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Los ocho de Airbus

Huelga no es delito

Almudena Grandes

Texto íntegro de la intervención de la escritora Almudena Grandes, conductora del acto en solidaridad con ‘Los ocho de Airbus' celebrado este martes en el Auditorio Marcelino Camacho de Madrid.Los ocho de Airbus

Huelga no es delito.

Parece mentira que una afirmación tan obvia, tan indiscutible para cualquier ciudadano de un país democrático, sea el lema que nos convoca aquí, esta tarde del 19 de enero de 2016. Parece mentira, y sin embargo, no es extraño, porque las cosas no pasan por casualidad.

En la última década del siglo XX empezaron a contarnos que la Historia se había acabado, que izquierda y derecha eran palabras huecas, conceptos anacrónicos de un mundo caduco que no significaban nada en la nueva era de la globalización. Esa tesis arraigó tan profundamente que algunos líderes emergentes de hoy mismo la siguen repitiendo en la menor ocasión.

El siglo XXI estrenó una brutal campaña de descrédito del movimiento sindical, al que se pretendió identificar con los fósiles de las eras pretéritas, un vetusto residuo del siglo XX que no tiene sentido en la nueva sociedad del emprendimiento y el autoempleo, del trabajo escaso y las soluciones imaginativas. Mientras tanto, la publicidad empezó a animarnos a ser creativos, personales, originales, únicos. A convencernos de que somos libres. Libres para escoger el color de la carcasa de nuestro móvil entre tres mil quinientos tonos diferentes, libres para comprarnos un coche que aparca solo, libres para hacernos nuestro propio pastel, en nuestra propia taza, en nuestro propio microondas, en lugar de hacer un gran bizcocho para colocarlo en el centro de la mesa, como antes. Así han conseguido que nada esté tan pasado de moda como parecerse a los demás, reconocerse en ellos, vincularse a los otros. Ningún verbo es hoy menos glamuroso que compartir, nada nos resulta tan odioso como ponernos un uniforme. Pero en el reino de las apariencias, nada es en realidad como parece.

Hace muchos siglos, en las postrimerías del Imperio Romano, mientras los bárbaros se amontonaban en el Este para presionar simultáneamente en todas las fronteras como si fueran refugiados de ahora mismo, los privilegiados de entonces pensaban en las musarañas y se enredaban en complejísimas cuestiones teóricas que no resolvían ningún problema, como si fueran eurodiputados de ahora mismo. Un buen día, un senador tuvo una idea. ¿Por qué no uniformamos a los esclavos?, propuso. Así, en cualquier altercado podríamos distinguirlos de los hombres libres, no tendríamos que confirmar su condición y todo sería más fácil. ¡Ah!, pues sí, exclamaron varios de sus compañeros, ¡qué buena idea!, hasta que tomó la palabra un senador que pensaba más y mejor que ellos. Pero, ¿estáis locos?, les preguntó. Si uniformamos a los esclavos, van a saber cuántos son, y cuando descubran que son muchos más que nosotros, estaremos perdidos.

Los esclavos descubrieron cuántos eran aunque el Senado no les obligara a vestir un uniforme. La conciencia de su número, de su fuerza, fue el primer paso del camino hacia su emancipación. Hace mucho menos tiempo, ese gran uniforme colectivo que aún llamamos conciencia de clase, transformó las sociedades de todo el mundo. El movimiento sindical fue la herramienta más poderosa de ese proceso. Las huelgas más pequeñas, más remotas, más insignificantes empezaron a desarrollar consecuencias arrolladoras en fábricas cuyos obreros ni siquiera sabían cómo se pronunciaba el nombre de las ciudades donde se habían producido. Y los poderosos del mundo volvieron a estar perdidos.

