Unión de mercados de capitales: el capricho de los dirigentes europeos para ponerse al nivel de EEUU
En pocas semanas, esto se ha convertido en el nuevo leitmotiv de los políticos europeos. De repente, la idea de una unión de capitales ha surgido en el discurso público y ha sido ampliamente difundida en la prensa y va camino de convertirse en uno de los principales temas de la campaña electoral europea. Desde Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo, hasta Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, todos ven en esta unión la "profundización" que necesita el mercado único para resolver los numerosos problemas y amenazas a los que se enfrenta Europa, y para devolver el impulso a una construcción que se tambalea.
El ex primer ministro italiano Enrico Letto, en un informe que le han encargado los Estados miembros, habla de la reforma del mercado interior como de una "necesidad absoluta". Considera a esta unión de capitales, casi en términos líricos, como "una quinta libertad" que se añadiría a las otras cuatro (libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales) para reforzar la investigación, la innovación y la educación dentro del mercado único. Mario Draghi, ex presidente del BCE durante los convulsos tiempos de la crisis del euro, aboga por un "cambio radical", mientras que Christine Lagarde aboga por una "revolución kantiana" para establecer esta unión de capitales lo antes posible.
Hasta ahora, todas estas advertencias y exhortaciones no han logrado convencer. Más bien alimentan la sospecha de que, como de costumbre, los dirigentes europeos avanzan con disimulo para sustraer nuevas prerrogativas, hasta ahora competencia de los Estados miembros, al control democrático e imponer un federalismo centralizado.
El tema de la unión de capitales, previsto en el orden del día del Consejo Europeo de los Estados miembros de los pasados días 18 y 19 de abril, encontró una hostilidad que sus promotores no habían previsto: una mayoría de países de la UE se declaró contraria a cualquier proyecto de unión de capitales, a cualquier armonización fiscal, a cualquier centralización financiera en beneficio de Bruselas.
Aunque el Consejo Europeo había preparado un triunfal proyecto de comunicado para concluir esta cumbre excepcional, tuvo que reescribirlo en gran parte, como informa el diario EurActiv. Ahora, el Consejo se limita a pedir a la Comisión que trabaje sobre las condiciones de una mejor "supervisión de los mercados financieros y de capitales transfronterizos [...] teniendo en cuenta los intereses de todos los Estados miembros". Si esto no es un paso atrás, se le parece bastante.
A pesar de todo, los partidarios de esta unión apuestan por una victoria final. A la salida de la reunión, Emmanuel Macron, gran impulsor de esta unión de capitales, se mostró confiado en el futuro. "Hemos tenido un debate muy largo porque partimos de posiciones diferentes. Pero es una batalla esencial si queremos tener éxito en las próximas etapas." Por su parte, Charles Michel afirmó que se habían logrado avances "sustanciales" en estos debates.
Un concepto vago
La idea de una unión de capitales no es nueva. En el momento de la crisis del euro, varias instancias europeas ya plantearon ese principio. Esta unión de capitales, complementaria de la unión bancaria, debía estabilizar la esfera financiera europea ofreciendo un mejor reparto de riesgos. Pero la unión bancaria nunca llegó realmente a aplicarse. En cuanto a la unión de capitales, fue rápidamente enterrada una vez pasado lo peor de la crisis financiera.
Hoy vuelve a surgir la idea de la unión de capitales, pero con objetivos diferentes. Ya no se trata de tranquilizar al mundo financiero mediante una mejor diversificación de riesgos, sino de construir un mercado único más fuerte canalizando mejor el ahorro, para afrontar la transición ecológica y permitir a Europa dar una respuesta común a los retos geopolíticos.
Este doble enfoque es confuso. Éric Monnet, director de estudios de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales (EHESS) y profesor de la Escuela de Economía de París, se muestra perplejo. "La libre circulación de capitales ya existe. Ya existen numerosas directivas que armonizan los productos financieros y bancarios. ¿El objetivo de la unión de capitales es completar el sistema creando una supervisión común comparable a la de los bancos? ¿O se trata de crear una armonización fiscal y presupuestaria suprimiendo los incentivos fiscales de los distintos países, como el régimen de cartilla de ahorro Livret A?
