IGUALDAD
"Estamos haciéndolo mal, es desesperante": las grietas en la protección de las víctimas de violencia machista
Son 27 las mujeres asesinadas por hombres que eran sus parejas o exparejas en lo que va de año. Nueve los menores que han perdido la vida a consecuencia de la violencia machista. Las cifras, encorsetadas en los estrictos parámetros de las estadísticas oficiales, retratan sólo una parte de un problema de incalculables dimensiones. Las voces expertas advierten de que cada feminicidio es en realidad un fracaso del sistema y quienes se dedican a estudiar el problema a fondo no dejan de preguntarse qué es lo que está fallando. Para encontrar una respuesta, se hace necesario mirar con lupa los engranajes de todos los niveles y preguntar a quienes están en el corazón del sistema. Responden las trabajadoras que atienden a las víctimas, quienes casi siempre entrevén dos grandes lastres: la escasa formación y la falta de recursos.
La detección en los centros de salud
No es la primera vez que la propia ministra de Igualdad, Ana Redondo, señala al sistema sanitario como escalón clave en la detección de la violencia. Lo decía a principios de julio: su ministerio reforzaría la coordinación con Sanidad y Derechos Sociales para detectar "con antelación" los casos de violencia. En mayo, la ministra ya hablaba de mejorar los protocolos para la detección en los centros de salud y antes que ella, el anterior departamento ya hablaba de los centros de salud como elemento clave para detectar los signos de violencia en las mujeres. El 7,94% de las denuncias registradas el año pasado en los tribunales llegaron a raíz de un parte de lesiones.
Si hay consenso en que la atención primaria puede ser una pieza fundamental, ¿por qué no termina de cuajar? Francisco Javier Huerta, especialista en medicina familiar y comunitaria, coincide en que son los profesionales que tienen trato directo con las víctimas los que en buena medida tienen la capacidad de detectar la violencia que recae sobre ellas. O al menos, así debería ser sobre el papel. "Nuestra mayor herramienta es el tiempo y la confianza". Ahí anida la primera falla: el tiempo. Cuestión de recursos.
Hablamos de consultas que "necesitan calma y escucha" porque de lo contrario "nadie se va a abrir". Es clave, en ese sentido, tejer relaciones de confianza. "Esas agendas funcionan en unos pocos sitios, pero en muchos centros no se cumplen: necesitamos recursos", clama el médico, quien recuerda la huelga que hace año y medio protagonizaron sus compañeros en la Comunidad de Madrid, reclamando diez minutos por paciente y un límite de consultas diarias. Para forjar relaciones de confianza no basta con mirar el reloj, sino que ello exige "tener un médico al que conozcas", así que Huerta se pregunta qué ocurre con aquellas mujeres que acuden a consulta sin tener un médico asignado. Sólo en Madrid, un millón de personas no lo tienen. Una vez más, cuestión de recursos.
La formación es otra de las cuestiones señaladas por el médico. "La propia administración pone a disposición de los profesionales cursos de formación, pero no son obligatorios", detalla. Además, existen protocolos que cada especialista debe conocer ante signos de maltrato, pero de poco sirve la teoría si no existen los conocimientos necesarios para ejecutarla. "En el estallido agudo de la violencia es sencillo, ahí nadie se salta el protocolo porque está clarísimo", detalla Huerta. La cosa es más compleja cuando las señales son más sutiles. "En otras fases, donde hay síntomas inexplicables, como malestares vagos sin diagnóstico o sintomatología en el ámbito psiquiátrico, ahí hay que afinar más y por eso es importante la relación terapéutica del tiempo", recalca el profesional.
El margen de mejora es en términos generales amplio, pero hay voluntad. Y ahí se detiene el médico: "Las víctimas deben saber que pueden contar con la atención primaria, que habrá profesionales más o menos sensibilizados, pero que lo intenten porque seguro habrá alguien dispuesto a escuchar y coordinarse con los servicios de la red de atención a víctimas".
La red, otra cuestión de recursos
Son precisamente las trabajadoras de esa red las que advierten de la falta de recursos que hace mella en todos los puntos de atención a víctimas. "Tras un fin de semana tan terrible los servicios de atención a víctimas recibimos una mayor demanda, ya que aumenta la percepción del riesgo en las propias mujeres y su entorno. Sin embargo, seguimos con las manos atadas para dar respuesta a estas mujeres", publicaba esta semana en redes sociales la Red de Violencia de Género en Madrid, quienes se han plantado y han protagonizado distintas jornadas de huelga a lo largo del año.
Iolanda Cirer comenzó como trabajadora en los servicios sociales de una mancomunidad de Mallorca. Su labor incluía la atención de cualquier tipo de problemática, incluyendo la violencia de género, y desde hace dos años, su trabajo incluye el papel de técnica de igualdad en una nueva unidad específica. Su experiencia sirve para dar cuenta de la complejidad que supone llegar a las víctimas en municipios pequeños y zonas rurales. "Tenemos a colectivos más vulnerables, como personas mayores, con una conciencia de la igualdad a veces más distorsionada y con más dificultades para acceder a los recursos". Ocurre lo mismo con las personas migrantes, quienes parten de una mayor "situación de desigualdad" y barreras idiomáticas.