Ahora, quienes estamos perdidos somos nosotros. El presunto fin de la Historia y el descrédito del movimiento sindical trajeron consigo la absoluta desorientación de la izquierda, que en algunos países se ha diluido, en otros se ha suicidado, y en casi todos ha sido incapaz de comprender los profundos cambios de la realidad que nos ha tocado vivir. La consecuencia de todo esto ha sido la destrucción total y sistemática de las trincheras donde nuestros antepasados podían parapetarse para resistir. Una vez culminada, allanado el terreno como si le hubieran pasado un bulldozer por encima, nos declararon la guerra y no encontramos la manera de organizarnos para resistir.

Porque lo que llamamos crisis ha sido una guerra, y la hemos perdido. Una guerra de los especuladores financieros contra la soberanía de las democracias, cuyo botín han sido los derechos y las libertades que nos han arrebatado medidas como la Reforma Laboral o la Ley Mordaza. Una guerra que ha empobrecido a la inmensa mayoría de los españoles para que un dos, un tres por ciento de la población, los que ya tenían más que todos nosotros juntos, se hayan vuelto más ricos todavía. Una guerra en la que nuestros gobernantes se han aliado con el enemigo en contra de los intereses de sus propios ciudadanos, traicionando vilmente su compromiso con el pueblo al que deberían haber defendido. En el siglo XIX habrían cometido un delito de lesa traición. Ahora sacan pecho y hablan de responsabilidad, de sentido del estado.

Por eso estamos hoy aquí

. Por eso, aunque parezca mentira, nos hemos reunido esta tarde para gritar que hacer huelga no es delito, que no puede serlo, que nunca lo será. Parece mentira, pero hace falta gritarlo, rebelarse contra la injusticia, contra la barbarie que se pasea entre nosotros disfrazada con la toga y la peluca de las personas de orden. Porque casos como el de los compañeros de la fábrica de Airbus en Getafe, para quienes la Fiscalía se atreve a pedir ocho años y tres meses por haber formado parte de un piquete en la huelga general de septiembre de 2010, son más que un disparate, más que un exceso, más que una arbitrariedad. La criminalización del derecho de huelga es un atentado contra nuestra civilización, una agresión a la libertad presente y futura de cualquier trabajador, un túnel tenebroso que pretende devolvernos a la oscuridad sin forma en la que los esclavos no llevaban uniforme.

Las leyes injustas no son legítimas. El nuevo Código Penal español es una ley injusta y es preciso denunciarlo, combatirlo, oponerse a sus efectos. Un trabajador que defiende sus derechos no puede ser considerado un delincuente, sino un ciudadano consciente, incluso ejemplar para todos los demás.

Por eso, queremos empezar este acto con dos protagonistas directos de la acción sindical, dos sindicalistas que viven cada día el conflicto social y la defensa de los intereses de los trabajadores, algunas veces en la mesa de negociación, otras en la acción reivindicativa y la movilización. Los medios de comunicación, fascinados por los peinados de los diputados, no suelen prestar mucha atención a su trabajo. Quizás por eso, un fiscal ha querido atribuirles un indeseado protagonismo, criminalizando su tarea y exigiendo para ellos elevadas penas de cárcel por ejercer un derecho constitucional.

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Como broche final del acto, Almudena Grandes añadió lo siguiente: 

Toxo y Méndez: “La ofensiva contra el derecho de huelga ha sido impulsada por el Gobierno”

Toxo y Méndez: “La ofensiva contra el derecho de huelga ha sido impulsada por el Gobierno”

Al tomar la palabra sobre este escenario, he empezado diciendo que huelga no es delito. Quiero repetirlo ahora, cuando este acto llega a su fin. Pero pese a la aplastante verdad que encierra, estas palabras no pueden limitarse a jugar el papel de una simple consigna. Ojalá sean capaces de desencadenar un nuevo principio.

Os animo a no cejar, a no abandonar, a no ceder al desánimo cuando parece que cualquier esfuerzo es estéril, porque está condenado a estrellarse contra una ley injusta.

Nosotros somos más, y somos muchos. No lo olvidéis, porque la Historia no ha terminado. No terminará mientras nosotros sigamos gritando no con todas nuestras fuerzas.

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