Trolas
Papá era albañil y mamá se pasaba muchas horas cosiendo. Gracias a eso yo podía asistir a un colegio de los caros. Allí los niños presumían de ser hijos de gente importante. Yo, para no ser menos, tuve que inventarme que mi padre era el arquitecto que había construido el castillo de nuestro pueblo. “Eso no puede ser”, apostilló el empollón de Borjita, “ese castillo tiene un montón de años”. Fue entonces cuando recurrí a la segunda trola: que mi padre era inmortal. Lo cierto es que cuando él murió y, entre lágrimas, tuvimos que desprendernos de sus cosas, encontramos los planos originales del castillo con su firma y todo, pero al despedirme de mis compañeros del colegio en el que ya no podría seguir, preferí no contarlo. Nadie volvería a creerme.
Rogativas
Cuando nuestros ojos lloraban de sed al contemplar los campos y, del río, sólo quedaba un cauce sin más caudal que las piedras, decidimos organizar unas rogativas y encomendarnos al patrono para que las lluvias volvieran a la comarca.
Fue sacarlo en procesión y desatarse la tormenta. Jarreó de tal manera, que nos vimos obligados a devolverlo rápidamente a su hornacina. La riada histórica se llevó medio pueblo por delante, incluida la propia iglesia.
Un par de días después, el equipo de búsqueda y rescate encontró la venerada imagen sepultada en el barro junto a los cadáveres de unos cuantos vecinos. Hay quien asegura que ahora al santo se le aprecia una leve sonrisa sarcástica que antes nadie había sido capaz de detectar. Cuestión de fe.
El pastelero de Londres
La estatua
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El día que, a la entrada de Hyde Park, una niña rica le tiró un bizcochito mordisqueado desde un landó de dos caballos, descubrió su vocación por lo dulce. Gracias a su empeño y a una buena disposición a ser explotado, aquel hijo del hambre logró ser admitido, con apenas doce años, como aprendiz de un maestro pastelero. No tardó en destacar por su talento para una repostería a la que supo imprimirle un sello personal. Llegó incluso a adquirir tal fama entre la clase alta de Londres, que se permitió montar negocio propio. Su verdadero arte no estaba en la mezcla de ingredientes, ni en el trabajo de la masa, ni siquiera en el punto de horneado. Su verdadero arte era el de la transformación, el milagro de convertir las tristes mantecas de las descarriadas que poblaban la noche del East End de Londres en exquisitos pasteles que deleitaban los refinados paladares del West End. Y mientras otros hablaban de Revolución Industrial y de lucha de clases, él defendía el noble sentido de la miseria, servir de materia prima para embellecer el mundo.
* Alberto Jesús Vargas nació en Málaga y reside actualmente en Madrid. Es Licenciado en Psicología y la mayor parte de su vida laboral ha transcurrido dentro de la Administración de Justicia. Ha ganado la XIIIª edición de Relatos en Cadena de la Ser. Mantiene el blog 'Relatos de Albertojesús' donde suele publicar sus textos con regularidad.