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@cibermonfi

Al pan, pan y al vino, vino

Soy del medio millón de españoles que ya han solicitado que no les envíen a sus domicilios la propaganda y las papeletas de los partidos políticos que concurren a las elecciones generales del 10 de noviembre. Si existiera esa opción, que no existe, reclamaría también que ni un céntimo de mis impuestos se gastara en la “fiesta de la democracia” de este otoño; pediría que sus gastos fueran financiados con las aportaciones voluntarias de los militantes y simpatizantes de los distintos partidos (hablo de aportaciones de individuos con cifras máximas limitadas, no de bancos, empresas, cloacas del Estado y demás). Preferiría que las decenas de millones de euros que nos va a costar a los contribuyentes la nueva cita con las urnas se destinaran a aliviar la situación de unos cuantos miles de compatriotas en situación de extrema necesidad por dependencia, enfermedad, desempleo, desahucio o catástrofe natural.

Me importa un pepino que algunos políticos profesionales puedan acusarme de demagogo por llamar al pan, pan y al vino, vino. Ellos dicen que lo que la clase política se gasta en sus propios sueldos, pluses, viajes, chóferes, regalos y saraos, es tan sólo “el chocolate del loro” del presupuesto patrio. Con ese pretexto no han reducido sus gastos desde el comienzo de la crisis, como ha informado aquí en numerosas ocasiones Yolanda González. Pues miren, también en esto existe doble rasero. El inspector de Hacienda que acosa a una jubilada porque no incluyó en su declaración del IRPF los 12 euros de intereses de su libreta de ahorros, no aceptaría jamás que lo del “chocolate del loro” es un argumento para abandonar el caso.

Estoy cabreado, sí. Como esos millones de españoles que, a tenor de las mismísimas encuestas oficiales, consideran que el ombliguismo, la mediocridad y la incompetencia de nuestra actual clase política es un problema que compite en gravedad con el paro y la corrupción. Escribo clase política y yo mismo me veo obligado a matizar. Me refiero,  por supuesto, a la mayoría de ella. No son lo mismo Victoria Rosell que José Luis Martínez-Almeida.

Rosell, ahora diputada de Podemos, era una jueza honesta que, en su lucha contra la corrupción en Canarias, terminó siendo perseguida por un cacique siniestro y un magistrado prevaricador. Ha terminado ganando la batalla, pero en ella se ha dejado mucho sufrimiento y todos sus ahorros. En cuanto a Almeida, ahora alcalde de Madrid, es un tipo de pocas luces que quiere combatir la contaminación en el centro permitiendo que por allí circulen más coches y motos. Y que el otro día fue dejado en ridículo en un programa televisivo por unos niños cuando dijo preferir la salvación de Notre-Dame a la de la selva del Amazonas. Hasta a un chavalín no se le escapa que el accidente de la catedral de París no pone en riesgo el futuro de la humanidad a diferencia de la destrucción del Amazonas. Ni que Notre Dame  se puede reconstruir en unos cuantos años, pero que rehacer el pulmón del planeta es un asunto de siglos o milenios, si es que es posible.

No pienso que cualquier tiempo pasado fue mejor. Muchos de los avances tecnológicos del siglo XXI nos hacen la vida más fácil. Y muchas de las luchas del presente –como la igualdad de las mujeres y la salvación del planeta– son imprescindibles. Pero en lo que respecta al  nivel intelectual y moral de los políticos creo que vamos a peor. En España y en todas partes. Piensen en Trump, Bolsonaro y Boris Johnson. Piensen en Almeida, Isabel Díaz Ayuso, Albert Rivera y Puigdemont. Incluso en la izquierda la situación no está como para echar flores.

La cosa tiene bemoles: se nos fuerza a repetir unas elecciones cuando del resultado de las del 28 de abril podría haber surgido un Gobierno progresista fruto del acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos, un acuerdo que, eso sí, hubiera quitado el sueño a los grandes banqueros y empresarios. Vamos al 10N para comprobar si Pedro Sánchez y su gurús de cabecera acertaron en su temeraria apuesta de que una repetición electoral le daría al PSOE un puñado de diputados adicionales. Para intentar conseguirlo, Sánchez, como estaba escrito en el guión, gira a la derecha –regresa a la senda “constitucionalista”, que dirían los voceros del sistema–, y predica en Wall Street que él es pro-business, enarbola aquí la palabra España y abronca a diario a los independentistas catalanes. Esboza así que el próximo Gobierno puede venir de algún tipo de acuerdo entre el PSOE, de un lado, y Casado, Rivera o ambos, del otro.

También repetimos elecciones para ver cuántas señorías pierde Unidas Podemos por la falta de astucia táctica y sentido de la correlación de fuerzas de Pablo Iglesias. Y para que Íñigo Errejón satisfaga su sed de venganza arrebatándole escaños a Unidas Podemos (y, en lo que sería un daño colateral de la jugada, quizá también al PSOE). Apasionante todo ello, sin duda.

A los diez años de iniciada la crisis del denominado régimen del 78, no hay a la vista regeneración en marcha ni reforma probable. A fecha de hoy, el cuerpo me pide abstención, pero, no se alarmen, supongo que al final votaré. Ahora bien, no hace falta que me envíen ningún tipo de propaganda a casa. Iré a mi colegio electoral y allí recogeré las papeletas para el Congreso y el Senado de la opción que haya escogido. Y allí las depositaré en las urnas correspondientes. Sin la menor ilusión. Hay que empezar todo de nuevo.

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