Plaza Pública

Transición ecológica y reforma constitucional

Jose Errejón Villacieros

Se ha creado el Ministerio para la Transición Ecológica. Quien escribe estos comentarios ha dedicado buena parte de su vida profesional a impulsar la política y la administración ambiental así que la noticia solo puede llenarme de alborozo. Por fin hay un gobierno en España al parecer consciente de la necesidad de transitar a una época distinta de la regulación del metabolismo social, seguramente empujado por las señales, cada vez más alarmantes, de haber comenzado ya una situación de crisis ecológica que algunos analistas ya califican de colapso ecológico, coincidente además con el fin de la era fosilista y de algunos minerales que han sido esenciales en el desarrollo de las economías contemporáneas.

No estoy seguro, sin embargo, que el cambio en la denominación administrativa del Departamento que debe ocuparse de tan ingente tarea constituya, por sí solo, una condición de éxito para la misma. El precedente de la creación del Ministerio del Medio Ambiente en el primer Gobierno Aznar no resultó especialmente venturoso para el impulso a las políticas ambientales. Las esperanzas despertadas con la ministra Narbona en el primer Gobierno Zapatero pronto quedaron defraudadas por el fiasco de las desalinizadoras que pretendían suplir los recursos hídricos del desechado trasvase del Ebro y por la paralización de la política de defensa del litoral, al parecer causante de la prematura salida de Narbona del Gobierno.

Después, las competencias correspondientes (que son, no debe olvidarse, las de dictar la legislación básica en la materia de acuerdo con el artículo 149º,1,23 de la Constitución) se integraron con las de Agricultura, Pesca y Alimentación, con un balance más bien mediocre, ni siquiera compensado por la Ley de Desarrollo Sostenible del Medio Rural cuya importancia para nuestro país no se ha visto acompañada por una dotación de medios y, lo que es más importante, por una asunción política de tal relevancia estratégica por los gobiernos que se han sucedido.

Es frecuente en política la ilusión consistente en pensar que el nombre de las cosas implica un cambio en su sustancia y que, con él, es posible impulsar el cambio en la dirección deseada. “Lo que no mata engorda” dice el refrán y una denominación puede indicar la senda política que se desea recorrer, lo que no es poco.

Pero para prevenir frustraciones que alimentan el escepticismo y la desafección social convendría emprender de inmediato una labor pedagógica orientada a trasladar a la sociedad la envergadura y el alcance de las tareas políticas que implica la denominación ministerial.

Es indispensable romper con la ilusión de que las políticas ambientales, entendidas como políticas de “final de tubería” bastarían para corregir los daños a los ecosistemas y seres vivos producidos por el crecimiento económico capitalista; el motor de dicho crecimiento, la acumulación constante y creciente de capital y beneficios demanda un consumo siempre creciente de materiales, agua y energía que choca inevitablemente con los límites de un planeta finito.

De esta ilusión forman parte discursos y prácticas que ya han puesto de manifiesto sus límites; cito aquí, por su enorme relevancia, la política de mercados de derechos de emisión, uno de los más importantes errores desplegados en el repertorio de políticas ambientales fruto del intento de la socialdemocracia de finales de los ochenta y principios de los noventa del pasado siglo para unir a las políticas neoliberales en ascenso a la causa de la defensa del medio ambiente.

Ni estamos en una crisis económica cíclica ni ante fenómenos pasajeros a los que la innovación tecnológica pueda poner arreglo. La nuestra es, y así lo admiten sectores crecientes del núcleo del sistema político económico y académico, una crisis civilizatoria (algunos lo llaman colapso civilizatorio), ya ubicada en una transición histórica cuyo final es impredecible pero de la que ya sabemos algunos de sus rasgos que tiene que ver con el declive energético, el cambio climático y un acelerado proceso de pérdida de biodiversidad (la “sexta extinción de especies”).

Es por ello muy acertada la denominación del Departamento que dirige Teresa Ribera y lo será su desempeño si entre sus innumerables tareas, contribuye a esclarecer esta condición que afecta a la sociedad española como parte de la sociedad global. Digo contribuir porque la tarea desborda con mucho las posibilidades de una organización política administrativa, por bien dotada que esté en recursos técnicos, humanos y presupuestarios. No se trata de lo que en los ochenta llamábamos “políticas de educación ambiental”, entendidas como un conjunto de programas para los distintos niveles educativos, con ser esta una actuación imprescindible a desarrollar por CCAA y ayuntamientos.

No hay mejor educación e información que un responsable político en el ejercicio de su responsabilidad contando la realidad de la situación de nuestros sistemas naturales y apelando a la responsabilidad de la sociedad civil para enfrentarse a los costes de esta transición ecológica. Ya hemos perdido demasiado tiempo buscando no alarmar a la población (en el mejor de los casos; en otros, negando pura y simplemente los hechos como en la anécdota de Rajoy y su primo que “sabía mucho de esto”(¡)).

Los conductores y la población en general deben saber que el petróleo se está acabando y por eso su precio volverá subir; los habitantes de las ciudades que la temperatura durante el verano va a alcanzar niveles hace solo unos años considerados excepcionales; los consumidores que el volumen de envases y embalajes que incorporan en la cesta de la compra está ahogando nuestros ríos y nuestros mares y que nuestros sistemas de tratamiento de residuos están a punto de colapsarse.

