Crónica en primera persona

Atrapados en el tren: 12 horas sobre vías en el corazón de la dana

Usuarios de los trenes de Larga y Media distancia de la línea AVE Madrid-Andalucía comprueban los paneles informativos en la estación de Santa Justa en Sevilla.

Miles de personas pasamos el domingo y la madrugada del lunes en trenes que no debieron salir. Cuando el AVE 02163 partió puntual de Málaga a las 15.38h, Toledo ya estaba sufriendo el embate de la anunciada DANA y Madrid, nuestro destino, aguardaba encerrado en casa bajo alerta máxima. Preguntamos antes de abordar: –¿Pero sale? Y el personal de Renfe nos dijo: sí, claro. Antes de llegar a Córdoba el tren hizo la primera de las incontables paradas que se sucederían a partir de entonces. La megafonía anunció sin prodigarse: las vías están inundadas, no podemos seguir.

En algún momento después –lo primero que se pierde es la noción del tiempo–, decidieron que regresábamos pero no a Málaga, sino a la parada más cercana en esa dirección: Puente Genil. Al menos entonces estuvimos en una parada. Buena parte de las más de 12 horas confinados en el tren las pasamos en lugares de donde no podrían siquiera habernos evacuado en autobuses. Nos lo dijo una de las jefas de tripulación en ese corrillo informativo y terapéutico en que se fue convirtiendo la cafetería. –¿Por qué no nos llevan a Puertollano, a Ciudad Real, a Sevilla y seguimos en bus? La pregunta era constante. Las respuestas cortaban: –Estamos en mitad de la nada. –Tenemos trenes varados por delante y por detrás. –Mira por la ventana, ves esa luz, ves esa gente: eso es un Valencia-Sevilla que tampoco se mueve.

Cuando el tren ya vibraba caos, me llamó un amigo que llegaba en coche a Madrid para decirme que no estaba pasando nada. En Twitter mucha gente decía que qué alarmistas, que no estaba pasando nada. Fueron unas conversaciones pintorescas. 400 personas estábamos atrapadas en un tren, 400 personas recibíamos whatsapps de otras personas atrapadas en otros trenes porque en Toledo había pasado y estaba pasando muchísimo: el horror. Pero como Madrid capital –todavía– no había recibido apenas impacto, entonces tranquilos, qué exageración, si no está pasando nada al final.

Desde el vagón precedente sólo se ven cabezas. Son las siete de la tarde y la cafetería del tren es un bar a la hora del vermut, un bar de pueblo en verano con gente de toda edad. No pido nada porque hay otro corrillo al fondo a la derecha: tertulia acalorada con la supervisora y un opositor que se sabe hasta la última coma del reglamento de Renfe. La literatura ferroviaria indica –corrobora una azafata de vuelo que es abogada– que tras una hora de retraso tienen que comenzar a ofrecer agua a los pasajeros. Ni a la hora ni a las 12 horas ni a la caótica llegada a Atocha ocurrió aquello. Es más: Renfe hizo caja ayer con la calamidad. En nuestro tren no hubo nada gratuito y todas las provisiones se agotaron a eso de las ocho de la tarde. –¿Qué os queda de comer? –Nada, tómese una copa, es lo mejor. Era una broma y era una verdad: hasta el último segundo antes de bajar de ese tren pasadas las tres de la madrugada, durante horas de caos con bebés a bordo, en el AVE 02163 se sirvió alcohol sin restricción. Qué sé yo: no parece la mejor idea en una situación de tensión sin fin a la vista.

