El futuro de la izquierda
El ‘camarada’ Meyer y la unidad popular
Quedan pocos días para una fecha crucial para España y también para muchos europeos, después de que la Unión Europea gobernada por Alemania y los bancos acallara a Grecia y cuando vuelven a surgir los monstruos del odio en todo el continente.
Por fin puede que cambien las cosas para los que han sufrido el ninguneo de los que mandan sobre sus vida, el señor del banco que los desahució, los jefecitos del trabajo que seguían de copas y les explicaban con “harto dolor de corazón” que tenían que echarles o rebajar sus sueldos. Un cambio para los ancianos que esperan meses para ser operados, las abuelas que comparten pisos y pensiones con los hijos que volvían a casa porque no llegaban a fin de mes, o de los que se iban a buscar trabajo a Londres o Berlín. Mientras tanto, los que gobernaban subían el IVA, votaban [PSOE y PP] el artículo 135 y por supuesto les amordazaban si se atrevían a quejarse. Por fin, de la mano de una gran confluencia popular en torno a Pablo Iglesias, Ada Colau y muchos más, los sueños de las mareas ciudadanas multicolor que tanta envidia provocaron en Europa pueden volver a hacerse realidad.
Hay que entender la importancia del 20-D y la responsabilidad que cada uno tiene frente a esa fecha. Recordemos lo que ha cambiado en el campo de los que queremos una transformación social y ecológica en favor de la gente.
Todo se ha acelerado en muy poco tiempo. Hace apenas dos años, como representante de una fuerza francesa amiga y residente en España, fui citado por Willy Meyer para acudir a la fiesta del PCE. No conocía muy bien las fiestas del PCE ni al "camarada Meyer”, pero su recorrido me inspiraba mucho respeto. Alguien que ha conocido la clandestinidad, los calabozos y ha sentido sobre su cuerpo los golpes del torturador franquista Billy el Niño solo puede inspirar respeto. ¿Por qué quedaba el camarada responsable internacional de IU con un insignificante profesor francés instalado en Madrid? Resulta que se me había ocurrido organizar un acto entre dos jóvenes promesas de la izquierda europea, Alberto Garzón, que atraía todas las miradas en aquella época, y François Delapierre, exsocialista al que todos admiraban en el campo de las fuerzas transformadoras.
El “camarada Meyer” no había sido informado “debidamente” y, como vigilaba muy de cerca todos los movimientos del joven Garzón o de los que como yo procedían de fuerzas no comunistas, intentó vetar el acto. Me acuerdo de la escena, en un municipio de la periferia de Madrid, sentados en esas sillas de jardín blancas de las que hay en las cafeterías de pueblo, aunque en las del PCE se han sentado tantos republicanos, antifranquistas clandestinos y mujeres luchadoras que las sillas se han hecho sillones con el peso de la historia. Ahí iba yo a negociar mi acto, a que la burocracia del aparato autorizara un modesto encuentro entre un francés desconocido y Garzón. Por supuesto, tuve que humillarme y aceptar sus condiciones: Meyer nos estropeó el encuentro imponiendo un presentador elegido entre su corte de burócratas del que ni quiero acordarme. Ese fue mi primer contacto con la dirección de Izquierda Unida como activista francés en España.
Hay que recordar lo que era Izquierda Unida en aquel momento, el centro de todas las miradas, la herramienta hacia la que se giraban todos los que pensaban que un cambio era posible. Acariciaba en los sondeos entre un 15% y un 17% del voto y se le abrían unas perspectivas enormes de cara a las elecciones europeas. En estas citas bilaterales, entre “aliados”, siempre hay un intercambio de análisis sobre la situación del país de cada uno. Por mi parte, le comenté a Meyer que en Francia y Europa se esperaba mucho del resultado de esas elecciones europeas en España. Me quedé atónito cuando me libró su visión de la situación. “Yo no me creo las encuestas. Con un 10% nos conformamos, será un resultado mucho mejor que en las anteriores”. Yo no entendía cómo era posible que de ese contexto tan positivo, una fuerza supuestamente “revolucionaria” no estuviera dispuesta a poner en marcha todas las opciones para conseguir superar el bipartidismo. ¡No! La idea era obtener un “buen resultado”, un 10%, el resultado de una fuerza que solo se concibe como marginal. Poco tiempo después, la cúpula de IU abortó con arrogancia la negociación con las plataformas sociales y partidos que se querían agregar al mapa político de 2014 y se replegó sobre ese horizonte del 10% y una lista encabezada por Willy Meyer.
