Cine
'Verano 1993': negociar con la memoria
De tanto contarlo, casi se volvió un cuento. El cuento de una niña cuyos padres mueren por una enfermedad desconocida entonces y que ahora se llama sida; una niña que se va a vivir con sus tíos, a los que llamará papá y mamá, y con su prima pequeña, a la que llamará hermana. Una niña que años más tarde tratará de comprender lo que sintió durante aquel verano de 1993 en el que su mundo fue destruido y construido de nuevo. El cuento, ahora, tiene un final: la niña crece, estudia cine y hace una película contándolo. La película se llama Verano 1993, gana el premio a la mejor ópera prima en la Berlinaleen la Berlinale y la Biznaga de Oro a la mejor película en el Festival de Málaga. El último capítulo del cuento comienza el viernes 30, cuando llegue a los cines españoles.
La niña, Frida en la ficción, es la cineasta Carla Simón (Barcelona, 1986). Estos días se ve asediada por los periodistas y su película suena, inevitablemente, como una de las mejores del año y favorita para la lejana temporada de premios. Algo no tan frecuente —en realidad, nada en absoluto— para el primer filme de una mujer anónima hasta ahora y que apenas pasa de los 30. "Lo de Berlín fue muy fuerte, me acordaré toda mi vida", dice por teléfono después de tres días de promoción sin descanso. "Estaba trabajando el día antes de volar, terminando la peli. Y después con lo del premio no entendía nada, y sigo sin entenderlo muy bien. De repente haces algo hablando de algo muy personal... y funciona".
Hace tres años que empezó a escribir la película. Delante de la pantalla, en ese "espacio de libertad", solo se trataba de rebuscar entre sus recuerdos. Que no es poco. La mudanza de la casa de infancia, la tristeza nunca vista de los adultos, el dolor incomprensible. Los colores de aquella casa en el pueblo, nueva y conocida. El ambiente pegajoso del verano. Los celos. El vacío. La risa y luego el llanto. La imagen de su madre biológica borrada por el tiempo. La de los nuevos padres —en la ficción, Bruna Cusí y David Verdaguer— "Intenté recordar emociones, sensaciones de esa época", explica, más interesada en eso que en la fidelidad a los hechos. "Hablé mucho con mi familia, con mi padre, con mi madre... con mi nuevo padre y mi nueva madre —se corrige—, y les pedí que me volvieran a contar ciertas anécdotas". Algunas que ya no sabe si recuerda genuinamente o si su memoria se ha amoldado al relato de los mayores. Como hilo conductor, sus lecturas sobre los procesos de adopción, sobre el duelo infantil. Eso que ella entonces no comprendía pero vivió.
¿Pero cómo supo que la letra pequeña de su historia personal podía interesar al público? "Supongo que es fruto de haberlo contado muchas veces a gente distinta, por el motivo que fuera, y encontrarme siempre con una reacción como de sorpresa". A eso se sumó, claro, el interés de las productoras. Si otras compañeras noveles describen como un calvario el proceso para conseguir la financiación —la directora Nely Reguera le dedicó cuatro años de los seis que tardó en levantar su primer filme, María y los demás—, ella asegura que fue "más o menos rápido". A Inicia Film y Avalon P.C. se sumaron las ayudas del Ministerio de Cultura, sus homólogas catalanas y finalmente se sumó TVE. 800.000 euros. Con eso consiguieron rodar.
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Y para el rodaje se desplazaron a La Garrotxa (Girona), a los paisajes de su niñez. Había rebuscado en el álbum familiar para tener una imagen precisa de los colores, de la ropa, de las caras. Y, sin embargo, allí sus recuerdos tuvieron que pasar a ser de otros. "Eso fue difícil. Al final tienes unas imágenes muy claras en tu cabeza, y llegas ahí y hay unas niñas y unos actores y una localización... Delante de eso sentí que tenía que renunciar a algo, y finalmente renuncié a mis imágenes", cuenta. Para ser fieles a la historia, a la neblina de los recuerdos, tenía que primar la naturalidad. La receta: planos largos, un gran trabajo actoral, música que suena siempre dentro de la ficción de la propia escena... y unas niñas protagonistas, Laia Artigas y Paula Robles, que son oro.
Fueron seis meses de casting y Laia, la Frida/Carla de Verano 1993, era la penúltima niña a la que vieron. "Intentaba buscar niñas que se parecieran a los personajes para que no tuvieran que crear. Ellas tienen esta imaginación de estar jugando, que es lo que están haciendo: en vez de actuar, juegan", cuenta. Y la mirada de Laia, "muy potente, que parece que oculta algo y tiene muchas caras, no sabes si de buena o de mala", explica entre risas. Ella, y la niña que fue la cineasta, son el pilar de la película. No hay juicio sobre el pasado, ni necesidad de explicar lo que ocurrió. "Cuando hablas de personajes que conoces es importante ese sentido de la responsabilidad, porque tienes que ser honesto y fiel con esas personas, que existen. Sale de manera muy natural no juzgar". Tuvo que vencer, incluso, la visión "idealizada" de cómo fue criada: "Son unas personas que te acogen y no las cuestionas. Pensándolo más tarde, no eran mucho mayores que yo ahora... Seguro que también se equivocaron, como todos. Tuve que explorar eso".
Luego estaba el tabú, esa enfermedad que se llevó a sus padres y cuya existencia no conoció hasta los 12 años. "La palabra sida o VIH no podía salir en la película, porque yo no sabía", zanja. Había otra preocupación: "Es una cosa tan morbosa, de alguna manera, que es fácil que se convierta en el tema principal de la película, y yo no quería eso". No lo es. Pero ese hueco, eso que no se explica ni se nombra, impregna la película. Quizás sea la enfermedad. Pero también es la muerte, tan misteriosa para los niños como para los adultos.