Francia
El último secreto del 'caso Greenpeace'
“30 años después de lo sucedido, cuando se han calmado las ánimos, y también con la distancia que tengo respecto a mi vida profesional, creo personalmente que es el momento de manifestar mi profundo pesar y de mis presentar mis disculpas. En primer lugar, a la familia de Fernando Pereira, sobre todo a su hija Marelle, por lo que yo denomino una muerte accidental y que ellos consideran un asesinato. También quiero pedir perdón a los miembros de Greenpeace que se encontraban aquella noche a bordo del Rainbow Warrior. Y, a continuación, al pueblo neozelandés que, no hay que olvidarlo, es un país amigo y aliado, en donde llevamos a cabo una operación clandestina inapropiada”.
Se trata de un gesto sin precedentes mediante el que un hombre de los servicios secretos no solo ha decidido salir del anonimato, en el que ha permanecido en todo momento, sino que acaba de pedir perdón a las víctimas por una operación clandestina ordenada por el poder político. Jean-Luc Kister, de 63 años, que dejó el Ejército francés en 2000, con el grado de coronel, en 1985 era capitán y miembro de la unidad de submarinismo del Servicio de Acción de la DGSE, en esa época con base en Aspretto (Córcega). Por razones de su cargo, era el encargado del equipo que puso, en la noche del 10 de julio de 1985, dos cargas explosivas en el casco del Rainbow WarriorRainbow Warrior, atracado en el puerto de Auckland, al norte de Nueva Zelanda.
Este equipo, el tercero, era el último eslabón de la cadena del dispositivo concebido para ejecutar la orden política de hundir el barco de Greenpeace. Los otros dos equipos habían recibido órdenes de dirigir a Nueva Zelanda el equipo de inmersión, los explosivos y los detonadores (el primero de ellos) y de coordinar el conjunto de la operación, garantizar las conexiones, ocuparse de los desplazamientos y de encargarse de las últimas tareas de observación (el segundo equipo).
El primero era el del velero Ouvéa, que se hizo de nuevo a la mar en vísperas del atentado, procedente de Nueva Caledonia, cuya tribulación estaba compuesta por un patrón que trabajaba para la DGSE, el doctor Xavier Maniguet y tres suboficiales que navegaban con identidad falsa, procedentes de la misma unidad de submarinistas que Jean-Luc Kister. En cuanto al segundo, reagrupaba a los oficiales de mayor rango, los comandantes Louis-Pierre Dillais y Alain Mafart, también parte de los submarinistas de la DGSE, así como a otra agente secreta, la capitana Dominique Prieur. Estos últimos eran conocidos como el falso matrimonio Turenge, tras ser detenidos bajo una identidad suiza falsa.
Junto con su compañero submarinista, un suboficial –el adjunto Jean Camas, su homólogo, alias Camurier, Jean-Luc Kister, alias Tonnel, dirigía el tercer equipo, el encargado de la última fase de la misión: hundir el Rainbow Warrior. Este último eslabón incluía a un tercer hombre, responsable de transmitir y de recuperar acto seguido el material (equipo, explosivos) necesario para los dos submarinistas, de llevarlos y después de recogerlos en una Zodiac en el punto de inmersión. Este submarinista, conocido como Pierre el marino, era el capitán Gérard Royal, quien se da la circunstancia que es uno de los hermanos de Ségolène Royal, actual ministra de Ecología.
Así, en total, incluyendo al capitán Christine Cabon (alias Frédérique Bonlieu), encargado de llevar a Greenpeace a Auckland meses antes, así como el reemplazo (en el anonimato) del capitán Kister –por si este sufría algún tipo de indisposición de última hora–, la operación contó con al menos 12 agentes de la DGSE, los servicios secretos franceses, movilizados sobre el terreno, en Nueva Zelanda. A pesar de las precauciones que se tomaron con el fin de evitar “cualquier daño colateral”, según el eufemismo empleado para hablar de muertos o de heridos, y a pesar de la profesionalidad de sus ejecutores –como se desprende de la trayectoria profesional posterior del coronel Kister–, la operación fue un fiasco.
