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Derechos humanos

Carbón a costa de derechos humanos: el alto precio de las extracciones del mineral que llega a España

Imagen de un niño en una mina de carbón a cielo abierto en Colombia.

Hace ya un año que las minas de carbón en España asumieron su cierre absoluto: a finales de 2018, el candado estaba definitivamente echado. Sin embargo, las centrales térmicas siguen funcionando y requiriendo del uso de carbón. Concretamente, en 2018 el 14,1% de la producción eléctrica se produjo a partir de este combustible. ¿De dónde procede el carbón, si todas las minas están hoy cerradas? Los principales países de origen son Colombia, Rusia, Indonesia y Sudáfrica, donde la extracción del mineral tiene un alto coste: represión, persecución y violencia son la moneda de cambio que pagan los habitantes de las comunidades locales. Así lo denuncia Greenpeace en su informe Las heridas del carbón. Violaciones de derechos humanos en las importaciones españolas, hecho público este lunes.

Según detallan los ecologistas, la producción de electricidad a partir del carbón "contribuyó en 2018 con casi 40 millones de toneladas de CO2 en España", especialmente en las centrales de As Pontes (7.936.709 toneladas), en A Coruña, y Litoral (6.268.515), en Almería, ambas pertenecientes a Endesa. A ellas se suma la central de Aboño (7.075.973 toneladas), en Gijón, propiedad de EDP. "Estas tres centrales se encuentran entre las 30 instalaciones productoras de electricidad más contaminantes de Europa", sostiene el estudio.

Pero los efectos de su actividad no son sólo nocivos con el medio ambiente, sino con los derechos humanos de poblaciones diversas. Aunque el Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos, rubricado en julio de 2017, establece la obligación para las empresas de evitar consecuencias negativas sobre los derechos humanos, "esto no está pasando". Al contrario, el análisis de los ecologistas evidencia los "conflictos sociales y ambientales generados en las cadenas de suministro de carbón".

Aunque la falta de transparencia se configura como uno de los escollos más grandes de la investigación, los ecologistas determinan que, por norma general, "las empresas mineras se instalan" en un territorio, "desplazan a los habitantes de sus viviendas, contaminan el entorno y acaban con el agua que emplean en limpiar el carbón". En todo el proceso, llegan a provocar explosiones para extraer el mineral, "hacen temblar su casas y esparcen polvo por el aire que respiran". El esquema, dicen, es "prácticamente idéntico" en todos los territorios documentados, donde la tónica común pasa por una suerte de complicidad entre empresas y autoridades.

El mantra del desarrollo económico

Y todo ello sucede porque el respaldo sobre el que se apoyan es muy sólido: el mantra del desarrollo económico. Sin embargo, denuncia la organización ecologista, la promesa de prosperidad nunca se cumple y los costes son cada vez más altos.

Así ocurre en diferentes reservas rusas, como Pechora, donde "casi el 80% de la generación de deshechos se debe a la actividad de extracción de minerales por parte de las empresas"; Kuzbazz, donde las "explotaciones están muy cerca de núcleos urbanos, se realizan a cielo abierto y las minas no se rellenan" o Kansk-Achinsk, afectada por "contaminación hídrica y del aire, devastación de los bosques y pérdida de las tierras que servían de modo de vida a la población".

Tal y como relatan activistas locales y vecinos, a quienes Greenpeace da voz, "hay más de cien localidades que están afectadas por las minas de alguna manera, bien porque están muy cerca o porque han tenido que mudarse".

En la otra punta del planeta, los problemas se repiten. En Colombia, "las inversiones de minería se hacen sin el consentimiento de la gente" y de nuevo bajo el precepto de un desarrollo económico que no deja de ser una utopía para la población local. En la mina Cerrejón, la empresa de carbón en La Guajira extrae 108.000 toneladas de carbón al día para su exportación. Se trata de la mina abierta "más grande del mundo", que no deja de crecer a costa de la población local: ha desplazado ya a más de 20.000 personas y el gasto de agua destinado en exclusiva a la explotación asciende a los 30 millones de litros al día.

