Sergio Ramírez Luis García Montero
Un soplo de aire fresco
El tiempo corre a un ritmo vertiginoso. Bueno, salvo alguna excepción. Que se lo digan a quien tiene que aguantar dos minutos haciendo una plancha lateral... Cada vez tenemos vidas más ajetreadas. Condensamos en doce meses lo que antes se hacía en un lustro. Queremos viajar, conocer otras culturas, descubrir qué hay más allá de nuestros ojos… Y es normal… Sabemos qué tipo de vida tenían nuestros abuelos: trabajar, trabajar, y por último, trabajar. Desde edades muy tempranas, además. Les admiro por su fortaleza. Al fin y al cabo, sacaron adelante un país en ruinas cimentado en la más absoluta miseria, donde escapar de su localidad natal para desarrollarse como persona sólo era posible si habían crecido entre algodones.
Desde hace unos meses tomo largos ratos a lo largo del día para interactuar conmigo misma. Antes también dialogaba con la única persona que me va a acompañar toda la vida, pero ahora se ha intensificado… Será porque tengo más tiempo “libre”. Los numerosos cambios que se han sucedido en este último año, y que aún estoy aprendiendo a digerir, están abriendo paso a los estímulos que guarda mi agitada cabeza, silenciados casi siempre por el frenético ritmo de vida al que estamos expuestos.
"Lo único que quiero es que seas feliz", me repetía constantemente el hombre de mi vida cuando era pequeña. Sería imposible contar el número de veces que las escuché. Mi padre me enseñó la importancia de la felicidad. ¿Por qué esa insistencia en ser felices? Para el psicólogo Michael Argyle “es parte de un síndrome mayor, que incluye saber elegir situaciones que nos recompensen, ver el lado positivo de las cosas y mantener una autoestima elevada”. Supongo que esta acertada y extendida teoría también la compartía mi padre, de ahí su reiteración. Porque, ser feliz o no, define las huellas de cada uno. Mi padre no quería que fuera feliz por serlo, sino por las consecuencias que implicaba: reírme, sentirme bien, estar a gusto… Aquí os confieso que de niña, todo eso me costaba.
El entorno que me rodeaba fue el motivo de mi infelicidad cuando mi estatura era similar a la de un minion. Aunque, para ser sincera, eso tampoco ha cambiado tanto. No recuerdo en qué momento, ni qué lo detonó, sólo sé que sufrí acoso escolar durante gran parte de la educación primaria. Desde los ocho hasta los doce recibía a diario todo tipo de insultos, burlas y humillaciones. Eres una niña y no entiendes nada, pero lo vives. Para mí era imposible ser feliz. Lo único que deseaba era crecer, lo más rápido posible, e irme a vivir a Madrid, mi ciudad soñada.
Durante la adolescencia, las cosas mejoraron un poco, pero no se arreglaron. Vivía en un pueblo no muy grande, con un sólo instituto en el que convergían los alumnos de los tres colegios. En una situación así, en un ambiente como ese, es muy complicado desprenderse de las etiquetas injustas y dañinas impuestas desde que tengo memoria. Es tan difícil, que nunca sucedió. Mi proyecto vital, mi clara vocación periodística, me impulsaba a seguir caminando, con la esperanza de poder ser yo misma algún día. Y ese día llegó. Terminé bachillerato con un nivel de ilusión que no había sentido en ningún otro capítulo de mi vida, porque significaba el fin de las etiquetas, y el principio de mi libertad.
A veces es tal la amalgama emocional que siento que me bloqueo involuntariamente, como ese caracol que se esconde tras su concha cuando le tocas los cuernos y no sale hasta que pasa la tormenta
12 uvas para mis 12 tesoros
Madrid se convirtió en mi hogar. También en mi Santa Claus, pues me regaló lo más valioso que tengo: mis amigos. Gracias a ellos he aprendido a estar conmigo misma, a disfrutar de mí, a no tener que modelar mi personalidad para agradar al resto. Recuerdo que cuando tenía 15 o 16 años, sentía un pavor extremo al acudir sola a un sitio. La angustia invadía mi cuerpo y no se iba. Ahora, amo los autoplanes. Me encanta ir al cine, a una cafetería, de tiendas, pasear… Y no me crean miedo, ni ansiedad, ni tristeza; todo lo contrario, los necesito para estar bien con el mundo, con mi mundo.
La aparición de estos doce tesoros supuso un punto de inflexión. Hilo tras hilo, me envolvieron en un manto de seda del que ya no quiero escapar. Con ellos es tan fácil perder la noción del tiempo… Te lo dice una experta, una graduada en despiste. Cualquier quedada es un cóctel perfecto. Y no un cóctel cualquiera, no. Me refiero a aquellos que tomas lentamente, saboreando hasta la última gota, como si fuera el último.
En definitiva, hay años y años. Aquellos que dan comienzo o cierran ciclos marcan especialmente, y este 2023 me ha tocado a mí. 2023 ha puesto fin a mi etapa universitaria, una etapa de luz que empezó cuatro años atrás. Reconozco que me daba mucho vértigo dar este inevitable salto. Me atemorizaba pensar que, con la distancia, los vínculos se enfriaran. Al fin y al cabo, nos hemos visto a diario desde 2019, hemos viajado por Italia, por Portugal, nos hemos reído a carcajadas, hemos llorado a moco tendido, cuatro de nosotros vivimos bajo el mismo techo (con todo lo que eso conlleva: tardes de juegos, noches de pelis, mañanas de churros...) Dejar esa zona de confort por algo incierto y desconocido me asustaba. De hecho, todavía estoy asimilando el giro de guion de mi 2023: casa, compañeros de piso, trabajo, pérdidas de gente muy importante... Entre ellos, mi (tío)abuelo, que nos dejó en abril de un día para otro (muerte súbita lo llaman). A veces es tal la amalgama emocional que siento que me bloqueo involuntariamente, como ese caracol que se esconde tras su concha cuando le tocas los cuernos y no sale hasta que pasa la tormenta.
Para construir el concepto de felicidad necesitamos saber qué nos hace infelices. Estoy convencida de que, si no hubiera experimentado la infelicidad, no sabría definir la felicidad. Porque hay tantos criterios de felicidad como habitantes de La Tierra, y el mío se llama amistad. Mis amigos son los responsables de la sanación de mis heridas, y de que vea la vida con ojos fuertes y valientes. Ahora sé que nuestra labor más valiosa es entendernos y priorizarnos. Pase lo que pase. Y algo fundamental: no dejar de ser nosotros mismos. Porque no hay traición mayor que la propia.
Desde luego, 2023 ha sido un año movidito. Y con esto me refiero también al maremoto político y bélico que, sin duda, nadie esperaba. Parece que el insulto se ha convertido en la única estrategia de los partidos, y las armas en la única vía para conseguir un trozo de tierra, sin importar las vidas que se pierdan por el camino. Me pregunto cuántas muertes harán falta para que alguien se dé cuenta de que por ahí no es. No sé cuándo reinará la cordura en este mundo de locos, que parece más bien una simulación de Alicia en el País de las Maravillas. Hasta entonces, sólo quiero agradecer a mis doce faros los pasos que han dado conmigo estos últimos cuatro años, y en especial, este último. Y, cómo no, brindo con ellos por un inminente y... ¡Feliz 2024!
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