Crisis del coronavirus
El virus pone un examen del siglo XXI a un Estado anclado en el XX por la falta de reformas de la Administración pública
Hay grandes palabras, palabras mayores y reforma de la Administración pública. Eso ya son palabras gigantescas. Es una tarea pendiente de dimensión inabarcable, tanto que su enunciado genera a estas alturas más escepticismo que ilusiones. Suscitado el debate, bajo la presión que sobre las instituciones ejerce el covid-19, abundan los juicios críticos de gran dureza sobre el funcionamiento de papá Estado, descrito a grandes rasgos como un señor serio y cumplidor, sí, pero atrapado por la rutina y de actitud circunspecta, más burócrata que gestor. Un oficinista formalito, aseado, puntual, preocupado ante todo por no meter la pata. “Si hoy un funcionario tuviera una idea muy buena sobre cómo gestionar de forma nueva y original el Ingreso Mínimo Vital, tendría más posibilidades de ser amonestado que de ser recompensado”, ilustra Víctor Lapuente, catedrático de Ciencia Política. Ahora, en plena pandemia, una crisis que está enseñando los costurones del Estado, las deficiencias de su diseño y los vicios de su funcionamiento, la reforma largamente postergada de la administración aparece en la mesa. Y es el Gobierno el que la sitúa ahí, en respuesta a un extendido consenso sobre su urgencia. El siglo XXI aún espera a la administración española y su tan anunciada reforma.
Como dice la expresión anglosajona, el diablo está en los detalles. ¿Qué reformar? El Gobierno no da excesivos detalles. "Necesitamos modernizar nuestra administración pública. Necesitamos aligerar nuestros procedimientos, sin que falte un ápice de rigor, de rendimiento de cuentas, de control y de transparencia. Necesitamos de una coordinación mucho más eficiente en la Administración General del Estado (AGE) y en relación con las otras administraciones”, afirmó la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo (PSOE), durante la presentación oficial a primeros de octubre del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Sus palabras echaron combustible a las expectativas en torno a la reforma de la administración, que entra dentro de ese catálogo de señores Godot del debate público español tan mencionados como ignotos, del que también formaría parte el “cambio de modelo productivo”.
¿Sólo intenciones, entonces? De momento, sí. Pero ya son muchas intenciones y un puñado ha adquirido forma de compromisos oficiales, situados por el Gobierno en la cabecera de la agenda. El acuerdo de gobierno de PSOE y Unidas Podemos recoge toda una hoja de ruta “hacia una administración digital, más abierta y eficiente”. Lo cierto es que hay más medidas que concreción en el acuerdo. Más contante es el plan normativo del Gobierno, cuyo apartado para el Ministerio de Política Territorial y Función Pública de Carolina Darias incluye una nueva Ley de Función Pública cuyo objetivo es “impulsar la racionalización de la AGE y mejorar la calidad de los servicios públicos”. La norma, que según fuentes oficiales podría llegar al Consejo de Ministros a finales de 2020 o principios de 2021 en un escenario “óptimo”, abordará entre otras cuestiones “la figura del personal directivo, la evaluación del desempeño y el desarrollo de la carrera del empleado público”, como recoge el plan normativo.
¿Es viable legislar eficazmente sobre materias tan amplias y sometidas a inercias históricas? En un reciente artículo sobre evaluación de políticas públicas en infoLibre, Hugo Cuello, especialista en evaluación con experiencia internacional en los sectores público y privado, y Manuel Villoria, catedrático de Ciencia Política y de la Administración, coincidían en la incontrolable propensión española a querer arreglarlo todo a base de leyes que se quedan en impecables declaraciones sobre el papel. Lapuente coincide. Más que legal, afirma, hay un problema “cultural”. “Existe un dominio de la ley sobre la gestión. En todo el mundo, el funcionario tiene la obligación de seguir la ley y de actuar de forma imparcial. Pero también de ser eficaz. En nuestra tradición administrativa el principio de cumplimiento de la ley se impone sobre el de eficacia. Los administradores pasan más tiempo tratando de cumplir normas que de solucionar problemas”, señala Lapuente. ¿Cambios legales? Sí, pero dejando claro que no serán recetas mágicas. Lo importante, indica, es “no seguir cavando”, como tratan de hacer –indica– comunidades como el País Vasco y Cataluña, que están introduciendo progresivas reformas modernizadoras.
