Putin arrastra al mundo a una nueva era llena de incógnitas
Hoy, el mundo ha cambiado. Por una vez, no es exagerado ni innecesariamente dramático decirlo. Lo “trágico de la historia” ya no es una frase rimbombante. Se hace realidad. El ataque perpetrado por las tropas rusas en suelo ucraniano a las cinco de la mañana, el 24 de febrero, descartaba definitivamente la posibilidad –hasta entonces se mantenía algo de esperanza– de una solución diplomática a la crisis político-militar ruso-ucraniana.
Y lo que es más importante, la magnitud de este ataque y la forma en que se decidió llevan al sistema internacional a traspasar un límite tal y como evolucionaba hasta la fecha. Y probablemente, dado ese paso, no haya vuelta atrás. De ahí el vértigo que expresan muchos especialistas y protagonistas de las relaciones internacionales, que no dudan en hablar de un “cambio de época”, la idea de que el mundo es ahora “diferente”, o que ha entrado en una "nueva era".
La sensación de encontrarse en un punto de inflexión peligroso se basa en varios elementos objetivos. Todos ellos apuntan a la brutal concreción de una nueva era en las relaciones internacionales.
La naturaleza sin precedentes del ataque
No es la primera vez que la guerra estalla en suelo europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En los años 90, el Viejo Continente se vio ensangrentado con las guerras de la antigua Yugoslavia. Pero se trataba de una guerra civil que se internacionalizó, no de una invasión de un Estado vecino por parte de una gran potencia militar y nuclear, con el objetivo declarado de derrocar a su Gobierno, sin que éste lo hubiera provocado militarmente.
Es cierto que Rusia ya ha transgredido el principio de intangibilidad de las fronteras en el Cáucaso y en la propia Ucrania, al apoyar a las repúblicas separatistas del Dombás y, sobre todo, al anexionar Crimea a su territorio en 2014. Pero la escala de la ofensiva marca la diferencia esta vez.
Olivier Schmitt, profesor de la Universidad de la Dinamarca del Sur, explica a Mediapart, socio editorial de infoLibre: “Hasta ahora se trataba de operaciones limitadas. Pero la operación actual combina medios terrestres, marítimos y aéreos, de importancia tal que podemos suponer razonablemente que el objetivo es Kiev, la capital. Asistimos al doble deseo de una modificación de fronteras y de un cambio de régimen”.
Incluso a una escala histórica y espacial más amplia, señalaba recientemente el periodista de The New York Times David Leonhardt, pocos casos son similares. Durante la Guerra Fría, la URSS invadió Afganistán, Checoslovaquia y Hungría; y Estados Unidos invadió Panamá y derrocó un gobierno en Guatemala. Más tarde, inició guerras en Irak. Pero “las mayores potencias del mundo rara vez han utilizado la fuerza para ampliar sus fronteras o establecer ‘estados clientes’ en sus propias regiones”, escribe David Leonhardt.
El uso sin complejos de la fuerza
Además del tipo de ataque lanzado por Vladimir Putin, la forma en que se decidió responde a un efecto umbral sin precedentes. Hasta ahora, el presidente ruso revestía sus intervenciones con un barniz de legitimidad, alegando que protegía a los ciudadanos rusos o a las minorías rusoparlantes en peligro. Esta vez, los objetivos de “desmilitarización” y “desnazificación” invocados por Putin se inscriben en un recurso a la fuerza que da cabida a justificaciones delirantes.
Esta es una de las diferencias con la guerra de Irak comenzada Estados Unidos en 2003, sobre la base de mentiras y sin mandato de la ONU. “Hasta el final”, confirma Olivier Schmitt, “el régimen de George W. Bush intentó obtener legitimidad por esta vía, inscribiéndose en un juego multilateral. Tras fracasar, acumuló entonces argumentos engañosos para defender esta legitimidad, por ejemplo, explicando que Estados Unidos y los países que le seguían representaban una gran parte de la riqueza mundial. Esta vez a Putin le importa un bledo...”.