En sus años de trabajo, Cirer ha podido constatar como algo relativamente habitual los pasos atrás después de haber entrado en el sistema. "Tenemos que tener claro que nuestra labor es acompañarlas en el proceso, que tengan información, recursos y sean ellas las que vayan dando pasos". A veces, eso significa confiar en el sistema y denunciar. Otras veces, no. "Poner una denuncia no siempre es garantía de protección. Se ha mejorado mucho el tema judicial, pero seguimos encontrándonos con jueces sin formación", lamenta. "La violencia de género es muy compleja y desde fuera es fácil juzgar, pero dar el paso no es tan sencillo". Especialmente, relata la trabajadora social, cuando las víctimas no tienen una red sólida a su alrededor, independencia económica o un techo propio. Más aún si hay hijos de por medio. El sistema debe velar en esos casos porque la víctima no esté sola, pero no siempre ocurre: de nuevo, cuestión de recursos.
Y ante repuntes como los del pasado fin de semana, a Iolanda Cirer sólo le sale pensar una cosa: "Es desesperante, lo estamos haciendo todo mal".
Asiente Juani Aguilar: "Claro que el sistema falla. Si no, no tendríamos las cifras que tenemos". A su espalda, la trabajadora social lleva más de tres décadas de labor con víctimas en el seno de la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, desde mediados de los noventa en la casa de acogida que gestiona la organización en Madrid. Hace un año, Aguilar pasó a ocupar la dirección del centro y la presidencia de la federación.
Se trata de un centro donde las mujeres y sus hijos viven en régimen residencial, con atención profesional desde cinco áreas de intervención para un proceso de recuperación que se prolonga durante unos veinte meses. El objetivo es que al final del ciclo todas las mujeres que pasan por la casa "puedan conseguir plena autonomía y una vida libre de violencias".
Al centro van a parar las víctimas que ya han pasado previamente por otros recursos de la red y que a menudo sienten que el tiempo y los recursos dedicados por las instituciones públicas no son suficientes para su emancipación. "Los recursos están saturados", afirma la trabajadora social, quien explica el valor del tiempo en la intervención social: "Es a partir del cuarto o quinto mes cuando empezamos a hacer una intervención en profundidad, así que hace falta tiempo".
En el caso del centro gestionado por la federación, la dependencia económica de las subvenciones y ayudas públicas ha hecho en más de una ocasión tambalear su continuidad. La cuantía de los fondos no siempre alcanza para el desarrollo de sus labores e incluso "algunas las conceden pero las cobras a final de año", así que no es la primera vez que conviven con la amenaza de cierre, expone la ahora directora del centro.
Pero si hay algo que devasta a las profesionales, ese algo es la falta de confianza de las víctimas en el sistema. "Muchas llegan habiendo denunciado, pero sin orden de protección o con su denuncia archivada, después de que hayan puesto en entredicho todo lo que dicen. Se sienten cuestionadas y no creídas, en ese sentido estamos como hace veinticinco años. Volvemos al ‘algo habrá hecho’, es muy triste", lamenta Aguilar.
"Se sienten prisioneras de la situación"
También es frustración lo que experimenta Iria (nombre ficticio) ante los crímenes machistas y el desamparo de las víctimas. Iria es también trabajadora social y desde hace cinco años forma parte del centro de operaciones de la Cruz Roja. Entre las llamadas de teleasistencia, accidentes –infartos, ictus, caídas– y otros servicios, atiende también las alarmas que vienen de Atenpro. Se trata del Servicio telefónico de atención y protección para víctimas de violencia contra las mujeres, una herramienta de "atención inmediata ante las eventualidades que puedan sobrevenir" a las víctimas.
El servicio permite que las mujeres puedan entrar en contacto en cualquier momento con profesionales capaces de dar una respuesta adecuada a sus necesidades. Sin embargo, las condiciones materiales y la falta de recursos lastra, en no pocas ocasiones, la inmediatez y calidad de la respuesta. Para empezar, porque quienes descuelgan el teléfono no se encargan exclusivamente de atender a víctimas, sino que lo compatibilizan con otros servicios. "Así que al final no podemos dedicar todo nuestro tiempo a las víctimas y eso repercute en la rapidez con la que atendemos las alarmas, que pueden ser desde una agresión o situación de riesgo, hasta desahogos emocionales porque no pueden ver a la psicóloga o porque las citas se dilatan en el tiempo", expone Iria.
Las víctimas tienden a llamar al servicio para expresar su "sensación de desprotección", algo que es "bastante habitual" entre las mujeres. "Ellas han interpuesto una denuncia pensando que la situación iba a mejorar, se establece una orden de alejamiento, pero cuando una mujer te llama y te dice que se siente prisionera de su propia situación, es que algo falla".