¿Regulación o armonización fiscal?
En la actualidad, los distintos productos financieros y de ahorro, como los seguros de vida, están sujetos a la supervisión de los reguladores en cada país. En Francia, ese control lo ejerce la Autoridad de Mercados Financieros y la Autoridad de Control Prudencial y de Resolución para determinados productos. Algunos responsables abogan porque estos controles se ejerzan a escala europea, como en el caso de los bancos, para que se apliquen las mismas normas en toda la zona euro y se armonicen los productos de ahorro para facilitar su utilización en toda la Unión.
Sin embargo, las pocas vías mencionadas públicamente sugieren que los dirigentes europeos tienen planes mucho más amplios que un marco único de supervisión. Tampoco necesitan semejante movilización para reforzar la regulación. Recientemente se han adoptado numerosos textos para reforzar la regulación europea y facilitar las transacciones instantáneas en la zona euro.
Es más, los textos preparatorios de esta unión estipulan que la adhesión a la supervisión unificada de los mercados de capitales europeos sería voluntaria para determinados organismos, como las cámaras de compensación (Clearnet, Eurex). Crear una supervisión europea sin la participación obligatoria de estos actores clave de los mercados financieros sería renunciar de antemano a una supervisión eficaz. En cualquier caso, el asunto parece empezar con mal pie: Luxemburgo, apoyado por varios países, ha dejado clara su oposición a cualquier supervisión europea, que en su opinión sólo provocaría un aumento de los costes de transacción.
Mucho más que una cuestión de regulación, la unión de capitales tal como la defienden sus promotores europeos parece acariciar la idea de una armonización completa del marco fiscal y presupuestario dentro de la zona euro, bajo control de Bruselas. Se suprimirían entonces todos los incentivos al ahorro directo, las desgravaciones y otras medidas para favorecer a un sector concreto, como la Livret A que financia la vivienda social. Los Estados perderían el control de su ahorro interno y lo transferirían al nivel europeo. Se aplicarían las mismas normas fiscales en toda la Unión Europea, avanzando hacia una forma de federalismo medio oculto, al privar a los Estados miembros de todo margen de maniobra fiscal y presupuestario.
Algunos Estados miembros, temerosos de ser los grandes olvidados de esta unión, han manifestado públicamente su oposición a esta visión. "Como país pequeño, no tenemos muchas ventajas competitivas, pero sí un sistema fiscal muy atractivo. Así que no nos lo quiten", explicó la primera ministra estonia, Kaja Kallas. Por su parte, el primer ministro irlandés, Simon Harris, que ha implantado un régimen fiscal exorbitante para atraer a las multinacionales, descartó cualquier negociación para armonizar los regímenes fiscales en Europa.
El gran retraso de Europa
Si los dirigentes europeos vuelven a defender con tanto vigor y determinación este proyecto de unión de capitales es porque en todas las esferas del poder político y económico europeo impera un cierto sentimiento de urgencia: ya no se puede negar el "gran retraso" de las economías europeas en relación con Estados Unidos. No se ha cumplido ninguna de las promesas hechas en el proyecto de la UE elaborado en 2000 para construir "la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo de aquí a 2010, capaz de crecer económicamente de manera sostenible con más y mejores empleos y con mayor cohesión social".
Durante dos décadas, sobre todo la última, los gobiernos europeos fingieron creer que las economías europeas seguían un proceso normal, haciendo caso omiso de todas las críticas y observaciones alarmantes. ¿Italia no registraba ningún crecimiento desde el año 2000? ¿Se destruye visiblemente el aparato productivo? ¿Se deslocaliza la industria a diestro y siniestro? ¿Los grupos europeos de telecomunicaciones (Alcatel, Ericsson, Nokia, Siemens), durante un tiempo campeones mundiales del sector, desaparecen frente a la competencia americana y china, al igual que las empresas de paneles solares y los fabricantes de turbinas eólicas? Todo eso formaba parte del proceso normal de globalización y competencia libre y no distorsionada. Y no había motivos para preocuparse: Europa seguía siendo una enorme máquina de exportar, y sus superávits comerciales, ligados sobre todo a las exportaciones alemanas, nunca habían sido tan elevados.
