Martín Caparrós: "Menos mal que no creo en la vida tras la muerte, ya bastante molesto debe ser morirse"
"Sigo escribiendo todo el tiempo. Tengo siete u ocho libros inéditos ahora, porque como tengo mucho tiempo para escribir, escribo sin parar. Tengo, digamos, problemas editoriales porque escribo demasiado". En este punto vital está Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), quien apenas tres meses después de publicar una novela interactiva inspirada en Javier Milei, siempre curioso, regresa este jueves a las librerías con Antes que nada (Random House, 2024), unas memorias bien voluminosas que sobrepasan las 650 páginas.
Un repaso nutrido y pletórico que encierra, además de vivencias durante las últimas décadas por todo el planeta, una revelación que no se anda por las ramas, pues así de directo arranca: 'Me dijeron que me voy a morir'. "Eso es lo que me pasó y por eso empecé a escribir este libro, con lo que me parecía lógico empezar por decirlo. Quise empezar de la manera más franca y radical, y eso es descarnadamente cierto", admite a infoLibre.
Este relato, terminado en junio de 2024 en Madrid, comienza 67 años atrás en Argentina, pero adquiere una dimensión inesperada en 2021 en París –ciudad donde fue un joven universitario, por supuesto airado, también exiliado–, cuando se lastima el dedo gordo del pie derecho en un tonto accidente de bicicleta y todo empieza a complicarse, médico tras médico, mientras nota que las piernas flaquean cada vez más, hasta que hace dos años y medio llega el diagnóstico fatal: Esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
"Pero voy a seguir escribiendo todo el tiempo que pueda, por supuesto", remarca el autor de La Historia (1999), El hambre (2014) o Ñamérica (2021), que un mes atrás dejaba su legado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, "impresionado" por compartir espacio con su querido Miguel Hernández. 'A quienes me quisieron, para que aprendan a olvidarme', escribe Caparrós a modo de preludio en su autobiografía. "No sé por qué puse eso, se me ocurrió. Sé que es un poco brutal, pero lo dejé", explica, con una leve risa, que se repite a lo largo de la conversación: "Además, aprender a olvidar a alguien es un trabajo arduo e interesante, por lo que quizás es más fácil lograrlo cuando tienes la guía de un texto que te va llevando a través de aquello que eventualmente tendrás que terminar por olvidar".
De una manera u otra, la muerte es un tema constante en la obra de Martín Caparrós. Reconoce, en cualquier caso, que probablemente haya aprendido, "si es que aprendido es la palabra", más sobre la muerte en estos dos últimos años que en todo lo que pudo "escribir antes sobre ella". Concede, si acaso, que con estas memorias de alguna forma trata de entender que "nada, bueno, es un momento". "Se acaba y se acabó, qué va a ser. No hay mucho más que hacer con ello", destaca, restando importancia al momento del adiós en sí, sin un ápice de, como suele decirse, resignación cristiana.
Los ateos tenemos una ventaja bastante fuerte, y es que no nos va a agarrar ningún hijo de puta para llevarnos a un juicio de nuestra vida
Y continúa, socarrón: "Lo curioso es que a lo largo de la historia casi todas las sociedades inventaron todo tipo de subterfugios para no tener que aceptar la muerte. Religiones, vaya. Hace poco pensaba 'menos mal que yo no creo en ninguna vida después de la muerte, porque ya bastante molesto debe ser morirse como para encima tener que hacerlo pensando que en cuanto te mueras te va a agarrar una especie de hijo de puta que te va a poner en un juicio todo lo que has hecho en tu vida. Porque, además, sabe todo y va a tratar de condenarte, con lo cual es muy probable que termines quemándote el culo durante los siglos de los siglos, amén'. Si encima de que te estás muriendo tienes que tener ese miedo, joder, debe de ser insoportable. En ese sentido, pese a lo que solía creer, los ateos tenemos una ventaja bastante fuerte porque sabemos que esto se va y se va y ya, y nadie nos va a mandar a ningún lado".
Admite Caparrós, más allá del agudo sentido del humor que se vislumbra en cada una de sus reflexiones, que nunca creyó que valiera la pena escribir sobre sí mismo. "Nunca había pensado que pudiera querer escribirlas", matiza incluso, al parecerle sus memorias un "tema muy menor", pero (literalmente) todo cambió cuando le diagnosticaron esta enfermedad que "te pone un límite bastante claro". A partir de ahí, inesperadamente empezó a pensar que quería revisar lo que había hecho, recorrer su historia, tratar de entender algunas cosas y repensar otras: "Y, para mí, la mejor manera de hacerlo es escribiendo". No estaba en ese primer momento, en cualquier caso, seguro de querer publicar lo que saliera de este trabajo, a pesar de lo cual se puso manos a la obra.
"Escribí durante meses sin saber, pensando que no lo iba a publicar. Cuando terminé me empezó a dar ganas de publicarlo, consulté con mi mujer y decidí sacarlo", señala, aun asegurando que siempre desconfió un poco de "esa supuesta función redentora de la escritura". "Me puse a escribir porque quería recuperar todo ese recorrido, pero lo curioso es que después, mientras escribía, mientras escribía sobre todo sobre mi enfermedad, hacerlo me servía para entender mejor lo que me estaba pasando y no te diría que exorcizarlo, pero sí por lo menos ponerlo en un espacio donde lo podía controlar mejor, en el espacio de las palabras y la página", explica.
