Los diablos azules

Historia de un telegrama

Otro telegrama enviado por Rubén Darío, este al escritor Vargas Vila.

Sergio Ramírez

Mi abuelo Lisandro Ramírez, artista del violín y compositor de valses, mazurcas, misas de gloria y marchas fúnebres, solía contar que cuando se anunció que Rubén Darío pasaría en tren por Masatepe, todo el pueblo se desbordó hacia la estación, él entre todo aquel gentío, y que lo vio salir a la plataforma del vagón adornado con guirnaldas de flores, elegante y bien atildado, y agradecer desde allí, con el sombrero panamá en alto, los aplausos y vítores, para bajar por fin al andén y caminar hasta la oficina de telégrafos del mismo pequeño edificio de madera, donde puso un telegrama.

Nunca atribuí aquel relato a una mentira suya porque era hombre circunspecto, y aún de pocas palabras, pero me llamó siempre la atención que su memoria, casi medio siglo después, siguiera registrando la escena del telegrama que Rubén Darío había compuesto tras solicitar una esquela, escribiendo de pie frente al pupitre, remojando la plumilla del empatador en el tintero, y entregado luego la esquela ya llena al telegrafista. Este contaría las palabras para deducir el cobro, y el poeta habría pagado de su monedero, o a lo mejor el telegrama había sido transmitido por cortesía, dada la celebridad del personaje.

¿Qué viaje era aquel de Rubén Darío en un tren enflorado que pitaba con júbilo mientras se acercaba desde Niquinohomo, donde más tarde nacería el general Sandino, para avisar a la gente congregada en la estación que el príncipe de los cisnes se aproximaba a los linderos de un pueblo olvidado? ¿Y a quién había sido dirigido aquel telegrama que mi abuelo vio escribir, asomado a la ventana de la oficina telegráfica, entre muchas otras cabezas apiñadas? ¿Y cuándo había sucedido todo aquello?

He tardado en descubrirlo, pero ahora tengo los hilos en la mano y puedo dar por cerrado el caso. El hecho ocurrió el 7 de diciembre de 1907 a eso de las 9.30 de la mañana, en las primeras semanas de su retorno triunfal a Nicaragua. El tren era un tren expreso, y el vagón enflorado en que viajaba era el vagón presidencial, puesto a su disposición por el presidente general José Santos Zelaya, caudillo de la revolución liberal, derrocado en 1909 por una intervención militar de Estados Unidos. Y no sólo el vagón presidencial, también la locomotora y los demás vagones, donde viajaban no menos de doscientos acompañantes, iban adornados de flores.

El viaje se había iniciado en la ciudad de San Fernando de Masaya a las 7 de la mañana, adonde el poeta había llegado la víspera, y la nutrida comitiva estaba formada por “damas, damitas y caballeros de la sociedad fernandina”, que iban a agasajar a Rubén con un “lunch” en la quinta Saratoga de don Francisco Altschul, a orillas de la laguna de Apoyo, un extinto cráter volcánico, cuando el tren regresara de su recorrido por los pueblos de la meseta cafetalera, Santa Catarina, Niquinohomo, Masatepe, San Marcos, Jinotepe y Diriamba. Encima del asiento acolchado que Rubén ocupaba en el vagón presidencial, amoblado con sillones de mimbre, colgaba una lira hecha de flores, con sus cuerdas de alambre. Todos los jardines de Masaya habían sido despoblados para adornar el tren con aquella profusión de gladiolos, hortensias, margaritas, claveles, y por supuesto rosas.

¿Y el telegrama? Iba dirigido al general Zelaya: “Felicítolo grandiosa obra ferrocarril a los pueblos que llama mi atención por prodigio y belleza que enaltecen su gobierno dedicado al progreso nuestra patria, afectísimo, Rubén Darío”. Mi abuelo, que sólo lo vio escribir de lejos, no pudo saber nada del destinatario del telegrama.

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¿Y por qué bajarse en aquella estación de la ruta para ponerlo? Yo sospecho que alguno de sus ilustres acompañantes en el vagón presidencial, por ejemplo el doctor Hildebrando Castellón, ministro de Instrucción Pública, oriundo de Masatepe, debe haberle aconsejado aquella lisonja. Castellón era del partido de quienes querían convencer a Zelaya de que nombrara a Rubén embajador en Madrid antes de su vuelta a Europa, pero había entre los allegados al presidente quienes se oponían, bajo el argumento de que no podía un dipsómano representar dignamente a Nicaragua ante una corte real. Zelaya no se decidía. Un telegrama elogioso podía ser útil. Y eso fue lo que presenció mi abuelo, y lo registró en su memoria, para poder contarlo un día a su nieto.

*Sergio Ramírez es escritor.Sergio Ramírez

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