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Fábulas entresacadas de las páginas perdidas de la historia

Fábulas irónicas, de Juan Eduardo Zúñiga.

Fábulas irónicasJuan Eduardo ZúñigaIlustraciones de Eduardo VicenteNórdicaMadrid2018Fábulas irónicas

 

En el 2019 Juan Eduardo Zúñiga cumplirá 100 años. Su primer libro, Inútiles totales, una novela corta, apareció en 1951, por lo que lleva nada menos que sesenta y siete años publicando, aunque entre 1962 y 1980, fechas de aparición de la novela El coral y las aguas y de los cuentos de Largo noviembre de Madrid que lo situó en la órbita literaria, no viera la luz ningún libro suyo. Zúñiga es uno de los  escritores más queridos y respetados tanto por los críticos como por los lectores más exigentes, de lo que resulta buena prueba el que se le concediera el Premio de la Crítica, en el 2003, y el Premio de las Letras Españolas, en el 2016. De ambos jurados tuve la fortuna de formar parte.

Mientras esperamos que aparezcan sus anunciadas Memorias íntimas, Zúñiga nos proporciona diez fábulas que vienen a completar una tradición contemporánea que pasa por Augusto Monterroso, Juan Benet o Luis Goytisolo, o por solo citar unos pocos casos memorables que han cultivado el género clásico de forma heterodoxa, a los que podría sumarse la antología de Enrique Turpin, Fábula rasa (Alfaguara, 2005). En esta nueva ocasión lo fabulístico y legendario se alimenta, diáloga y contrapone a la Historia remota. Casi todas las fábulas que reúne el volumen habían visto ya la luz en revistas y periódicos de tanta difusión como Triunfo y El País, e incluso en alguna olvidada antología: Relatos españoles de hoy (Santillana, Biblioteca Pepsi, 1970), prologada por el escritor Alfonso Grosso y con notas biográficas de los autores al cuidado de Rafael Conte. Pero en esta nueva salida los relatos se nos ofrecen puestos al día. Así, por ejemplo, el titulado “El magnate, el bufón y la carroña”, incluido en la citada recopilación, ha pasado a titularse simplemente “El magnate y el bufón”. En ella un monarca acaba atrapado entre la codicia de Garai, su bufón, y la suya propia.

Las ilustraciones de Fernando Vicente ya habían acompañado a “Huelga de hambre en Roma”, cuando esta fábula apareció en El País (7 de agosto del 2004), aunque aquella ilustración no se reproduzca en el volumen, a pesar de su calidad. El caso es que texto y dibujo se complementan a la perfección, enriqueciendo el libro, haciéndolo más atractivo (valgan como ejemplo las pp. 46 y 47), pues no en vano Fernando Vicente es uno de los que mejor han sabido acompañar y caricaturizar a los escritores clásicos y modernos.

El título de la obra remite a un género establecido e historiado, pero se complementa con un adjetivo, irónicas, que le proporciona su moderna singularidad, el pasadizo que relaciona y conecta el pasado con el presente, sin que por ello falte la enseñanza. En un breve prólogo, el autor afirma que sus “fábulas son tanto episodios históricos como invenciones” (p. 13), en donde vuelve a plantearse el dilema de olvidar o recordar que tanta polémica ha generado en los últimos años, defendiendo la necesidad de olvidar, pero también –curiosamente— la de rememorar, pues si el olvido a veces nos alivia, el recuerdo forma parte de nuestra existencia, motivo que reaparece en la primera fábula, “Benéficas aguas del olvido”. Su título se refiere a las aguas del Leteo que lavaban la memoria, que como se define en otro relato se trata de “la más perfecta y prodigiosa cámara” (p. 27). La fábula se ejemplifica con un caso, como suele ocurrir en el resto de los textos del libro. En esta ocasión, el ejemplo se centra en un suceso ocurrido durante el siglo XVIII en la corte de la emperatriz Ana de Rusia: la boda entre una vieja de fealdad extrema y un enano noble, cuyos detalles es mejor olvidar... Por ello, el narrador concluye con la siguiente apelación: “Olvido (...), déjanos en la ignorancia, deja que sigamos atentos al futuro” (p. 24).

