en abril.

La convocatoria de elecciones municipales para el 12 de abril de 1931 cogió a la derecha conservadora y liberal, a los partidos de siempre, completamente desorganizados y a la extrema derecha, a los fieles al dictador caído, en proceso de rearme y sin capacidad para movilizar todavía a las fuerzas contrarrevolucionarias, aunque lo intentaron con la creación en julio de 1930 de Unión Monárquica Nacional, un remedo de la Unión Patriótica de la Dictadura, en el que estaban algunos ex ministros, como el conde de Guadalhorce o José Calvo Sotelo, el intelectual Ramiro de Maeztu y hasta el propio hijo del dictador, José Antonio Primo de Rivera. La vieja política agonizaba y el nuevo autoritarismo no encontraba todavía su lugar.

Los monárquicos pensaron hasta el último momento que iban a ganar las elecciones, confiados en el manejo de la maquinaria gubernamental. Por eso mostraron su “consternación” y “sorpresa” cuando muy pronto supieron que los republicanos habían vencido en la mayoría de las capitales de provincia, en 41 de 50. Sólo Juan de la Cierva propuso recurrir a las armas para evitar la quiebra de la Monarquía. Pero los demás ministros, encabezados por Romanones, reconocieron la derrota. Aznar dimitió la noche del 13. Al día siguiente, muchos municipios proclamaron la República. Alcalá Zamora exigió al rey que abandonara el país. Lo hizo desde Cartagena y cuando llegó a París declaró que la República era “una tormenta que pasará rápidamente”.

A la Monarquía española no la derrumbó una guerra, como a los grandes imperios monárquicos derrotados en 1918, sino su incapacidad para ofrecer a los españoles una transición desde un régimen oligárquico y caciquil a otro reformista y democrático. La caída de la Dictadura de Primo de Rivera generó un proceso de radicalización política y un auge del republicanismo. En esa movilización por la República confluyeron viejos conservadores que decidieron abandonar al rey, republicanos de toda la vida, republicanos nuevos, socialistas convencidos de que tenían que influir en el movimiento desde dentro y destacados intelectuales. Todos juntos sellaron el compromiso de preparar el fin de la Monarquía y de traer la República en un momento en el que al rey le fallaron todos sus apoyos sociales e institucionales.

2.- La izquierda dominó la República y generó inestabilidad y conflictos.

En realidad….

Se suele repetir a menudo que los gobiernos de la República fueron débiles y, siguiendo las cuentas y el argumento que estableció hace ya años Juan Linz, que hubo cambios de gobiernos cada 101 días. Pero esa valoración no se ajusta a la realidad por lo que respecta al primer bienio. Azaña formó su primer Gobierno constitucional, con republicanos de izquierda y socialistas, el 15 de diciembre de 1931, que duró, sin ninguna crisis, hasta el 8 de junio de 1933 y, tras volver a la presidencia cuatro días después, se mantuvo en el cargo hasta el 8 de septiembre de ese mismo año. Los gobiernos que presidió el Partido Radical tras las elecciones de 1933 no llegaron a tres meses de promedio de vida y desde septiembre de 1933 a diciembre de 1935 hubo doce gobiernos y se turnaron cinco presidentes con 58 ministros.

Frente a las reformas republicanas y frente al lenguaje y prácticas revolucionarias, el antirrepublicanismo, las posiciones antidemocráticas y la contrarrevolución crecieron a palmos y no sólo entre los sectores más influyentes de la sociedad como los hombres de negocios, los industriales, los terratenientes, la Iglesia o el Ejército. 

El golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936

Caída la Monarquía, tras los primeros meses de desorganización de las fuerzas de la derecha, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano. El estrecho vínculo entre religión y propiedad se manifestó en la movilización de cientos de miles de labradores católicos, de propietarios pobres y “muy pobres” y en el control casi absoluto por parte de los terratenientes de organizaciones que se suponían creadas para mejorar los intereses de esos labradores.

Dominada por grandes terratenientes, sectores profesionales urbanos y muchos ex carlistas que habían evolucionado hacia el “accidentalismo”, la CEDA, el primer partido de masas de la historia de la derecha española, se propuso defender la “civilización cristiana”, combatir la legislación “sectaria” de la República y “revisar” la Constitución. 

Cuando esa “revisión” de la República en un sentido corporativo y autoritario no fue posible efectuarla a través de la conquista del poder por medios parlamentarios, sus dirigentes, afiliados y votantes comenzaron a pensar en métodos violentos. Sus juventudes y los partidos monárquicos ya habían emprendido la vía de la fascistización bastante antes. A partir de la derrota electoral de febrero de 1936, todos captaron el mensaje, sumaron sus esfuerzos para conseguir la desestabilización de la República y se apresuraron a adherirse al golpe militar

El hundimiento del Partido Radical tras el escándalo del estraperlo dejó a la República sin centro político. No había derecha liberal y no se podía contar con las masas católicas para las reformas, por muy moderadas que esas fueran. Lo intentó Giménez Fernández con la política agraria y sólo duro medio año en el Ministerio de Agricultura, acusado por sus propios compañeros de partido “bolchevique blanco”. El año que la CEDA estuvo en el Gobierno, con esa coalición de republicanos de centro y derecha no republicana, es decir, de clases medias, burguesía terrateniente y campesinos propietarios, fue el más inestable de la República. Y eso que la mayoría de los sindicatos obreros estaban cerrados y una buena parte de la oposición socialista y de republicanos de izquierda en la cárcel. La República, por lo tanto, no pudo consolidarse desde arriba, fundamentalmente porque esos grupos no creían en ella y la coalición de Gobierno del segundo bienio se desintegró. En los primeros meses de 1936, el espacio político de la CEDA lo comenzaron a ocupar las fuerzas extraparlamentarias y antisistema de la extrema derecha.