“En la administración hay funcionarios muy innovadores. Pero hay un problema de incentivos perversos”, señala Lapuente. A su juicio, se premia “no incumplir la norma”. En tiempos normales, puede valer. Ahora no. “Cumplir las normas te garantiza un funcionamiento mínimo normal. Pero si hay que responder a algo tan brutal como esta pandemia, que requiere equipos multidisciplinares, coordinación continua, una gestión eficaz de muchos datos.... pues el sistema chirría”, señala. La pandemia ha desnudado las carencias, como detallan Lapuente, Francisco Longo y Elosía del Pino en un artículo en Agenda Pública que contrasta la “excelente” respuesta de sanitarios, docentes, trabajadores sociales, militares o policías, con los fallos de “sistema”: “escasa anticipación, trabas burocráticas y déficits de agilidad que han afectado a la compra de mascarillas, la fabricación de ventiladores o gestión de las ayudas; problemas de gestión de datos que reflejan déficits de personal cualificado en este campo, mientras las profesiones jurídicas y las categorías de cualificación técnica media y media baja siguen siendo muy abundantes”. A ello se suma la descoordinación en una administración “más acostumbrada a hacer cosas que a conseguir que pasen cosas” y a la que “le resulta más fácil remar que llevar el timón”. “Muchos de estos problemas no son nuevos –añaden los autores–. Reflejan, por una parte, la lentitud con que los cambios suelen llegar, más allá de la superficie, a la administración pública. Por otra parte, son carencias que derivan del escaso interés que la política viene prestando a las reformas de la administración, más allá de los debates ideológicos y retóricos entre una derecha atea, que parece no creer en la capacidad del sector público para evolucionar y reformarse, y una izquierda beata, que lo contempla como si fuera moralmente superior e infalible”.
Ni ateo ni beato en su análisis, el profesor de Ciencia Política Juan Rodríguez Teruel se muestra partidario de tocar el BOE. “Las referencias a la necesidad de cambio cultural me suscitan escepticismo. Son muy fáciles de manipular”, señala. Toca legislar. Eso sí, sin subir las expectativas a la luna por los cuatro trazos adelantados por el Gobierno. “No creo que haya que esperar grandes transformaciones. La idea lleva 40 años circulando, desde [Joaquín] Almunia, que hizo el primer draft [borrador] de reformas. Más de tres décadas y se ha cambiado poco. Sí ha habido más cambios en la administración autonómica, sobre todo para incrementar la transparencia, ofrecer garantías al ciudadano... Pero los principales nodos, los más problemáticos, no se han tocado”, explica ¿Qué nodos? Hay cuatro principales que surgen en todos los análisis.
1. Coordinación: salir del “que cada palo aguante su vela”
Al decir “la administración”, a menudo acude a la mente un bloque uniforme. Para disipar esta idea es conveniente la lectura de Las Administraciones españolas (Tecnos, 2018), del catedrático de Derecho Administrativo Miguel Sánchez Morón, que hace un recorrido por el bosque de la cosa pública española, hecho de la Administración General del Estado, sí, pero también de comunidades autónomas, diputaciones, ayuntamientos, cabildos, consejos insulares, entidades locales autónomas, mancomunidades, consorcios, áreas metropolitanas, comarcas, comunidades de villa y tierra en Castilla y León, cuadrillas en Álava... “Al inicio de la Transición […], la Administración del Estado tenía a su servicio mas del 85% de los empleados públicos del país. Ahora en cambio, el porcentaje […] no llega al 21%”, anota Sánchez Morón.
