Desde la tramoya
Por qué nadie se atreve con el concierto vasco
Mientras los nacionalistas catalanes tratan de recomponerse, los vascos renuevan con poco estruendo el pilar fundamental de su bienestar: el concierto económico que les permite ser la comunidad autónoma en la que mejor se vive, la que tiene mejores escuelas y hospitales, y la que cuenta con indicadores económicos y sociales más favorables.
Euskadi –y de forma casi idéntica Navarra– paga al Estado unos gastos de comunidad más o menos fijos, para sufragar la defensa, la política exterior, las instituciones políticas y judiciales estatales y otros servicios provistos por el Estado. El sistema se llama Concierto y la cifra resultante, que se negocia de manera bilateral entre los gobiernos respectivos, se denomina Cupo. A cambio, el País Vasco fija y recauda sus propios impuestos y gasta en lo que quiere.
El modelo es de 1878, fue suspendido por Franco excepto en Álava, la única provincia que fue dócil al golpe militar de 1936, quedó consagrado en la Constitución Española, y fue firmado ya en democracia tras una negociación de un año, en 1980, cuando ETA mataba a una persona cada cuatro días –93 fueron los asesinados ese año–. Es fácil imaginar el ambiente que rodeaba las largas negociaciones, con las pistolas amenazantes, con un Suárez a punto de dimitir y un golpe de Estado en plena gestación.
Es verdad que la Euskadi de hoy no es las provincias vascongadas de entonces, azotadas por una crisis industrial brutal, un paro desbocado y una situación social crítica. La apuesta del PNV de aquella época fue un acto de fe en su propia capacidad. Una fe que no tuvo Pujol, que rechazó el sistema en esas mismas fechas. Cuando Artur Mas y Montilla quisieron reclamarlo, décadas después, ya era demasiado tarde. El vecino listo ya se había reformado el piso a su gusto, y no estaba la comunidad de vecinos para conceder privilegios al pesado pedigüeño catalán.
Pero precisamente porque el País Vasco de hoy no es el de entonces, y porque el malestar de las comunidades autónomas con respecto al modelo de Estado se ha hecho evidente, empiezan a surgir los desacuerdos más enconados. Pedro Sánchez ha tenido que pacificar a sus líderes territoriales, y el Gobierno ha tenido que renovar su promesa incumplida de revisar por completo el modelo de financiación de la finca.
Hay muchas justificaciones, históricas y políticas, de los conciertos vasco y navarro –pueden verse en el interesante artículo del líder vasco de la negociación de 1980–. Pero es evidente que a día de hoy el modelo resulta claramente beneficioso para Euskadi y para Navarra, que aportan menos de lo que reciben y menos de lo que les correspondería transferir según su peso económico. La respetable Comisión de Expertos para la Revisión del Modelo de Financiación Autonómica lo hizo saber este verano en el informe que le encargaron todos los presidentes, con la notable ausencia, síntoma de su pocas ganas de solidaridad con los demás, de expertos vasco, navarro y catalán. Euskadi y Navarra no están contribuyendo a la igualdad de los españoles, y el resultado final es que los maltrechos agricultores andaluces o los ganaderos de Castilla y León están financiando las excelentes escuelas vascas.
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Pero no habrá cambios por el momento. Primero, porque para derogar el Concierto hay que reformar la Constitución y más allá de las vagas promesas de Rajoy a Sánchez y de los brindis al sol que pueda hacer la comisión parlamentaria correspondiente, ese melón no se va a abrir ahora. No hay acuerdos mínimos en prácticamente nada de lo sustancial. Rajoy, conocido por su renuencia al riesgo, que él llama lío, no va a permitir un debate real y consecuente sobre la Constitución. Y el resto de las fuerzas políticas no serían capaces de unirse en una alternativa consensuada. Apostaría mi mano derecha a que esta Legislatura no va siquiera a alumbrar las líneas de una reforma constitucional seria que cuente con unos acuerdos transversales mínimos.
Y segundo, el Concierto permanecerá inalterado porque el PNV, a pesar de su pequeño tamaño en el Congreso de los Diputados –seis escaños–, resulta ser un partido crucial. No sólo porque sus votos pueden ser necesarios para un Gobierno en minoría, sino porque en los últimos años, después de Ibarretxe y tras la rendición de ETA, el nacionalismo vasco actúa como contraste moderado, civilizado y tranquilo del nacionalismo catalán. Eso para el Gobierno, y también para el PSOE y para Ciudadanos, tiene un valor incalculable. Ninguno de los tres quiere molestar al PNV más de lo imprescindible. El Concierto, insolidario como es e inequívocamente desigual, es un mal menor al lado del inmenso follón del independentismo catalán.
Se dice que la política es el arte de lo posible, y es cierto. Por injusto que sea que dos comunidades autónomas tengan un sistema de financiación completamente distinto de las demás y hoy nítidamente insolidario, no es posible cambiarlo en este momento. No hay quien le ponga el cascabel a ese gato. Pero no nos engañemos. Que no sea posible cambiarlo no significa que sea justo. El vecino vasco puede apelar a los derechos adquiridos por sus bisabuelos y puede decorar su piso en silencio, parcialmente con el dinero de los demás. Puede incluso caernos simpático en comparación con el tinglado que ha montado la pandilla catalana que habita el quinto derecha. Pero en algún momento, quizá cuando ganemos confianza entre todos, alguien debería decirle que ya es hora de contribuir a los espacios comunes de manera proporcionada. Algún día, si el edificio sigue en pie, claro.