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Transparencia, responsabilidad y rendición de cuentas: también en la Justicia

Semana trágica para la Justicia española. Tirón de orejas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos al considerar que España vulneró el derecho a un juicio justo de Otegi, Díaz Usabiaga y otros por la falta de imparcialidad de una magistrada de la Audiencia Nacional. El Tribunal de Apelación de Gante ha dejado en suspenso la ejecución de la euroorden al rapero Valtònyc para consultar al Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Y de remate, el bochorno de la decisión del Tribunal Supremo sobre el impuesto de actos jurídicos documentados en la firma de las hipotecas. Miedo da esperar a ver qué pasa con la revisión de la sentencia de La Manada por parte del Tribunal Superior de Justicia de Navarra.

El balance final es de indignación, bochorno y preocupación por lo que de pérdida de credibilidad tienen todos estos asuntos -ciertamente, muy distintos entre sí-, para la Justicia española, y por ende para el conjunto del Estado. Desde el inicio de la crisis de 2008, las instituciones de lo que habitualmente llamamos "el sistema" han sufrido una pérdida notable de confianza por parte de la ciudadanía. La Justicia describe una línea paralela al resto de organismos, pero no sirve de consuelo si pensamos en el papel crucial que tiene en el mecanismo democrático. Según datos del Marcador de la Justicia elaborado por la Comisión Europea para 2018, el 49% de los españoles tienen una opinión "mala" o "muy mala" sobre la Justicia, lo que nos sitúa en los últimos puestos entre los países de nuestro entorno. Podemos consolarnos pensando que el año 2017 era nueve puntos peor, pero nos haríamos un flaco favor como sociedad democrática. Sin olvidar, además, que si el estudio de campo se hiciera ahora mismo los indicadores se dispararían.

La percepción de la gravedad del problema no es sólo de la ciudadanía ajena al mundo judicial. Cada vez hay más miembros de la judicatura que muestran su preocupación por estos aspectos, tanto en público como en privado. Junto a las reivindicaciones de carácter económico y de falta de medios que han ido motivando consecutivas convocatorias de huelga, el asunto de las hipotecas ha hecho que muchos, aunque sea de forma anónima, estén mostrando su preocupación por la imagen que esto ha generado. Entre otras cosas, porque coincide con uno de los motivos que más se aducen en los estudios de opinión para explicar la falta de confianza: la interferencia de los poderes económicos en la Justicia -de la que habla el 35% de los encuestados en el Marcador de la Justicia 2018-.

Las reacciones generalizadas de estos días al escándalo del asunto de las hipotecas ponen de manifiesto la obviedad: nuestra Justicia necesita un replanteamiento en profundidad, una revisión de aspectos básicos como la forma en que son elegidos los titulares de los principales tribunales o la politización que ha generado el diseño del sistema judicial. En esto, el modelo institucional de la Justicia española arrastra la misma herencia que otras instituciones del Estado: fueron diseñadas  en un momento histórico, el de la Transición del 78, en el que los partidos aparecieron como símbolo de modernidad y garantes de la democracia. Hoy vemos cómo han colonizado hasta el último rincón del Estado.

Los malos humos de la derecha

A la velocidad que va la actualidad, pronto se habrá olvidado el escándalo del Supremo y otro asunto llamará nuestra atención. Quizá sea entonces, con menos declaraciones grandilocuentes, aspavientos de quienes tienen la clave para abordar un cambio en profundidad y debates encendidos, cuando se puedan abordar las reformas de fondo. Será el momento de debatir sobre la forma de selección de jueces y juezas, sobre la carrera profesional y la formación que reciben, sobre medidas concretas para garantizar la independencia del poder judicial, sobre su arquitectura institucional, etc.

El debate debe de abordarse en toda su complejidad: consiste en preguntarse cómo la Justicia puede ser garante del Estado de derecho actuando con independencia del resto de poderes pero con la transparencia, responsabilidad y rendición de cuentas que exige una democracia avanzada. Esto va más allá de criticar por enésima vez la sospecha de injerencia de los partidos. Evitar la partidización de la Justicia es imprescindible, pero no suficiente. ¿O acaso sería más democrático que la judicatura se gobernara y gestionara a sí misma sin más relación con el resto de poderes? En los debates complejos hay que trabajar mucho para identificar los puntos claves. Y en este, uno de ellos, sin duda, es la aplicación de los criterios de las democracias complejas y avanzadas al poder judicial.

Hasta que este debate no se aborde en toda su profundidad y complejidad, podemos seguir de sobresalto en sobresalto mientras cada vez escuchamos a más miembros de la judicatura afirmar con rotundidad que la Justicia parece haberse quedado como la última institución pendiente de entrar en el siglo XXI.

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