Pero la crisis del Covid-19, luego la crisis energética y finalmente la invasión rusa de Ucrania han obligado a los dirigentes europeos a abrir los ojos ante una situación crítica. Con la pandemia, Europa se vio obligada a admitir que se encontraba en una situación alarmante de dependencia de terceros países, que ya no disponía de productores de medicamentos, ni de productos industriales acabados o semiacabados esenciales. Con la crisis energética y la guerra de Ucrania, la UE ha tenido que reconocer su estado de dependencia tanto en materia de energía como de defensa, habiéndose negado siempre a adoptar la más mínima visión estratégica.
El nuevo Pacto de Estabilidad, adoptado a principios de año, excluye de antemano cualquier ayuda pública: debe primar sobre cualquier otra consideración el imperativo de cumplir los criterios de Maastricht sobre déficit y deuda, obligando a los gobiernos a reforzar políticas procíclicas o incluso de austeridad en un momento en que la economía europea está estancada.
En cuanto a la posibilidad de políticas europeas de ayudas, Alemania se ha cerrado en banda sobre esta cuestión. Después de que le torcieran el brazo en el momento de la pandemia y de haber aceptado un plan europeo de recuperación, Berlín ha dejado claro que este programa de deuda mancomunada será el primero y el último. El ministro alemán de Finanzas, Christian Lindner, reiteró su oposición a cualquier mutualización de la deuda en Europa, afirmando que cada país debe ser "responsable de sus propias finanzas".
Confiar de nuevo en el mercado
Para crear una nueva base industrial y económica, la única solución concebible, según los responsables europeos incapaces de cambiar de software, es volver a confiar en el mercado, el único capaz, en su opinión, de movilizar los capitales necesarios para construir la potencia europea del mañana. De ahí la necesidad de construir una unión de capitales, que elimine todos los obstáculos a la mutualización del ahorro de los europeos puesta en manos de los financieros, y ponga fin a todos los incentivos ofrecidos país por país. Con el apoyo de la burocracia europea, la "mano invisible del mercado" tendría vía libre para asignar el dinero de la mejor manera posible para el bienestar de todos.
En su elogio de la revolución kantiana, Christine Lagarde utiliza el ejemplo de la construcción de los ferrocarriles en Estados Unidos, obra de multimillonarios aventureros. Aparte de que el ejemplo de los robber barons (barones ladrones) quizá no sea el más acertado –la construcción de los ferrocarriles americanos acabó en sonados escándalos–, pasa por alto el hecho de que este proyecto, inspirado en gran medida en precedentes europeos, se basó ante todo en la voluntad de los poderes públicos.
"Hay mucha ingenuidad en esta creencia en el mercado. Las decisiones de los inversores se guían por la rentabilidad y nada más. De hecho, por eso el ahorro europeo se ha ido a Estados Unidos", afirma Éric Monnet. "Los Jefes de Estado y de Gobierno se enfrentan a un muro de inversión y no se basan en los hechos, sino en la ficción de que la mayor parte de esta inversión procederá del sector privado. Eso no va a pasar. La inversión privada sólo llegará si es rentable. Nada que no sea rentable será financiado por el sector privado. Y punto", añade Philippe Lamberts, presidente de los Verdes en el Parlamento Europeo.
Ajenos a estas críticas, los dirigentes europeos pretenden seguir adelante con su proyecto, sin cuestionar su planteamiento ni reconocer ciertos errores. En algunos aspectos, su postura recuerda a la de los dirigentes comunistas de la Unión Soviética en los últimos años. Si su sistema estaba fallando, no era por teorías erróneas, sino por una mala puesta en práctica. De ahí, explicaron en su momento, la necesidad de profundizar en el centralismo democrático.
Hoy, los líderes europeos nos dicen de forma similar que si el proyecto de construcción europea no está dando los resultados esperados, no se debe a los principios sobre los que se fundó, sino a una mala aplicación de los mismos. De ahí la imperiosa necesidad de seguir en la misma línea.
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Traducción de Miguel López