Luces Rojas

1968, más allá de mitos y simplificaciones

Julián Casanova

En 1968, tras las turbulencias que habían afectado a varios países del mundo, Hanna Arendt le decía en una carta a su maestro Karl Jasspers, con quien mantuvo una fascinante correspondencia: “Me parece que los niños en el próximo siglo aprenderán 1968 de la misma forma que nosotros aprendimos del año 1848”.

La comparación mostraba, en primer lugar, el profundo legado de aquellas revoluciones que ocurrieron a mitad del siglo XIX en varios países europeos, incluida la entonces Confederación Germánica, punto crucial de inflexión entre el absolutismo y el liberalismo y arranque de los nacionalismos modernos. Y en segundo lugar, que para Arendt, y para otros analistas contemporáneos a los hechos, 1968 fue mucho más que mayo en París, aunque el entramado simbólico de París/Francia/revuelta estudiantil alimentara después una visión cargada de mitos.

En ese año pasaron muchas cosas. En Belgrado, la universidad estuvo diez días de huelga a partir del 4 de junio. En la “primavera” de Praga, como antes en la revolución húngara de octubre de 1956, comenzó a evidenciarse el fracaso del llamado “socialismo real”, pese a que no viera su final hasta 1989. En Estados Unidos, culminando una década de protestas masivas, la bala de un rifle destrozó en abril el cuello de Martin Luther King, ejemplo de la dignidad y el valor en la lucha por los derechos civiles, y dos meses después fue asesinado Robert F. Kennedy, candidato a la presidencia por el Partido Demócrata. El 2 de octubre del mismo año, fuerzas armadas y paramilitares mataron a varias decenas de manifestantes en la Plaza de las Tres Culturas de la capital de México.

Si evitamos el eurocentrismo, y especialmente la visión europea occidental, y usamos un telescopio de largo alcance, en el espacio y en el tiempo, encontramos una superposición de conflictos y revueltas que impiden reducir la fotografía a 1968. Por eso el concepto “nuevos movimientos sociales” ganó desde entonces amplio reconocimiento entre los científicos sociales e historiadores interesados en protestas –estudiantiles, pacifistas, ecologistas, feministas– que proliferaron en el mundo desde mediados de la década de los sesenta. Eran movimientos que luchaban por una sociedad civil democrática (“postburguesa” y “postpatriarcal”) y sus integrantes abandonaban lo que veían como el modelo cultural “productivista” de la “vieja” izquierda, así como sus formas de organización. En vez de crear sindicatos o partidos políticos de tipo comunista, socialista o socialdemócrata, prestaban atención a los aspectos populares/cotidianos de la política y formaban asociaciones democráticas “horizontales”, vagamente federadas en el ámbito nacional.

Estados Unidos, por ejemplo, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, estaba, en palabras de Winston Churchill, “en la cima del mundo”. Era sin duda la primera potencia militar, pero lo que llamaba realmente la atención era su fortaleza económica, la riqueza material que inundaba a millones de hogares y la paz y armonía que reinaban tras más de quince años de depresión y guerra. Muchos observadores celebraban que todo eso ocurriera en una sociedad democrática, sin clases, solía decirse, y sin las tradicionales divisiones ideológicas y políticas que impregnaban al continente europeo. Había algo excepcional, sin embargo, que ponía en duda esa celebración de la abundancia: el racismo que prevalecía tanto en el norte como en el sur, el hecho de que millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se toparan en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.

La batalla por los derechos civiles, dura y violenta en ocasiones, cosechó en los años sesenta frutos extraordinarios. Fueron años de conflictos, de desobediencia civil, en los que las iglesias sustituyeron en muchas ocasiones a los sindicatos como organizadores de las protestas. Inspiradas por las victorias logradas por los negros, a la lucha se sumaron con ardor cientos de miles de mujeres que articularon un nuevo lenguaje para describir la opresión que padecían, reclamaron el fin de la discriminación por sexo y traspasaron lo que hasta entonces parecían problemas personales al ámbito de la política.

También Francia, como otros países de Europa occidental, había experimentado, tras la derrota de los fascismos en 1945, una consolidación de la democracia, con una rápida expansión económica y políticas redistributivas del Estado del bienestar que aseguraron un nivel de prosperidad capaz de satisfacer las necesidades básicas. El cambio generacional, adolescentes y jóvenes que no habían luchado en la Segunda Guerra Mundial, coincidió con cambios sustanciales en el sistema internacional, guerras coloniales y descolonización (Argelia para Francia y Vietnam para Estados Unidos), que fueron la semilla del antimilitarismo, la contracultura y la crítica al orden social capitalista, asegurado en Occidente, frente al dominio de la Unión Soviética al otro lado.

Las insurrecciones y disturbios reprimidos por el ejército soviético, desde Hungría a Checoslovaquia, alejó a sectores importantes de la izquierda marxista del mito del paraíso comunista. Y se abrió un abismo entre la generación más joven y la vieja elite dirigente en el poder. El día de año nuevo de 1990, el dramaturgo Vaclac Havel, que había sido elegido presidente de Checoslovaquia tres días antes, se lo dijo a la multitud que se concentraba en los alrededores del castillo de Praga: “Pueblo, el Gobierno ha vuelto a vuestras manos”. Había un hilo conductor clarísimo entre esa sentencia y lo que se había iniciado en 1968.

“La imaginación al poder” simbolizó la resistencia creativa de un año extraordinario, con repercusiones en la política, la cultura, el pensamiento, el cine, la literatura, las artes, la música y el activismo. Ese lema sirvió también de guía para la globalización del conflicto. No conquistaron el poder –como los revolucionarios en Francia en 1789 y en Rusia en 1917–, no derribaron las instituciones dominantes, pero, incluso aunque sean considerado por muchos como un “fracaso”, como lo habían sido las revoluciones de 1848, esos movimientos sociales marcaron el surgimiento de nuevos valores, ideas y aspiraciones, que se consolidaron con el paso del tiempo y que pueden traer enseñanzas en la situación actual de crisis de las democracias. Es lo que Rosa Luxemburgo había llamado el “sedimento mental”, el crecimiento intelectual y cultural, garantía de la lucha política más amplia.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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