Los “pactos autonómicos” de 1981, que alumbraron la Loapa, dieron el pistoletazo de salida a un proceso de descentralización que ha sido citado durante más de 30 años en el listado de logros históricos de la joven democracia española. Ahora el modelo está en crisis en fondo y forma. Y el coronavirus ha destapado múltiples fallos y lagunas. En palabras de Joan Romero, catedrático de Geografía Humana y director de la Cátedra Prospect de la Universidad de Valencia: "Hemos vivido un momento histórico que ha puesto a prueba la arquitectura institucional española desvelando importantes deficiencias. El test de estrés ha demostrado una fatiga de materiales".
Sale una y otra vez una palabra: descoordinación. “Todo funciona por unidades administrativas. Va desde el ministro hasta el último escalafón. Vale, hay decisiones que se pueden gestionar verticalmente. Pero cuando toca impulsar acciones complejas que implican a muchas unidades, como ocurre ahora, hace falta coordinación. Y nos falta. No sólo entre administraciones, sino en el seno de los propios gobiernos, donde la coordinación sectorial es muy complicada”, señala Rodríguez Teruel, que sugiere la creación de “organismos intersectoriales que no estén a nivel de ministerios” para ayudar a la coordinación. “Esto sí sería un avance, pero la administración no lo favorece. Se acaba favoreciendo una lógica que podríamos llamar: 'Que cada palo aguante su vela'”.
La politóloga Sandra León señala las múltiples disfunciones ocurridas con los datos durante la crisis sanitaria como la demostración de uno de los males endémicos: “Las administraciones públicas se relacionan poco entre sí”. Como ocurre en todos los análisis, la detección de una carencia lleva a la detección de otra. El problema de los datos muestra el problema de la insuficiente digitalización, que a su vez empuja a preguntarse por la formación de los funcionarios para emplear herramientas tecnológicas. En un artículo publicado por la Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas (Esade), Miguel Almunia y Pedro Rey-Biel se atreven con una propuesta para la gestión de datos, que incluye la creación de consorcio entre entidades (INE, Agencia Tributaria, Seguridad Social, Banco de España, Airef, autonomías) y la contratación de especialistas. ¿Contratación de trabajadores públicos, dicen? Siguiente desafío.
2. Personal: dejar atrás la memoria y el tocho
“Modelos arcaicos de aprendizaje memorístico”, describe Elisa de la Nuez, abogada del Estado y secretaria general de la Fundación Hay Derecho. Así se entra básicamente a trabajar como funcionario. Si la crítica a la descoordinación genera consenso, aún más unánime lo es contra la pauta general de acceso a la función pública. Sandra León cita sin dudar entre las asignaturas pendientes la “renovación de la selección de los servidores públicos, reforzando los conocimientos prácticos y la capacidad analítica”. Y recuerda: “Si quieres digitalizar, necesitas empleados públicos que sepan hacerlo”. Sánchez Morón, autor de Las Administraciones españolas, también reclama una “actualización” del sistema de acceso. “El modelo de oposiciones es demasiado formalista. Las pruebas deben ser de tipo más práctico, no tan centradas en la obligación de memorizar”, señala el catedrático. Aunque en general se muestra escéptico sobre el alcance de las reformas que impulsará el Gobierno, sí observa que en este punto –el acceso– está bastante ya extendida la idea de que son necesarios cambios. Se verá.
Hasta ahora, expone Rodríguez Teruel, apenas los ha habido. “Se han producido reformas pequeñas en la selección de algunos cuerpos, sobre todo con la potenciación de los TAC [técnicos de administración civil]. Por lo demás, muy poco. El reclutamiento en los grandes cuerpos sigue con el modelo básicamente igual que hace 40 o 60 años, mediante pruebas que valoran conocimientos detallados”, señala. ¿Tiene sentido que, desde 1990 con la Logse, esté cada vez más asumido en el diseño escolar el aprendizaje por proyectos, el “aprender a aprender” como base del crecimiento, y que en las oposiciones mantengamos el culto al memorión y los tochos?