La última vez que pisé la cafetería para grabar recursos de televisión, me fui espantada por un chaval ya pasadísimo, por el suelo chorreante de suciedad negruzca, porque mientras madres y padres y embarazadas y gente mayor tenían sed y tenían hambre y tenían ansiedad, esa cafetería parecía para entonces el final siempre decadente de un botellón. Latas por todos lados, papeleras desbordadas, un vómito de bebé que tantos pisamos y nos sobrevivió. Nadie limpiaba, nadie pasó interesándose por si todo el mundo estaba bien, nadie lo preguntó, siquiera, por esa megafonía guadianesca, parca y confusa. La gente que no estaba cerca de la cafetería, que no supo nunca que de allí emanaba información a la antigua, apenas supo nada de lo que estaba pasando. Tampoco que cuando se acabó todo te servían agua en un vaso allí mismo y –oh, benevolencia– no te la cobraban. Tampoco que el maquinista estaba que se subía por las paredes con las órdenes caóticas que le llegaban por teléfono, que estuvimos muchas horas atrapados en el más estricto sentido de la palabra y con una tormenta extraordinaria alrededor.

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Miles de personas fuimos expuestas durante el domingo y la madrugada del lunes de manera innecesaria, previsible y, a mi entender, negligente. Nuestros trenes nunca debieron salir. De salir, en cuanto se constataron las vías anegadas, debieron llevarnos a origen o a alguna población con parada para trasladarnos en autobuses o alojarnos hasta que fuera seguro salir por carretera o hubiese trenes de nuevo. Ay, a todo eso tan obvio le ocurre algo: cuesta dinero. Quisieron ahorrárselo todo. En ningún momento hubo mensajes tranquilizadores o indicativos sobre qué opciones se barajaban. Comunicación ausente y cero unidades de capacidad de reacción. La apoteosis fue cuando anunciaron que ya no íbamos para Madrid porque "la estación de Atocha está inundada y no entra ni sale ningún tren". Y posdata: "Retornamos en el otro sentido". Así, sin decirnos adónde. A ninguna parte, se supo pronto: enésimo movimiento fallido del tren que nos devolvía a la pantalla con 0 km/h. A continuación, en otro volantazo inexplicado, por primera vez el maquinista –voz aplastada por la responsabilidad y el hartazgo propio– anunció que íbamos para Madrid, y esa vez sí fue cierto.

Llegamos a Atocha doce horas después de haber salido de Málaga, un trayecto que dura tres. Nula capacidad de reacción: a nadie se le ocurrió ofrecernos al menos unas botellas de agua, o preguntar quién tenía enlaces en Chamartín. Íbamos a Ourense, a Zamora, a Salamanca, a Barcelona, a Valencia, a Pamplona. Todo hubo que rogarlo, la iniciativa no compareció. Tirados en una Atocha que era una acampada sucesiva hasta pasadas las cinco, cuando comienza el cercanías. Sin un cementoso sándwich que llevarnos a la boca con nuestras manos sucias: en los baños no había agua y en las máquinas vending sólo quedaban bebidas y chucherías. Me emocioné unos segundos al ver frutos secos –unos quicos– en una, pero la guarda de seguridad me aguó la esperanza: no funciona esa, por eso están ahí.

Nadie en Renfe pareció apurarse nunca por nada de esto. Estuvimos atrapados en un tren donde se llegó a pedir por megafonía que si alguien tenía leche en polvo para bebés la dejara en tal vagón. Podíamos haber tenido una apendicitis, un desmayo, cualquier susto. A las seis de la mañana ninguno teníamos nuevos billetes para continuar camino, pero Renfe abrió su centro de atención de Chamartín religiosamente a su hora. Yo tuve suerte, me dieron enseguida un asiento para Zamora. Tan enseguida como enseguida se iba el tren a Galicia, quiero decir. Ni media hora para atravesar unos andenes que eran charco y pista de patinaje al tiempo. Llegué a casa. Doce horas después de lo previsto, sin dormir y sin comer, pero llegué. Podría seguir ahora mismo varada por Toledo, como tantos. Escribo esto desde la cafetería de la estación. Vine a hacer un directo y no me he ido. Será cierto síndrome de Estocolmo. No puedo ni con las pestañas pero ahora subiré por las escaleras: antes me guiñó la luz del ascensor y se me puso el corazón en la garganta. Estuvimos atrapados, estuvimos expuestos y a nadie le pareció que esa situación merecía, por lo menos, unas palabras, cierto relato.

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