De hecho, el presidente ruso demuestra su desprecio por el derecho internacional y no trata de disfrazarlo de ninguna manera. De paso, se incumplen varios principios avalados por el Estado ruso. En 1994, Rusia firmó el Memorando de Budapest, un protocolo diplomático en el que se comprometía a respetar la soberanía y la integridad territorial de Ucrania a cambio de que ésta renunciara a las armas nucleares que tenía estacionadas en su territorio. Rusia también confirmó su adhesión a los Acuerdos de Helsinki firmados por la URSS en 1975, incluido el derecho de los Estados a elegir libremente sus alianzas.
La pulverización de los esquemas de lectura habituales
La fuerza de los acontecimientos actuales también puede verse en la alteración de las rutinas intelectuales que produce. De hecho, todos los que pensaban que era improbable una invasión general del país se han visto desmentidos por lo ocurrido. El desarrollo de la crisis ucraniana dio lugar a análisis que exigían una comprensión del comportamiento de Vladimir Putin diferente a la del pasado.
En un texto publicado [en francés] en el sitio web Le Rubicon, Céline Marangé, investigadora del Service historique de la Défense, escribía el 10 de febrero: “Hasta ahora, siempre había suscrito la idea de que los dirigentes rusos estaban movidos por un fuerte complejo de desclasamiento ligado al trauma del hundimiento de la Unión Soviética y que, por tanto, desplegaban una estrategia fundamentalmente defensiva que se traducía en acciones ofensivas”.
Sin embargo, muchos elementos la llevaron a formular “otra hipótesis que [...] consiste en pensar que a estas apuestas de rango y seguridad se añade ahora –y no se sustituye– una fuerte dimensión identitaria. [Vladimir] Putin también podría estar persiguiendo un gran deseo: el de ampliar las fronteras del país reuniendo, por diversos medios directos e indirectos, ‘tierras rusas’ consideradas ancestrales”.
Una vez iniciada la invasión, los políticos expresaron una dramática –aunque algo tardía– toma de conciencia, por ejemplo, la exministra de Defensa alemana Annegret Kramp-Karrenbauer, que dijo estar “enfadada con nosotros mismos por nuestro histórico fracaso. [...] No hemos preparado nada que pudiera haber disuadido realmente a Putin”.
“Hay un efecto de estupefacción”, constata Olivier Schmitt. “Mucha gente, incluso entre las élites, entiende que está ocurriendo algo diferente a lo habitual. Sobre todo, están descubriendo que después de décadas de decir que las soluciones eran políticas y no militares, es necesario hacer el esfuerzo intelectual de no separar ambos aspectos. A veces lo militar crea las condiciones para una solución política”.
Este desafío lanzado a Estados Unidos confirma, por si hiciera falta, que la era de un mundo unipolar, organizado en torno a su hegemonía, ha terminado. Para los occidentales, incluidos los que fueron críticos con esta dominación, acostumbrarse a una nueva era de rivalidad entre grandes potencias será costoso. Esto es lo que está en juego en el futuro imposible de predecir, pero obviamente menos cómodo intelectual y materialmente, que nos espera.
Un mundo más duro e incierto
Por lo tanto, nos adentramos en una nueva era. ¿De qué estará hecha? Nadie lo sabe con exactitud, ni siquiera el propio Vladimir Putin. Una vez lanzada la agresión militar en Ucrania, lo que ocurra después no depende tanto del propio presidente ruso como del comportamiento de su entorno, de sus soldados, de los rusos que le apoyarán o no en su decisión... y, más allá, de la reacción del resto del mundo ante este ataque.
Sin duda, el presidente ruso ha hecho tambalear la historia. Pero cómo va a caer sigue siendo una cuestión parcialmente abierta. Sin embargo, surgen algunas certezas.