Nómada, polemista, curioso impenitente, el autor argentino ha recorrido el mundo y conocido a muchos de sus habitantes ricos y poderosos, así como a muchos más pobres y anónimos. Estas generosas memorias cuentan esa vida –militancias y exilios, selvas y redacciones, amores y derrotas– y, al mismo tiempo, sesenta años de historia de occidente: Caparrós puede pasar (y pasa) de la residencia de Perón en Madrid a la choza de Saratou en Níger y al primer McDonald’s en los últimos días de la Unión Soviética. Todo esto hace ya de por sí especial esta autobiografía, a pesar de que a su propio protagonista no se le "había ocurrido que pudiera serlo".
Es, sin embargo, "distinto de la mayoría" de los otros, según sus propias palabras, tanto por la personalísima verdad que alberga, como por lo que le ha hecho ir sintiendo a lo largo del proceso: "Una prueba de ello es que yo nunca corrijo las galeradas (pruebas). Digo sí o no a lo que los correctores proponen, pero no lo vuelvo a leer. En este caso, por contra, sí lo volví a leer y lo corregí todo, algo que no había hecho nunca. Después me reía de mí mismo porque me decía 'parece que este libro te importa de una manera diferente'. Incluso se lo di a leer antes de publicarlo a la gente que me importa, que es otra cosa que nunca hago tampoco. Digamos que este libro me puso un poco más nervioso y, probablemente, ahora esté un poco más nervioso que ante la salida de la mayoría de mis libros".
Un libro en el que se intercalan y permutan las palabras de Martín y Mopi, como le llamaban de niño sus más allegados, igual que ha ido "intercambiando las voces y las personas de esos dos" a lo largo toda su vida, ahora en estas páginas impresas negro sobre blanco, con especial dedicación en el regreso a la infancia y las aventuras de juventud. Esto es algo recurrente en el genero autobiográfico, motivado seguramente por la necesidad de rebobinar en busca de alguna respuesta sin contestar. "A mí me ha sucedido con este libro y me sorprende un poco", concede, bromeando luego al asegurar que si hubiera seguido contando el resto de su vida adulta con el "mismo tempo que la infancia y la adolescencia" podría haber llegado a las "mil y pico páginas".
Estaba escribiendo ahora una columna que no sé si publicaré preguntándole a mis compatriotas si son estúpidos
"Pero sobre todo tiene que ver, yo creo, con que toda esa primera época es de construcción, donde uno podría haber sido tantas cosas. Por eso, cada cosa que sucede es decisiva en esa construcción", plantea. Y agrega: "En cambio, llega un momento a los 20, 25 o 30 años en que uno ya está de algún modo construido. Por supuesto que siempre es incompleto y siempre se puede modificar, pero básicamente ya estás construido, de manera que lo que haces a partir de ahí es simplemente persistir en el error (risas). Eso es mucho menos entretenido y hay mucho menos que contar".
Otro gran tema es, por supuesto, el exilio a los 18 años escapando de la dictadura militar argentina, "una edad bastante buena para tener que irse, porque eres chico y no tienes demasiados recursos pero, al mismo tiempo, no estás dejando atrás demasiado". "Después me di cuenta de que la gente que en esa misma situación se tenía que ir a los cuarenta sufría un desgarro muchísimo mayor, porque estaba dejando todo lo que había construido", rememora, tirando de nuevo de humor para señalar que él estaba empezando su vida, y "empezar en París –para continuar luego en Madrid– no es particularmente desagradable".
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Buscándole el lado positivo, plantea Caparrós que a largo plazo el exilio le instaló de alguna forma la idea de que "probablemente hubiera algo mejor en otro sitio", un estímulo que le ha mantenido constantemente "inquieto" por lo que se estaba perdiendo y, al mismo tiempo, le animó a "buscar siempre un poco más allá". "Creo que eso tiene que ver con el exiliado jovencito y haber vivido siempre un poco en lugares que no eran exactamente los que me estaban destinados", argumenta.
Porque su destino más obvio era vivir en Argentina, un país al que regresó cuando pudo escoger, estableciendo un puente aéreo de ida y vuelta con España y, desde ahí, el resto del mundo. Un país natal que le preocupa ahora desde su residencia madrileña porque desde que llegó Javier Milei a la presidencia "no mejora", sino todo lo contrario. "Estaba escribiendo ahora una columna que no sé si publicaré preguntándole a mis compatriotas si son estúpidos", comparte jocoso: "No sé si es una buena manera de dirigirme a ellos, pero me impresiona mucho que puedan aceptar un presidente que diga estupideces, realmente estupideces, y que no le critiquen o se rían de él, no le hagan justicia y le soporten como si estuvieran diciendo cosas lógicas".
Le duele Argentina desde un Madrid que recibe con honores a su archienemigo Milei, pero también desde una España que hace un par de semanas aprobaba en el Congreso de los Diputados la Ley de la ELA para mejorar en la medida de lo posible la vida de las personas afectadas por esta y otras enfermedades neurodegenerativas graves. "Ojalá se concrete, porque lo que hay por ahora es una ley de buenas intenciones que todavía no tiene presupuesto ni forma de ejecución. Por el momento no cambia nada", resalta, concediendo que "por supuesto es un paso absolutamente necesario, pero para nada suficiente". "Ahora tiene que venir el momento de la verdad en que le den un presupuesto, un reglamento y la empiecen a aplicar. Hay mucha gente que lo necesita mucho, porque es una enfermedad muy difícil de sobrellevar en términos económicos, familiares y sociales", termina Martín Caparrós.