La escasez de agua provoca que la población tenga que subsistir con "agua no apta para el consumo", cuando no se producen "desplazamientos forzados" o "desalojos violentos de comunidades indígenas y afrocolombianas".

Algo similar a lo que sucede en Indonesia, donde la expansión de la minería en los últimos quince años ha sido exponencial, posicionando al país como "uno de los mayores exportadores de carbón a nivel global". La expansión, reza el informe, "se ha desencadenado, al menos en parte, por un crecimiento caótico en la concesión de licencias para nuevas minas de carbón". Lejos de mejoras para la ciudadanía, las minas han generado graves problemas "como la corrupción desenfrenada, la minería ilegal, la deforestación, reclamaciones de tenencia de tierras, preocupación respecto de la explotación desmedida de los recursos y esterilidad de las tierras". A los vecinos, denuncian activistas locales, "nunca les hablaron de los daños".

En Sudáfrica el peso de la economía es fuerte: el carbón se alza como "la segunda mayor fuente de ingresos del país" y proporciona el "6,1% de las exportaciones totales de mercancías". De nuevo, "las violaciones de derechos humanos" se repiten y toman forma a través de la "falta de información a las comunidades locales, desplazamientos sin compensación, persecución y daños ambientales con afecciones directas en la salud de los habitantes". Ocurre así en la región de Limpopo, donde el "ambiente tóxico" es ya una realidad, provocada por "la industria minera, las instalaciones de tratamiento de aguas residuales, los residuos domésticos y los productos químicos y pesticidas agrícolas". Paralelamente, en Mpumalanga, "el desempleo crece a medida que las compañías mineras de carbón abandonan las minas y dejan tras de sí las tierras infértiles y contaminadas, pobreza y trabajadores enfermos".

Es imposible obviar, además, el castigo generalizado a cualquier tipo de contestación social. En algunas comunidades rusas se habla de incendios, cuya autoría no ha sido investigada, contra las casas de aquellas familias que se niegan a vender sus tierras. En Colombia, la represión sobre los líderes sociales "es extrema" y sólo entre enero y septiembre de 2019 "habían muerto 155 activistas" según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz). En Indonesia, igualmente, "la balanza de poder contra las comunidades se inclina hacia las empresas con la violencia y la ayuda de las autoridades que, una vez más, sólo ven desarrollo económico".

Alternativas justas

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Diagnosticado el problema, Greenpeace traza algunas de las líneas que cree fundamentales para alcanzar una solución. Entre las recomendaciones que plantea, la agrupación ecologista habla de establecer un marco normativo que incluya estándares y obligaciones en cuestiones de transparencia; proteger, asegurar y promover el goce efectivo de derechos humanos; establecer mecanismos efectivos de reparación de los abusos detectados o adoptar políticas que garanticen la supervivencia económica y trabajadores y comunidades.

Los consejos de los ecologistas no se ciñen únicamente a las pautas que gobiernos y empresas deben seguir a nivel global, sino que también se adaptan a la realidad concreta de España. Al Gobierno de Pedro Sánchez le recomiendan fijar una fecha para eliminar el carbón del sistema eléctrico nacional, a más tardar en 2025, y establecer el año 2040 como límite para reducir a cero las emisiones netas de gases de efecto invernadero.

Apuestan además por garantizar, agilizar y autorizar el cierre de las centrales térmicas de carbón que no han realizado las inversiones necesarias para adaptar sus instalaciones a la normativa europea, con fecha límite de junio de 2020. Ese cierre, proponen, debe realizarse en el marco de una "transición energética justa, equitativa y que incluya la perspectiva de género". El fin de las centrales térmicas y la minería no puede ser posible sin tener en cuenta a los olvidados de esa transición justa. Finalmente, la organización pone sobre la mesa la importancia de la vigilancia y el control, tanto de las propias centrales térmicas que deben cumplir con los límites de emisiones establecidos por la normativa europea, como de los países que deben "obligar a las empresas a implementar procesos de diligencia debida en materia de derechos humanos".

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