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Dar de comer a las gallinas o ir con el tío Pedro metida en un serón del burro: mis veranos en 'Costa de la Pana'

Vista aérea de la localidad pacense

Matilde Durán Curado

Mi mejor verano fue de los cinco hasta los 12 años, en la Costa de la Pana. El nombre lo puso mi madre, jugando con la idea del tejido de los pantalones para ir al campo. De allí, de Villafranca de los Barros (Badajoz), era mi padre y mi familia paterna.

Nos quedábamos, mi madre y yo, en la casa de una hermana de mi abuela. Lo mejor de estos veranos era la libertad de poder salir a todas horas con las amigas que tenía, que me decían La Sevillanina. En Sevilla me controlaban más. Allí todo era distinto: echarle de comer a las gallinas, recoger los huevos que ponían o ir con el tío Pedro al campo, metida en un serón del burro.

El burro era mi Platero particular, al que mimaba y sin que me vieran le daba trocitos de perrunillas. Un día se escapó del corral y apareció rebuznando, en nuestro dormitorio. Me riñeron, pero yo a escondida le daba trocitos. Aún recuerdo la dulzura de sus ojos.

Para refrescarnos íbamos a los Baños Catalinos, donde me lo pasaba en grande, más que en la posterior piscina de La Marina. Otros baños eran en una alberca de un cortijo que cuidaba una prima. Cogíamos melocotones del árbol que hacían cosquillas por la pelusilla, que solo se quitaba al bañarte, siempre seguida por el perro guardián para que le acariciara.

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Cuando mis tíos se fueron a Mataró, cambiamos a la casa de La Verdeja, amiga de mi abuela, junto a la casa fue de mi familia, o en la granja donde trabajaba su hija y el marido. La casa de mis bisabuelos se vendió cuando se fueron a Sevilla sus tíos y mi abuela con sus hijos. A mi abuelo lo habían fusilado en las tapias del cementerio. Pero eso no lo supe hasta más tarde, porque de “eso” no se hablaba.

Allí hice otras amigas con las que jugar, menos Mariana que tenía que trabajar en la lechería porque su madre había muerto. Esa situación me impresionó al sentir que se podía perder a una madre. Por las tardes, salíamos al paseo y a la iglesia de la Coronada, para tirarnos por la resbalaera de la escalera. Cuando volví de mayor me asombré del tamaño y del profundo surco.

Dejé de ir al pueblo pero he vuelto cuando los restos de quienes fueron fusilados se trasladaron al centro del cementerio con una lápida conmemorativa, y cuando llevé las cenizas de mi padre para que siguiera escuchando los cuentos que su padre le contaba. Y vuelvo para recorrer sus calles, viéndome niña feliz, cuando todo me parecía que era posible.

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