3.- La guerra civil comenzó en octubre de 1934.

En realidad….

Lo que ocurrió en Asturias en octubre de 1934 fue un auténtico conato de revolución social. La insurrección comenzó en la noche del 5 al 6 de octubre cuando varios miles de militantes de las organizaciones sindicales ocuparon los puestos de la Guardia Civil de la cuenca minera, controlaron Avilés y Gijón, se apoderaron de la fábrica de cañones de Trubia y llegaron a ocupar el centro de Oviedo. Allí hubo enconadas luchas entre las fuerzas del orden y los revolucionarios en torno al Gobierno Civil, la Telefónica y la catedral. El comité regional de la Alianza obrera, dirigido por el socialista Ramón González Peña, coordinó a los numerosos comités locales que surgían en los diferentes pueblos y trató de dirigir el “orden revolucionario”. Se puso en marcha un rápido control de los servicios públicos y del transporte, de abastecimientos de las localidades sitiadas, se llegó en algunos sitios a suprimir la moneda oficial y aparecieron las primeras manifestaciones de violencia contra propietarios, gente de orden y el clero.

Para sofocar la rebelión, el Gobierno tuvo que recurrir a la Legión y a las tropas de Regulares de Marruecos. El ministro de la Guerra, el radical Diego Hidalgo, prescindió del jefe del Estado Mayor Central, el general Carlos Masquelet, y escogió al general Franco, con quien había asistido recientemente a unas maniobras militares en León, para coordinar las operaciones militares y la represión, lo cual convirtió a Franco durante unos días en el auténtico ministro de la Guerra.

Frente a la violencia revolucionaria, hubo también ejecuciones sumarias bajo la ley marcial. El balance más aproximado de víctimas da 1.100 muertos entre los que apoyaron la insurrección, unos 2.000 heridos y unos 300 muertos de las fuerzas de seguridad y del Ejército. En la represión inmediata, cientos de prisioneros fueron sometidos a palizas y torturas, un método en el que destacó el comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval, quien impuso un auténtico terror policial hasta que fue destituido en diciembre.

Con esa insurrección, los socialistas demostraron idéntico repudio del sistema institucional representativo que habían practicado los anarquistas en los años anteriores. El mismo anuncio de la revolución, condicionado a la entrada de la CEDA en el Gobierno, fue un método de coacción contra la legítima autoridad política establecida. Los socialistas, independientemente de las circunstancias que se aduzcan para su radicalización, rompieron con el proceso democrático y con el sistema parlamentario como método de presión para reconducir la política.

Plantear, sin embargo, que con la insurrección de octubre se rompió cualquier posibilidad de convivencia constitucional en España, “preludio” o “primera batalla” de la guerra civil, es situar a una insurrección obrera, derrotada y reprimida por el orden republicano, en el mismo plano que una sublevación militar ejecutada por las fuerzas armadas del Estado. La República siempre reprimió las insurrecciones e impuso el orden legítimo frente a ellas. Tanto anarquistas como socialistas abandonaron después de octubre de 1934 la vía insurreccional y las posibilidades de volver a intentarlo en 1936 eran prácticamente nulas, con sus organizaciones escindidas y muy debilitadas. A la derecha no republicana, sin embargo, octubre de 1934 le enseñó el camino. Siempre le quedaba el Ejército, la “columna vertebral de la Patria”, como la llamó por esos días José Calvo Sotelo.

Esa grave alteración del orden, como lo habían sido las insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933 y la rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la supervivencia de la República y del sistema parlamentario, demostraron que hubo un recurso habitual a la violencia por parte de algunos sectores de la izquierda, de los militares y de los guardianes del orden tradicional, pero no causaron el final de la República ni mucho menos el inicio de la guerra civil. Porque mientras las fuerzas armadas y de seguridad de la República se mantuvieron unidas y fieles al régimen, los movimientos insurreccionales acabaron sofocados fácilmente, aunque fuera con un coste alto de sangre. 

En los primeros meses de 1936, la vía insurreccional de la izquierda, tanto anarquista como socialista, estaba agotada, como había ocurrido también en otros países, y las organizaciones sindicales estaban más lejos de poder promover una revolución que en 1934. Había habido elecciones en febrero, en las que la CEDA, como los demás partidos, puso todos sus medios, que eran muchos, para ganarlas y existía un Gobierno que emprendía de nuevo el camino de las reformas, con una sociedad, eso sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada. El sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y, como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos agigantados. 

Nada de eso, sin embargo, conducía necesariamente a una guerra civil. Ésta empezó porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del Estado y del Gobierno republicano para mantener el orden. El golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936. La división del Ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo: hacerse rápidamente con el poder. Pero al minar decisivamente la capacidad del Gobierno para mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936, comenzó la guerra civil.

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Julián Casanova, historiador, es actualmente distinguished professor en el Weiser Center for Europe and Eurasia de la University of Michigan.

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