El Rainbow Warrior efectivamente se hundió, pero un hombre perdió la vida en esta operación, el fotógrafo Fernando Pereira. El escándalo mundial que desencadenó el atentado y las sospechas que recayeron sobre los servicios secretos lo convirtieron en una causa de Estado en París. Alcanzó a la presidencia de François Mitterrand y le obligó a desprenderse de su fiel ministro de Defensa, Charles Hernu, y desencadenando la dimisión del jefe de la DGSE, el almirante Pierre Lacoste.
El jefe del tercer equipo de los submarinistas de combate
Sin embargo, poco faltó para que la estrategia de la mentira, asumida por el presidente de la República, prevaleciera. De no haber sido por las revelaciones publicadas en Le Monde, que llevaban mi firma y la de Bertrand Le Gendre, el 17 de septiembre de 1985, que informaban de la existencia del tercer equipo de submarinistas, encargado de instalar las dos cargas explosivas, habría seguido imponiéndose la leyenda de una simple misión de vigilancia común de la DGSE, con la complicidad de los adversarios mediáticos del periodismo de investigación.
Además, a pesar de que el primer ministro de la época, Laurent Fabius (actual ministro de Asuntos Exteriores), reconoció de forma oficial la responsabilidad francesa, diferentes medios de comunicación del gobierno o de la jerarquía militar se obstinaron, en los años posteriores, en cuestionar, relativizar o desacreditar las revelaciones de Le Monde. Este triunfo de la verdad de información sobre la mentira del gobierno, símbolo del papel del contrapoder de una prensa independiente, suponía un ejemplo peligroso que había enterrar a cualquier precio, bajo la confusión, o ensuciar, mediante los rumores.
30 años después, las declaraciones del coronel Kister acallan a todos estos malos perdedores. La confirmación de las revelaciones de 1985, hasta el más mínimo aspecto, demuestran hasta qué punto la existencia del tercer equipo fue la clave en el caso Greenpeace, la única pieza que podía hacer caer el castillo de naipes de la mentira oficial. Pese a todo, esta entrevista concedida a Mediapart supone un epílogo que nunca llegué a imaginar, aunque, en el fondo, haya hecho todo lo posible para que se estableciese la confianza que la ha hecho realidad, diferenciándose desde un primer momento entre la responsabilidad primera de los responsables políticos, que dieron las órdenes, de la secundaria, la de los ejecutantes militares.
Porque este encuentro representa un escenario improbable. Para un espía de los servicios secretos, obedecer las órdenes del Gobierno para llevar a cabo acciones ilegales –en este caso, una acción de terrorismo de Estado en un país amigo y aliado– reposa sobre un pacto de confianza: la garantía de que su verdadera identidad nunca se desvelaría, pasara lo que pasara, en resumen, que todo se ocultaría como si nunca hubiese ocurrido. Ahora bien, el coronel Kister, el responsable del equipo, opta por explicarse ante el periodista que simboliza la ruptura de dicho pacto, aquel cuyas informaciones sobre el papel fundamental desempeñado en el atentado pudo suponer, en el momento de los hechos, un peligro para su seguridad.
Sus motivaciones son dobles. A los remordimientos de un militar que, según sus propias palabras, soporta el peso de “la muerte de un inocente sobre su conciencia”, se suma la preocupación de defender el honor de su unidad frente a la inconsciencia de los políticos que la arrastraron en esta operación “inoportuna”. Los más jóvenes o los pocos familiarizados con este lejano caso se sorprenderán sin duda al saber que los espías encargados de llevar esta operación clandestina habían propuesto soluciones menos radicales para cumplir con el objetivo de su misión, que era la de obstaculizar la campaña marítima de Greenpeace contra los ensayos nucleares subterráneos franceses, que se llevaban a cabo en el atolón de Mururoa. Esto no hace sino incrementar la responsabilidad del que dio la orden, a través de su jerarquía militar: el poder político de la época.