Aunque la mayoría de estas narraciones transcurre durante la historia antigua: en la Siracusa de a. C., en la Roma de Nerón, en el imperio bizantino, en el Portugal del siglo XIV o en el XVIII ruso, en otras ocasiones el tiempo y el lugar no se concretan; así ocurre en “Escrito en las paredes”, donde se ocupa de “cierto remoto y detestable emperador asirio” (p. 42), aunque valiéndose a menudo de personajes históricos, ya sean científicos ya gobernantes, como Arquímedes, Basilio II, Catalina de Rusia o Inés de Castro. El caso es que Zúñiga se vale de todos estos procedimientos retóricos para alertarnos sobre el presente. Y a diferencia de sus cuentos anteriores, que casi siempre narraban la vida de las gentes de a pie, estos relatos se centran en aquellos que ostentan o pululan alrededor del poder, de donde suele partir siempre la injusticia, la censura, la venganza y el crimen; a veces con violencia inusitada, como sucede en “Miles de ojos cegados”, el cual relata cómo el emperador Basilio II de Bizancio, durante el siglo X, mandó cegar a sus prisioneros búlgaros. Así no solo los inutilizaba para la batalla sino también para poder referir los hechos ocurridos. Con ello instauró la barbarie, gobernando sobre ciegos físicos y –digamos— morales.

Otros textos plantean un dilema sobre el compromiso de los intelectuales, pero centrándose en el caso de Arquímedes, quien fue un intelectual comprometido, valga el anacronismo, para luego dejar de serlo. En la fábula que lleva su nombre, ante el ataque de los romanos, colaboró con éxito en la defensa de Siracusa, su ciudad, hasta que decidió centrarse únicamente en sus estudios. Lo cierto es que la urbe fue tomada y el inventor y constructor acabó asesinado por los invasores. De todas formas, creo que el caso de Arquímedes no se corresponde con el de Sartre, a quien se alude aquí, pues la palabra o la escritura no siempre resulta tan útil como levantar un puente o un artilugio que nos defienda del enemigo. Sea como fuere, y siguiendo con el papel de los intelectuales, el ejemplo de Arquímedes viene a ser el opuesto al de Juan Ramón Jiménez, que cuando llegó el momento se comprometió con la República, ayudando lo mejor que pudo, pero con todo su empeño, mientras permaneció en Madrid.

“Escrito en las paredes” y “Huelga de hambre en Roma” podrían formar un díptico sobre la censura. En el primero, la palabra y la escritura acaban derrotando a las prohibiciones que intentan imponer los poderosos; mientras que en el segundo se relata la problemática relación entre Nerón y el historiador Cordo, quien inicia una huelga de hambre, quizá la primera de la Historia, para denunciar los abusos del célebre monarca.

La astucia de Catalina de Rusia protagoniza el relato titulado “Una tenaz desobediencia”, pues no otra actitud adopta la emperatriz para engañar a su marido, Pedro I, quien se deshace con violencia de sus amantes, haciéndole creer que no le afectan sus decisiones. En “Sublime ejemplo”, un magnate de Constantinopla que quiere convertirse en modelo para los demás ciudadanos, acaba haciendo el ridículo al ser incapaz de cumplir el sacrificio que se ha impuesto, con lo que el título resulta meramente irónico. Mientras que en “Odio, amor y puñales” se recrea la historia de Inés de Castro, una leyenda macabra que aparecía entre las lecturas escolares cuando yo era niño, como ejemplo de amor que perdura más allá de la muerte y de cumplida venganza de una injusticia. Y, por último, en “Venenos e idiomas”, otro título irónico, frente a la visión que nos han legado los historiadores latinos sobre el rey Mitrídates IV, que debe tratarse del Mitrídates del Ponto escolar, como un ser cruel que acabó con gran parte de su familia, Zúñiga se detiene en dos aspectos singulares de su personalidad: su condición de políglota y la de catador de venenos. Valiéndose de la primera pudo comunicarse con los miembros de su ejército que utilizaban distintas lenguas, pues se pasó al vida guerreando con los romanos. Con la segunda se hizo inmune al veneno, de modo que cuando lo traicionó su hijo y deseó morir, tuvo que pedirle a su esclavo galo que lo matara, acción que llevó a cabo clavándole la espada en la garganta, mientras oía por última vez una lengua que no era la suya.

El negrero confeso

El negrero confeso

No me parece que este sea un libro mayor en el conjunto de la obra de Zúñiga, si bien se lee y se ve con agrado, pues agabilla un conjunto de textos que andaban dispersos, y que ahora, al poder relacionarlos, adquieren una nueva y sugerente dimensión. A decir verdad, cualquier libro de Zúñiga merece leerse con atención: por su mismo valor y por lo que pueda significar dentro del conjunto de su obra.

*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls

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