“El empleo público sigue adoleciendo de una regulación exageradamente uniforme que no se corresponde con la pluralidad de su composición y con el carácter diverso de las funciones y tareas [...]. Este marco uniforme está compuesto, además, por procedimientos y prácticas que introducen una considerable rigidez en los mecanismos de gestión de las personas, lo cual lleva consigo importantes restricciones a la calidad de la gestión, la adaptación a los cambios, las mejoras de eficiencia y la capacidad de innovación”, diagnostican Lapuente y sus colegas en su artículo. Aparece en el texto una expresión: “gestión de la diferencia”. O más claramente: “mérito”.
Carles Ramió, catedrático de Ciencia Política y de la Administración, autor de un blog de referencia sobre la cosa pública, ha puesto sobre la mesa una propuesta: una definición restrictiva de ámbitos de gestión puramente “funcionarizados”, limitándose a los que están en contacto directo con la política y deben blindarse de la discrecionalidad y el clientelismo. El resto, laboralizarlo bajo la premisa del “mérito” y en evaluación continua.
3. Directivos: profesionalizar vs politizar
La propuesta de Ramió: profesionalizar lo público. ¿La tendencia? La contraria. Politizarlo. Especialmente en el nivel directivo. “El nivel de politización es muy elevado. Hay mucha promoción por filiación política”, señala Víctor Lapuente. A su juicio, la falta de respeto político a la función técnica de los servidores públicos queda al descubierto con la pandemia, citando el caso de los ceses en Madrid. La colonización partidista de la alta dirección técnica contribuye a lo que Lapuente llama “sistema perverso de incentivos”, en el que pesa demasiado la adhesión al cargo público. Lapuente defiende un régimen jurídico específico de la dirección pública profesional, que la preserve de las turbulencias propias de los ciclos político-electorales, y marcos claros para incentivar la eficiencia.
Sánchez Morón coincide al señalar que España tiene la tarea pendiente de "concretar una regulación específica de la dirección pública profesional”, en los niveles por debajo del ministro. “A diferencia del resto de países de Europa occidental, eso falta en nuestro derecho. Aquí se han hecho parcheos políticos. Los gobernantes siempre han preferido gente de su confianza. Lo intentó Jordi Sevilla, pero ningún Gobierno ha querido”, señala. Apunta contra el actual Gobierno por su elevado número de puestos “de confianza”. “Tengo muchas dudas de que vaya a impulsar una profesionalización”, concluye. Rodríguez Teruel señala al espacio de decisión desde la subdirección general para abajo. “En vez de tender a la profesionalización para elegir profesionales formados con rol dirigente, aquí predomina la confianza política para los altos cargos”, lamenta.
4. Transparencia: el antídoto de la desconfianza
España presenta un riesgo añadido, la extrema fragmentación del modelo de “administración paralela”, que ha hecho fortuna en España en la estela del new public management de raíz thatcheriana, respuesta liberal-conservadora a las burocracias tradicionales. La idea teórica era asemejar lo máximo posible la gestión pública a la privada. En la práctica, se ha ido generando una estructura atomizada donde los requisitos de acceso, los controles y la fiscalización se relajan, al tiempo que se rebaja el rigor presupuestario, explica Sánchez Morón en su ensayo. Su descripción de la administración paralela resulta más inquietante dado que han proliferado miles de terminales sin sujeción plena al Estatuto Básico del Empleado Público, lo que supone un "factor de debilidad institucional".
Sociedades mercantiles, organismos autónomos, fundaciones, consorcios, entes públicos, entidades empresariales, instituciones sin ánimo de lucro, comunidades de usuarios, agencias y mutuas colaboradoras con la Seguridad Social se expanden por todos los recovecos de la institucionalidad española, desplegando estructuras con mayor discrecionalidad y promiscuidad entre la esfera política y la técnica. En abril de 2019, había más de 5.000 entes que cabía considerar “administración paralela”, un término sujeto a interpretaciones discrepantes, según un análisis realizado por este periódico. Uno de los grandes problemas del desarrollo de una ingente Administración instrumental es la deficiencia del aparato de control que conforman los parlamentos, el Tribunal de Cuentas, los defensores del pueblo y las oficinas contra el fraude y la corrupción, como detalla el ensayo de Sánchez Morón, que llama la atención sobre la mayor permeabilidad a la corrupción de los entes instrumentales. En Andalucía, las agencias han tenido un papel destacado en los principales casos de corrupción durante la etapa del PSOE. La Agencia IDEA pagaba las ayudas sociolaborales en cuestión por el caso ERE. La sociedad mercantil Invercaria da nombre a un caso de supuesta malversación vinculada a inversiones públicas con criterios indebidos. El acceso arbitrario y el uso indebido de tarjetas de crédito han puesto en el punto de mira a la extinta fundación Faffe. En Madrid es conocido el caso del Canal de Isabel II de Madrid, implicada en uno de los principales casos de corrupción descubierto en los últimos años (Lezo).