En su testimonio, el coronel Kister narra la sorpresa de los espías de la DGSE al tener conocimiento de que su objetivo era un símbolo de la sociedad civil y, sobre todo, al comprender que los que daban las órdenes descartaban cualquier otro medio que el atentado para neutralizar el Rainbow Warrior, tras rechazar el resto de escenarios operacionales sugeridos. Esta decisión, que emana de las autoridades políticas, se encuentra en el origen del drama:
“Existía voluntad, al más alto nivel, a la hora de decir: no, no, esto tiene que acabar definitivamente, hace falta tomar medidas más radicales. [...] Se nos dijo: no, hay que hundirlo. Llegado ese punto, bueno, está claro, para hundir un barco hay que hacerle un agujero dentro. Y existen riesgos. Se recuerda que había que correr riesgos porque desconocíamos quién podía estar detrás... En todo momento, y hasta el último momento, debo decir que los responsables de los equipos trabajamos para que no se produjesen daños colaterales. Y la planificación dirigida a evacuar el barco para que no hubiese nadie, con un cierto lapso de tiempo limitado entre las dos explosiones, se hizo a toda prisa también para evitar que alguien volviese al barco. Finalmente, parece que Fernando, que era un profesional y le daba mucha importancia a sus cámaras, regresó [al barco] y se vio sorprendido por la segunda deflagración que debía volcar el barco. Y murió ahogado”.
Desde entonces, Jean-Luc Kister, el submarinista que, junto con su compañero, colocó las cargas explosivos en el casco del Rainbow Warrior, por la noche, en el puerto de Auckland, tres horas antes de que explotasen, vive con el recuerdo de esa muerte. Porque se trata de una muerte que habían querido evitar, al elegir bien las dos explosiones, la más fuerte en primer lugar para obligar a evacuar el barco, la segunda –ocurrida entre tres y cuatro minutos después–, para concluir el trabajo hundiendo el navío, pero también porque el fallecimiento de Fernando Pereira resume la sinrazón de la misión que les había sido confiada, este acto criminal contra un movimiento pacifista.
“La muerte de un inocente pesa sobre mi conciencia”
“Efectivamente, asumo la responsabilidad”, confía en un primer momento Jean-Luc Kister tras pedir perdón y expresar su pesar. “Me limité a cumplir órdenes. Cumplí con mi obligación, la obligación que me impusieron las autoridades políticas”. Después, cuando, al recordarle nuestro primer encuentro en 2012, a iniciativa suya, le pregunto por qué la muerte de Pereira parece atormentarle como un fantasma, rompe el armazón de la disciplina:
“No diría que me persiga como un fantasma, pero hay que tener en cuenta que somos militares, que hemos dedicado nuestra vida a velar por la seguridad de nuestros conciudadanos, a la patria, y que no somos –aunque a veces, muy pocas, se nos autorice a matar– asesinos a sangre fría. No somos asesinos y tenemos conciencia. Y esta conciencia... Efectivamente, el tiempo contribuye, como digo, a calmar los ánimos, también mi cabeza, pero mi conciencia me dictaba pese a todo que debía pedir perdón, explicar, tratar de explicar porque entiendo perfectamente que para las víctimas es muy difícil de entender mis explicaciones más o menos técnicas. Pero lo que se debe saber es que no somos asesinos a sangre fría”.
Como periodistas, nos encontramos siempre desplazados. No solo en el sentido prosaico de estar inmersos en diferentes formas de vida, de tierras y de culturas distintas a las propias, sino también, más esencialmente, con la esperanza de que nuestras informaciones acaben con los prejuicios, giren las miradas y cambien las situaciones. El encuentro con Jean-Luc Kister supone buen ejemplo de ello, de cómo el periodismo también puede producir este gesto sin precedentes, las excusas públicas de un espía secreto francés en una cadena de televisión extranjera.
