La alargada sombra de la censura
A principios del mes de julio de 2022, la cultura en Madrid vivió una amarga experiencia en materia de libertad de expresión y de creación. El dramaturgo Paco Bezerra, Premio Nacional de Literatura Dramática en 2009, vio cómo su obra Muero porque no muero, la vida doble de Teresa, era suprimida de la programación de los teatros del Canal por su dirección con el aplauso entusiasta de los representantes de Vox, que llevaban un tiempo exigiéndolo.
La justificación oficial se basó en motivos económicos y técnicos, negando que fuera un acto de censura o de desacuerdo con el contenido de la obra. Poco tiempo después, en octubre de ese mismo año, ocurrió algo parecido en el acto inaugural del Festival Eñe, en el que fue desprogramada la presencia de Bezerra, también por causas “técnicas”, lo que llevó a cinco editores a retirarse del mismo.
Tampoco fue censura, según las declaraciones oficiales que pudimos leer aquellos días. Ambos hechos se acompañaron de no pocas muestras de regocijo por parte de la extrema derecha. Una gran parte de la opinión pública vivió con cierta naturalidad ambas exclusiones, dando verosimilitud a las excusas. Otros lo vimos con una profunda inquietud que el paso del tiempo y recientes experiencias nos han venido a confirmar.
Soy de aquellos jóvenes que vivieron los años últimos de la dictadura franquista con plena conciencia de la realidad que nos rodeaba. De los que acabamos, a la fuerza, familiarizándonos con términos y conceptos de connotaciones especialmente sombrías: “depósito previo”, “secuestro de la tirada”, “detención preventiva por incumplimiento de la Ley de Prensa e Imprenta”, “cierre temporal de teatros”, “censura”, y un largo etcétera que afectaba directamente a la cultura.
Recordar las cabeceras de Hermano Lobo, Interviú, Triunfo, Cuadernos para el Diálogo o Destino, me lleva a otra memoria: la de noticias leídas o escuchadas en los medios resistentes de entonces alusivas a multas, cierres temporales, levantamiento de obras dramáticas, prohibiciones y ediciones de libros fuera de España (Si te dicen que caí, de Marsé, tuvo su primera edición en México), a presencias de periodistas y autores ante del Tribunal de Orden Público, a detenciones preventivas, a encarcelamientos, a algún cierre definitivo como el del diario Madrid, que tuvo como colofón el derribo de su sede.
Todo un menú de asaltos a la libertad de expresión y a derechos que, desde 1945, eran una realidad en la Europa democrática. Recuerdo, también, que aquella sociedad lo asumía como parte de una normalidad impuesta pero inevitable, integrada en un ecosistema construido a partir de los rescoldos jurídicos del fascismo, de partido único, sindicatos corporativos y absoluta ausencia de libertades.
Son advertencias que no debemos dejar de lado si escuchamos el catálogo de amenazas a la libertad de expresión que se vierten en los medios por parte de la extrema derecha
Es obvio que las nuevas generaciones carecen de esa memoria. Incluso puede parecerle surrealista mi recuento, como el relato de una pesadilla o como una suma de noticias de un mundo imposible. Creo, sin embargo, que no recobrarlas de vez en cuando es un mal remedio para subrayar la vitalidad de nuestra democracia.
En aquellos días de julio y septiembre de 2022, hubo, en torno a Bezerra, pronunciamientos de organizaciones profesionales y de colegas del mundo de la cultura que rechazaron firmemente las decisiones tomadas (y las excusas) por los políticos conservadores calificándolas, lisa y llanamente, de censura, hubo solidaridad, actos de apoyo, algún manifiesto.
Pero en el sector hubo también silencio, resignación callada y no pocas justificaciones comprendiendo o entendiendo las “razones técnicas” del político. La determinación del partido de la extrema derecha en Madrid y la cesión pusilánime de la mayoría gobernante en esa Comunidad, que aplicó la receta de Vox, no ha quedado ahí: marcó un camino a recorrer que tendría algunas paradas significativas tras las elecciones municipales y autonómicas, impregnando incluso la actual campaña, y extendiendo dosis de certidumbre sobre las consecuencias que tendría un gobierno de la derecha con el apoyo de la extrema derecha a nivel nacional.
A lo largo de los últimos dos meses, hemos conocido segundas, terceras y cuartas partes del “caso Bezerra”. Clásicos como Lope de Vega o Virginia Woolf han visto o bien amenazada la textualidad de su obra (primer caso) o directamente levantada de la programación de un teatro municipal una versión actualizada de Orlando (segundo caso); obras dramáticas que recuperan la memoria colectiva de la República, o cuestionan tradiciones alimentarias, o muestran una visión del mundo integradora y tolerante respecto a la sexualidad y a la identidad de género han sido suspendidas sin ningún miramiento por ese tándem político.
Incluso se han retirado comics en catalán, una lengua reconocida constitucionalmente, de una biblioteca pública de la Comunidad Valenciana. ¿Para cuándo la lista de libros a prohibir en las bibliotecas? ¿Para cuándo el veto a conferenciantes o autores que muestran una visión heterodoxa de la vida y de las relaciones interpersonales?
No son preguntas retóricas, son advertencias que no debemos dejar de lado si escuchamos el catálogo de amenazas a la libertad de expresión que se vierten en los medios por parte de la extrema derecha sin que desde la derecha convencional sean desautorizadas o condenadas con firmeza.
Es, por otro lado, evidente que las “razones técnicas o económicas” sólo tienen lugar y se aplican, curiosamente, en obras de inspiración abiertamente tolerante, culturalmente progresistas (incluso aunque el autor sea un clásico asentado en la historia literaria o cultural de nuestra lengua), críticas con la tradición y con planteamientos innovadores.
En el fondo, se trata de generar una normalidad en la que no sea un hecho extraño suspender o vetar obras dramáticas, prostituir o cercenar textos, o proscribir temas que cuestionen los principios y tradiciones que sustentan la visión de la derecha más rancia, principios que expanden un tufo predemocrático, de realidad en blanco y negro, que apesta.
Esa práctica censora puede confluir con la precariedad de amplios segmentos del mundo de la cultura, dependientes en muchos casos de contrataciones públicas o mixtas, y abrir una lamentable puerta a la autocensura, a la precaución, y, ¿por qué no?, al miedo.
Viene esto a cuento de una realidad que llama la atención: el silencio que mantienen, respecto a los actos censores, ciertos ámbitos del mundo cultural y significativas voces de la llamada intelectualidad, a la complacencia, casi complicidad, de sectores del periodismo que se autodefinen liberales pero que miran hacia otro lado ante noticias como las enunciadas más arriba, a la aceptación acrítica de las excusas que disfrazan lo que son, lisa y llanamente, actos censores.
Hace casi un cuarto de milenio, Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, afirmó: “quien desee derrocar la libertad de una nación debe comenzar por sojuzgar la libertad de expresión”. No es malo mantener vivo en nuestra mente ese sabio pensamiento. Sobre todo, cuando constatamos que en algunos países de la Unión Europea no son pocas las muestras de intolerancia, las pulsiones antidemocráticas y aliberales y las tentaciones autoritarias mostradas desde el poder. Cuidado.
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Manuel Rico Rego es escritor y crítico literario. Sus libros más recientes son el poemario Cuaderno de historia (Pre-Textos, 2021) y Diarios completos (Punto de Vista, 2022).