A ello hay que añadir que “algunos profesionales ayudan a revictimizar, así que la usuaria acaba harta del sistema", relata la trabajadora. "Muchas nos dicen que ya saben cómo van a acabar y muchas veces es así", una realidad que aboca a las trabajadoras a "una sensación de fracaso y de impotencia". Iria se esfuerza por recordar que "el pedacito de engranaje" que representan ella y sus compañeras es clave para las víctimas, que las trabajadoras "lo hacen lo mejor posible" y que son siempre un alivio para las víctimas. "Pero de nada sirve si cuando un agresor se salta la orden de alejamiento la policía no aparece, o justifica al maltratador, o le echa la bronca a la víctima", exigiéndole explicaciones por la llamada de alerta y disuadiéndola de cara a emergencias futuras. "Nos queda intentar apoyarlas, hacerles entender que su situación puede mejorar", expone.
Otras veces, describe la trabajadora, las llamadas expresan ideaciones autolíticas, es decir, intentos de suicidio. "Es bastante habitual que expresen deseos de acabar con su vida o hacerse daño. Esa sensación de desprotección, esos fallos del sistema, hacen que las víctimas razonen: si me va a matar él, prefiero matarme yo". Cuando se consuma uno de esos suicidios, subraya la trabajadora, las mujeres que se quitan la vida no entran dentro de las estadísticas de víctimas mortales de la violencia de género. Son víctimas invisibles.
Iria no sólo no ha recibido formación específica para atender a este tipo de situaciones, sino que en sus años de experiencia se ha percatado de que "el sistema no responde para nada a las realidades que las usuarias viven". Son revictimizadas por parte de "la policía, los servicios sociales o su propio entorno". Así que al final no es raro que "retiren la denuncia, porque prefieren eso a la situación que están viviendo".
En este contexto, concurre otra gran negligencia: a pesar del avance en el plano legislativo, las medidas estampadas en las leyes no siempre tienen efecto. "Muchas no se están aplicando: hay visitas de menores a maltratadores condenados, ahora en verano hay intercambios que se siguen produciendo incluso aunque haya sospecha de posibles abusos sexuales, lo que supone un estrés enorme para las víctimas", denuncia la trabajadora.
Como telón de fondo, se encuentra la problemática relativa a las condiciones laborales de quienes han demostrado ser un pilar fundamental para el soporte y acompañamiento de las víctimas. "Tomas decisiones muy rápidas, el ritmo de entrada y salida de alarmas es extremadamente rápido y hay un estrés enorme que repercute en las trabajadoras", expone Iria. Tampoco existe ningún tipo de cuidado de la salud mental de las profesionales que atienden situaciones extremadamente sensibles: "Se nos exige atender alarmas incluso después de haber asistido un intento de asesinato. Se hace muy duro. Estás tratando con personas, pero te hacen sentir que son sólo números".
Un largo camino en los pasillos de los tribunales
Auxiliadora Díaz es jueza especializada en violencia machista y miembro del Observatorio contra la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Por muchas vueltas que le dé, reconoce no encontrar un único elemento específico que explique las causas de repuntes como el del pasado fin de semana. Pero sí está segura de algo: "La normativa española es puntera, pero faltan recursos económicos para adoptar medidas".
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La magistrada rechaza hablar de una mala praxis del poder judicial, pero sí detecta fallas en los propios pasillos de los tribunales. Para empezar, uno que ya ha sido citado por las trabajadoras consultadas: la permisividad en cuanto a la relación entre los maltratadores y sus hijos. "Hay bastante reticencia a la hora de entender que un maltratador no puede ser un buen padre, tenemos que madurar esa idea". Díaz insiste en que "la sola paternidad biológica nunca es suficiente para establecer un régimen de visitas" y recuerda que los jueces deben "aplicar la norma de forma obligatoria".
Ahí entra en juego la formación de los operadores jurídicos. Y aunque la magistrada cree que existe "un avance entre las nuevas generaciones de jueces", lo cierto es que los cursos específicos que reciben no son de carácter obligatorio. "Y deberían serlo, porque la formación específica es importantísima", asiente la jueza.
Las estimaciones apuntan a que en torno al 70% de las víctimas de violencia de género no son quienes de dar el paso de denunciar, pero lo cierto es que existe un porcentaje que da cuenta en mayor medida del fracaso del sistema: el 21,5% de las víctimas mortales sí había denunciado a su agresor. "Denunciar es importantísimo porque disipa el riesgo de producirse un resultado de muerte, pero no basta sólo con denunciar", reconoce Díaz. La jueza defiende fervientemente una idea: oficinas centralizadas de atención a víctimas con carácter previo a la denuncia, con un equipo multidisciplinar y ubicadas en los propios juzgados de violencia. La idea, sostiene, es que "las víctimas no tengan que asistir de un sitio a otro y que la protección se mantenga durante todo el procedimiento". El camino, en el seno de los tribunales, es todavía largo.