El encuentro que el hombre que hundió el Rainbow Warrior mantuvo con los colegas de Sunday, el programa de investigación de la TVNZ, la televisión pública neozelandesa, llega tras la publicación de un libro, aparecido en junio pasado. “Decidí romper el silencio un poco a mi pesar ya que su último libro La Troisième Équipe [El tercer equipo] ha reabierto el debate...”, confía Jean-Luc Kister. “Al principio era muy reticente...” añade. Después, se comprende tras escucharlo atentamente, que, aunque habla en su nombre propio, también manifiesta los sentimientos compartidos por el resto de actores de la operación, incluso por el servicio del que formó parte quien, quizás, quiere aprovechar la ocasión para saldar así de forma definitiva un asunto sucio que manchó durante mucho tiempo su reputación.
“Me hicieron comprender que sería mejor hablar cara a cara, que pudiera expresarme antes de que otros se expresaran por mí”, confía Jean-Luc Kister. “Así que me dije que también era una oportunidad para mí, para con el pueblo neozelandés, Greenpeace, la familia de Fernando Pereira, de presentar mis disculpas. A título personal, porque solo hablo por mí, pero estoy seguro de que todos los actores de esta operación comparten mi mismo sentimiento. Quizás menos fuerte porque yo tengo la muerte de un inocente sobre mi conciencia y eso pesa, qué duda cabe”.
El coronel Kister, que reconoce haber avisado al menos a uno de sus “colegas” todavía en activo, aprovechó la publicación de La Troisième Équipe para ejercer lo que denomina “derecho de réplica”. Desde Auckland, Chris Cooke, el productor de Sunday, desencadenó el proceso a finales de junio pasado. Informado de la aparición de mi libro, me contactó por mail, después recibió el libro traducido al inglés. Tras dos documentales aparecidos, uno de 2005 (de cuatro episodios: aquí el puede ver el primero, aquí el segundo, el tercero y el cuarto), el otro de 2010 (aquí, con subtítulos en francés), el equipo de Sunday intentaba dar en vano con los que pusieron las bombas. Cooke se sorprendió al conocer que opté voluntariamente por no revelar las identidades de los dos miembros del tercer equipo, aunque los conocía y los mencioné en mi blog (en francés), en enero de 2013, en plena batalla por la verdad en el caso Cahuzac.
Al responderle que esta decisión estaba en el centro de mi propósito –un alegato por los ejecutantes que se vieron condenados, una acusación contra el presidencialismo que evitó la condena–, le precisé que Jean-Luc Kister no se escondía, como se puede comprobar en el perfil que mantiene en la red social profesional LinkedIn (en el que ha suprimido parte de su pasado como NDC, submarinista, por sus siglas en francés). De este modo, entraron en contacto y, a su vez, el coronel Kister me llamó a mi móvil el lunes 27 de julio.
De nuestro encuentro de 2012 a las excusas públicas de 2015
Nos vimos el jueves siguiente, el 30 de julio. Era nuestro segundo encuentro, tras el mantenido el viernes 13 de enero de 2012, en Túnez, en plena efervescencia postrevolucionaria. Entonces, trabajaba para el departamento de seguridad de las Naciones Unidas, el UNDSS, quien fuera su empleador de 2000 a 2014, en Irak, Líbano, Kurdistán, Burundi, Túnez...– y acababa de escucharme en una radio local hablar de la libertad de prensa y del derecho a la información, razón por la que había viajado a un encuentro de medios de comunicación tunecinos. De regreso a mi hotel, encontré, bajo la puerta de la habitación, una pequeña nota en la que se me invitaba a una llamar a un tal “Mr Jean Luc”, sin más detalles.