Y no hay que engañarse, la transición a la que nos enfrentamos ya ha empezado y no va ser precisamente un camino de rosas. No queda mucho tiempo para emprender un cambio que no será fácil y cuyo destino es incierto. Es esta incertidumbre, probablemente, la que explique la inercia de los políticos y los empresarios –pero también de la sociedad– para encarar los verdaderos cambios que la crisis/colapso nos viene demandando desde hace décadas.

Ahora ya no valen entretenimientos como los que hemos visto después de la Cumbre de la Tierra, del Protocolo de Kyoto y los sucesivos fiascos de Copenhague y Cancún. Y, además, hay una parte de las minorías dominantes que parece dispuesta a desandar el camino de estos sucedáneos de políticas en los que la comunidad internacional ha perdido estas tres últimas décadas y recuperar la posición de predominio para las grandes corporaciones responsables de la mayor parte de las emisiones de CO. Es una posición beligerante contra la mayoría de los pueblos de la tierra y al parecer dispuesta a imponer su dominio empleando todos los medios a su alcance.

El porvenir de nuestra especie es, ciertamente, muy oscuro. El nivel de identificación con los valores que sustentan el sistema en las sociedades del centro del mismo es tan alto que resulta extraordinariamente difícil siquiera imaginar un cambio de rumbo suficientemente enérgico como para poner freno al colapso en marcha.

La tentación es la de postular toda una revolución ética y cultural que supere este cuadro de valores. Invocarla sin poner los medios para que pudiera efectivamente germinar sería un mero ejercicio de nostalgia e impotencia. El cuadro hegemónico de valores está íntimamente asociado a las condiciones materiales en las que se desenvuelve la existencia individual y colectiva en esas sociedades y, desde luego, al marco institucional en el que se desenvuelve la vida colectiva.

Lo que tenemos por delante, pues, es una profunda modificación del contrato social en el que se consagran las reglas del juego que regulan nuestra convivencia en tanto que sociedad.

Estamos hablando de una reforma constitucional que sea el vehículo de una profunda y sustancial modificación del paradigma que subyace a la Constitución del 78, un paradigma productivista y “bienestarista” en el que el crecimiento del PIB, del empleo y del consumo han sido los objetivos propuestos a la sociedad para convertirse en ejes articuladores de la convivencia. Los indicadores de ese bienestarismo ( la energía consumida o el volumen de basuras per cápita generado), son hoy las señales de alarma de una situación que amenaza las bases mismas de la vida.

El abordaje de un problema social de tal relevancia exige dimensionarlo de forma adecuada. La reforma constitucional es la ocasión para que el conjunto de la sociedad se enfrente a sus responsabilidades en relación con el marco de vida que se desea para nosotros y nuestros hijos. Por supuesto que la globalidad del problema exige un tratamiento a escala global y en esa dimensión es preciso desarrollar iniciativas urgentes que alteren sustancialmente la agenda internacional, incorporando a la misma con carácter inaplazable los verdaderos problemas de la humanidad y su supervivencia y enfrentándolos a los problemas (nuevas burbujas financieras, indicios de nueva recesión, guerra comercial) de un sistema en trance de agotamiento.

Pero todo gobernante avezado sabe que “el camino se hace al andar” y que no es posible esperar a haber logrado el más amplio consenso para abordar los cambios inaplazables en los ámbitos en los que tal cosa sea posible. La UE debe y puede retomar de forma efectiva el papel de motor de los cambios en la política climática pero en España se dan algunas condiciones de duración incierta que podrían operar como una ventana de oportunidad para consagrar constitucionalmente este cambio de paradigma.

Son muchos y de alta relevancia las modificaciones al texto constitucional que deben hacerse en relación con el nuevo paradigma ecológico, empezando por añadir, entre los valores que propugna el Estado social y democrático en el artículo 1º,1, la sostenibilidad de los ciclos vitales y los procesos ecológicos esenciales y la conservación del patrimonio natural en el que se desenvuelve la vida colectiva. Pero conviene no engañarse, este cambio de paradigma, incluso consagrado en la Constitución, no será fácil.

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No se trata solo de redactar un buen texto y luego esperar su cumplimiento y el desarrollo constitucional de sus preceptos. Los cambios pueden preceder a su consagración constitucional, la sociedad española había incorporado como valores sociales los de libertad y democracia antes de que los consagrara la Constitución. Los cambios que ahora necesitamos no pueden espera a tener convencida al 51% de la población de sus ventajas para ponerlos en marcha. Cuando puedan ser aplicados con respeto a la Constitución y en defensa del interés general, deben ponerse en marcha, su experiencia será la mejor educación cívica para ampliarlos y extenderlos.

Si los ayuntamientos emprenden una política de apoyo y fomento ala energías renovables mediante regímenes de ayuda a los tejados solares, además de contribuir al estímulo de la demanda de estos tecnologías y con ello al abaratamiento de sus costes, estarán mostrando en la experiencia cotidiana de millones de personas que se puede tener luz y agua caliente más barata y generar menos emisiones de CO. Si simultáneamente vamos trabajando en la reforma del texto constitucional en la línea señalada más arriba y estableciendo el derecho a la energía y su uso con criterios de equidad y solidaridad, estaremos orientándonos en el camino adecuado.

No hay certezas sobre la meta que nos espera en ese camino pero sí las hay y no son muy favorables si no lo emprendemos. _______________José Errejón Villacieros es administrador civil del Estado.

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