La administración paralela no es –evidentemente– el único foco de corrupción, fenómeno hermanado con el clientelismo y el derroche. Uno de los remedios es la transparencia. ¿Qué tiene previsto el Gobierno? PSOE y Unidas Podemos, en su acuerdo, prevén “una reforma de la Ley de Transparencia”. El plan normativo recoge la aprobación de un “reglamento de transparencia, acceso a la información y buen gobierno” que ya estaba previsto en la ley, de 2013. No ha habido prisas.
5. Evaluación: ¿funciona lo que hacemos?
A España aún le faltan datos: el Estado hace política a oscuras en áreas clave por su histórico déficit estadístico
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La evaluación es el corolario de todos los discursos sobre la reforma. Si no sabemos si lo que hacemos funciona, ¿cómo sabemos si seguir o cambiar? España adolece de escasez de instrumentos evaluadores, un déficit capital en la era covid. “Los ingentes recursos, internos y externos, que habrá que invertir en la recuperación y en la atención a los más vulnerables corren el riesgo de perderse, llegar tarde o no ser debidamente aprovechados si no se ponen al día los circuitos y mecanismos de nuestro sector público. Piénsese en la aplicación efectiva del Ingreso Mínimo Vital o en la gestión de los proyectos que deberá financiar el fondo europeo de reconstrucción, en un país al que los datos de la Comisión Europea sitúan en el furgón de cola en cuanto al nivel de ejecución de los fondos estructurales ”, señalan Lapuente, Longo y Del Pino.
Sánchez Morón aclara que el panorama no es homogéneo. Destaca la evaluación del desempeño en organismos como la Agencia Tributaria y la Seguridad Social, así como en la Guardia Civil. No obstante, la tónica es la contraria. “La evaluación estaba prevista en el Estatuto Básico del Empleado Público, pero sigue pendiente”, señala el catedrático, que cree que este es uno de los aspectos que tiene ahora más a mano acometer el Ministerio Política Territorial y Función Pública.
El departamento de Carolina Darias no aclara cuál será el alcance exacto de las reformas previstas en el plan normativo. Cualquiera que sea la reforma tendrá que desplegarse en un entorno infernal. La crisis sanitaria apareja una económica, que previsiblemente desencadenará competencia por los recursos entre administraciones y dentro de las mismas. Y con los problemas políticos ahí presentes. Está pendiente no sólo el territorial, sino también la financiación autonómica. Como ha escrito José Tudela, secretario General de la Fundación Giménez Abad de Estudios Parlamentarios y del Estado Autonómico, el covid-19 se encontró al sistema en una doble crisis, "una de funcionalidad del modelo, que puede calificarse como ordinaria [...]; y una crisis extraordinaria", la derivada del procés. Se había generado un círculo vicioso ya antes del covid-19. "La crisis de integración [es decir, la catalana] contaminaba cualquier opción de diagnóstico y resolución de la crisis funcional". Y llegó la pandemia, que ha subido al funcionamiento del Estado en una noria frenética: de la recentralización puntual del primer estado de alarma al federalismo improvisado del segundo. Todo es volatilidad y la inestabilidad parece la nueva cualidad de lo estable. A priori no parece el momento óptimo para una reforma de la administración pública, reducto formalista del antiguo mundo. O quizás es el único momento posible.