Si he guardado esta nota es porque materializa esta relación inesperada entre dos hombres que, pese a tener la misma edad, nunca debieran haberse cruzado porque uno y otro nadábamos en aguas opuestas –en el del secreto de Estado, el derecho a saber–. Jean-Luc Kister quería una explicación “de hombre a hombre”: me consideraba sospechoso de haber revelado su identidad en 1985, o más bien de haberlo lanzado a los leones... Creo haberle demostrado entonces que no era así, al contrario, defendí a los ejecutores. De hecho, en las columnas de Le Monde donde trabajé hasta 2005, solo hablamos de “Jean-Luc K.” en agosto de 1986, después de “Jean-Luc Kyster” (con una ortografía incorrecta) en septiembre de 1987. Aunque discretamente, lo hicimos, ya que esta precisión factual de los hechos nos permitía reafirmar la realidad del tercer equipo que en 1990 aún, sobre todo en las páginas de Le Figaro, algunos se obstinaban en cuestionar.
La necesidad de escribir Le Troisième Équipe nace de este encuentro y de lo que me enseñó: la frustración de los actores de una operación demencial –o más bien diabólica, si tenemos en cuenta su nombre en código oficial: operación Satanic u operación Satanique, según las versiones. No se llevó a cabo una investigación por una prohibición política, llevaban solos todo el peso cuando los gobernantes en el poder en aquella época –sobre todo François Mitterrand, jefe de los ejércitos–, se deshizo de ello lo antes que pudo, sin rendir cuentas ni dar explicaciones. Este libro ha dado como frutos dos entrevistas, una concedida a Mediapart y la otra, a Sunday ( que se puede ver en este enlace), difundidas simultáneamente, el domingo 6 de septiembre de 2015, a ambos lados de las antípodas.
Ahora, convertido en consultor independiente en materia de seguridad, el coronel Jean-Luc Kister se dispone a poner rumbo a otras misiones en el continente africano donde tanto ha trabajado. Si hay algo que reivindica es el hecho de haber seguido sirviendo en la unidad de submarinismo que a punto estuvo de disolverse tras el fiasco del Rainbow Warrior. Ahora tiene su base en Quélern, en BRetaña [norte de Francia], y ha sido su máximo responsable (aquí puede verse una película sobre la instrucción de los submarinistas, realizada por un submarinista formado por él). En esta época, en 1994, fue nombrado caballero de la Legión de Honor, en presencia de Bob Maloubier, el legendario fundador de la unidad de submarinismo del SDECE, antecesor de la DGSE.
“Nunca se deja del todo los servicios de inteligencia”. Esta sabia afirmación figura en la contraportada de las memorias de Robert, conocido como Bob Maloubier, L'Espion aux pieds palmés. Fallecido en abril de 2015, este personaje de novela, que empezó como agente secreto francés del SOE británico durante la Segunda Guerra Mundial, se interpretó a sí mismo en 2010 en Film Socialisme, una película de Jean-Luc Godard. Su relato autobiográfico concluye con este rodaje, abruptamente interrumpido por la noticia del fallecimiento repentino, durante un vuelo sobre un glacial, del que consideraba a su “hijo espiritual”: Xavier Maniguet, el patrón del Ouvéa...
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En esta historia improbable, hay una ironía final. Alain Mafart, el que fuera coordinador de la operación clandestina de Nueva Zelanda, fue detenido por la Policía de Auckland, así como su falsa esposa Turenge, Dominique Prieur. Primero fue encarcelado en el país, después quedó retenido en el atolón polinesio de Hao, y no regresó a Francia hasta diciembre de 1987. Ocho años después, en 1995, abandonó el ejército para dedicarse a su verdadera pasión que convertiría en su nuevo oficio: la fotografía de animales. En suma, la naturaleza, su conservación, su diversidad, en pocas palabras, la ecología.
Esta investigación se publicó en Mediapart a las 07:30 de la mañana del domingo 6 de septiembre, hora de París, con el fin de respetar la decisión del coronel Jean-Luc Kister de dirigirse a los ciudadanos del país en el que se cometió el atentado contra el Rainbow Warrior, Nueva Zelanda. La hora se acordó junto con TVNZ, la televisión pública neozelandesa, que anunció en su telediario, la entrevista concedida por el coronel Kister al programa Sunday (que se puede ver aquí, emitida a las 19 horas hora local en Auckland (las 9 de la mañana en París).
Traducción: Mariola Moreno