En primer lugar, la onda expansiva será global. “Los efectos desestabilizadores del conflicto podrían extenderse mucho más allá de Ucrania: a Europa central, a los Balcanes (donde una frágil paz empezaba a resquebrajarse, incluso antes de esta noche), a Asia central y hasta al Pacífico”, afirma la revista británica New Statesman, considerada una de las voces de la izquierda británica.
En Asia, la invasión corre el riesgo de “complicar aún más las posturas de Japón y Estados Unidos frente a China” y las tensiones militares ruso-estadounidenses, ya elevadas, “probablemente se agudizarán en el teatro del Extremo Oriente ruso”, analiza el sitio web Asialyst. Sobre todo, continúa el New Statesman, los próximos días sentarán precedentes sobre “lo que es aceptable en las relaciones internacionales a principios y mediados del siglo XXI y lo que no”, precedentes que darán forma a las décadas venideras.
Algunos observadores temen que los objetivos imperialistas rusos en Ucrania –y la incapacidad europea y estadounidense para disuadirlos– influyan en las próximas decisiones de China sobre Taiwán. Por el momento, Pekín lo niega formalmente. “Si las potencias occidentales no consiguen responder a Rusia, reforzarán la visión de China sobre lo que hay que hacer con Taiwán”, advertía a principios de febrero Lai I-chung, antiguo cuadro del Partido Democrático Progresista de Taiwán.
La segunda certeza es que la relación de muchos europeos con la violencia, la guerra y la seguridad cambiará. Para muchos de ellos, especialmente los franceses, la guerra dejará de ser una perspectiva lejana y teórica. A largo plazo, este conflicto a las puertas de Europa afectará a sus carteras y a su nivel de vida, explica Olivier Schmitt a Mediapart.
También requerirá un cambio en nuestras formas de entender el mundo y, en particular, en nuestras culturas políticas y su “aversión al radicalismo”, que nos impiden comprender el funcionamiento del Ejecutivo ruso, señala en Twitter la investigadora de la Universidad de París Nanterre Anna Colin Lebedev.
“No creemos que lo peor sea posible. En otro continente, tal vez, pero no aquí: ‘¿Rusia no va a atacarnos a NOSOTROS?’. Los actuales dirigentes rusos no piensan en términos de costes y beneficios. Piensa en términos de una misión mayor. [...] ¿Sería suicida para Putin atacar un país de la OTAN? No lo descartemos”, añade.
La relación de nuestras sociedades con la violencia también cambiará por una última razón. La invasión de Ucrania bien podría marcar el fin de un mundo en el que las grandes potencias intentaban respetar –o al menos aparentar respetar– las leyes y los tratados internacionales alumbrados tras la Segunda Guerra Mundial; e intentaban evitar –o al menos aparentar evitar– la guerra, que se consideraba colectivamente detestable.
Este es el argumento del historiador y escritor Yuval Noah Harari (que se hizo famoso por su bestseller Sapiens: una breve historia de la humanidad), para quien la guerra de Rusia podría poner en entredicho nada menos que la larga marcha de la humanidad hacia una sociedad más pacífica. “La amenaza rusa de invadir Ucrania debería preocupar a toda persona viva en la tierra”, escribía el 11 de febrero.
Porque “si se convierte en normal que los países poderosos aplasten a sus vecinos más débiles”, las consecuencias serán innumerables: un aumento espectacular de los presupuestos dedicados por los Estados a la defensa (serían de media el 6% del PIB, un nivel históricamente bajo), lo que supondría detraer ese porcentaje de lo que se destina a la educación o la sanidad, y grandes dificultades para cooperar internacionalmente en temas como la lucha contra el cambio climático.
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Algunos llegarán a la conclusión de que la única opción que queda es detener la fuerza con la fuerza. También es posible considerar –y esto no es exclusivo– que lo inesperado puede venir del propio pueblo, incluso en los regímenes más cerrados. Sin embargo, tampoco en este caso es posible el romanticismo: la emancipación de la ley del más fuerte es siempre un proceso costoso.
Traducción: Mariola Moreno
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