No entender la importancia de esa ruptura es no entender nada de lo que ha sido la política española desde entonces. En ese contexto nació Podemos y en unos meses consiguió casi el mismo resultado que IU. Meyer obtuvo su 10% porque, con su experiencia, había puesto en primera fila de la campaña a jóvenes figuras trasversales que no entraban en los puestos elegibles, por supuesto, como el activista Javier Couso o la joven “exiliada” en Berlín Lara Hernández. Pero ya nadie pararía a Podemos y su despegue. Esa época nos parece hoy la prehistoria en blanco y negro, está sobrepasada: como el debate Sánchez/Rajoy, cuyos códigos son propios de Cuéntame como pasó.
Desde aquel 25-M han cambiado cosas en todos los partidos: la aceleración de Podemos y la victoria de las candidaturas municipales han forzado un cambio en IU, que seguramente no se habría producido sin esos avances. Muchos pensaban que, por fin, la experiencia de una antigua organización juntándose con la capacidad de conmover a una amplia mayoría social de Podemos podría tener sentido. Salió por fin en primera fila Alberto Garzón, el que era hasta ahora el opositor interno a los bloqueos propios del PCE. Pero salía tarde y muy tocado: ni siquiera hizo campaña con Manuela Carmena, no pudo quitarse de encima a la vieja guardia que sigue copando la dirección (Reneses, que tapó el caso de las tarjetas black, y el propio Willy Meyer, que en teoría había sido eliminado, pero siempre está ahí y forma parte hoy en día del equipo del candidato).
Poco a poco, Izquierda Unida se ha vaciado de los que aportaban novedad, de los más atrevidos y brillantes que tanto se sacrificaron: Hugo Martínez Abarca, Jorge García Castaño, la propia Tania Sánchez o más recientemente Raúl García, Carlos Martínez Núñez y tantos y tantos más. Uno de los fundadores de IU, el hombre que pensó antes que nadie que algo grande se jugaba en Europa y en España, Manolo Monereo, al que Pablo Iglesias siempre supo escuchar e interpretar, estaba hace unos días en la Caja Mágica, lejos de los mítines de IU.
Lo más triste para toda esta gente que forma parte de esa gran tradición y que se pasa la vida en manifestaciones y luchas en la calle es que se le prohibió formar parte de la remontada, de juntarse a la locomotora ilusionante que ha formado Podemos con Barcelona en Comú, ICV, Anova, Equo, Compromís y curiosamente hasta dos federaciones como EUiA y Esquerda Unida. Muchos de los que hemos participado en las negociaciones estatales, sabemos que había un principio de acuerdo entre Alberto Garzón y Pablo Iglesias. Pocos, salvo Juantxo Uralde, de Equo, que fue como yo testigo de ello, contaron lo que pasó. Desde dentro de IU, se hizo presión para que fracasara el acuerdo, exigiéndole a su candidato que planteara a Podemos garantías absurdas, un órdago extraño por parte de una organización que se había equivocado en todo hasta ese momento. Desde de la dirección, se presionó al candidato Garzón para que una vez más diera marcha atrás. Y él acató.
La historia pone a cada uno en su sitio. El partido del cambio se juega ya muy lejos de la calle Olimpo. Se juega con ilusión, con discursos nuevos, con alcaldes y alcaldesas del cambio, se juega en color morado.
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A la vieja guardia del aparato, la historia la sigue poniendo en un sitio parecido al de siempre aunque menos confortable, en los pasillos de la dirección de lo que fue un gran partido. Seguramente con sus redes y apoyos, ha sido, una vez más, la que exigió que la organización fuera contra el sentido del tiempo y de la historia. Pero no seamos demasiado duros con el aparato oxidado, el que sigue mandando de verdad. Al final, todo esto, esta aceleración, la ilusión de ver a una España pintada en morado rozando la posibilidad de un cambio real, se lo debemos a él. Sin su capacidad para no cambiar nunca nada, no hubiera cambiado nada.