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Todo lo que Trump cambió

Ceremonia en recuerdo de las víctimas del asalto al Capitolio que se celebró en la rotonda del edificio el 3 de febrero de 2021.

Azahara Palomeque

La saliva resbalaba por la pared en gotas espesas arrojadas con rabia. Uno tras otro, se iban turnando para lanzar aquel desprecio líquido, como si quisieran desaguar sus gargantas a golpes, hasta que el último niño le dio una patada al cartel y clausuró, de repente, aquel juego hecho de pánico, hecho de cuerpos infantiles que habían escuchado leyendas negras en casa sin saber a ciencia cierta, sólo intuyendo, las consecuencias del próximo proceso electoral. Le escupían, insultaban al hombre naranja que había llamado a sus padres violadores, contemplaban la fotografía encolada al muro arrastrando en los ojos historias nebulosas pero contadas con esa autoridad familiar que sabe inculcar valores entre los más pequeños. Si ganaba, las dinámicas de aquella comunidad mexicana en pleno corazón de Filadelfia se verían alteradas profundamente: desaparecerían los contratos laborales espontáneos –hasta entonces, la norma consistía en que los primeros que se presentaban en el descampado conseguían faena ese día–; conducir representaría un riesgo demasiado caro; incluso la asistencia de las criaturas al colegio correría peligro. Pero cómo iba a ganar aquel fantoche, ¡imposible! La víspera, Hillary Clinton había dado un mitin en la ciudad y la cola para asistir al evento bordeaba las calles del barrio histórico: la Campana de la Libertad, la sala donde se firmó la Declaración de Independencia, cada vericueto de aquellos edificios que supuraban un aura de democracia legendaria, permanecían rodeados de una multitud eufórica convencida del triunfo demócrata. La primera mujer presidenta –coreaban–, ¡imagínate!

En la ONG donde yo trabajaba como voluntaria con inmigrantes de varias nacionalidades, aunque mayoritariamente mexicanos, preveían una afluencia de subvenciones federales que se confirmaría apenas se contasen las papeletas depositadas en las urnas. Pero no fue así. Faltándole el voto popular, Trump se alzó con la victoria y, a partir de ahí, el país se revolvió sobre sí mismo, empezaron a resquebrajarse sus cimientos, y el suelo fangoso bajo nuestros pies cedió hasta que ya no fue posible caminar erguidos. Entre mis amigos, los que habían decidido abstenerse o votar a algún partido minoritario se lavaron las manos y dijeron: “No os preocupéis, ahora habrá una revolución”. Como era de esperar, eso jamás ocurrió. O tal vez sí: hacia el autoritarismo.

*   *   *

Me cuesta rememorar aquellos momentos iniciales de la presidencia de Trump debido al espectro traumático que cargan las circunstancias posteriores, y al hecho de que se amalgaman –aquellas primeras semanas incrédulas– con un desencanto intrínseco a muchos sectores de izquierda, provocado por las innumerables decepciones del primer mandatario negro. Fue con Obama que surgió el movimiento Black Lives Matter contra el racismo estructural en las fuerzas del orden, que el presidente no contuvo; tampoco cerró Guantánamo a pesar de la ambición inicial; su plan sanitario estrella, conocido como Obamacare, consiguió incrementar el número de ciudadanos con seguro médico, pero no resolvió el gran problema de las facturas, las consecuentes bancarrotas, y jamás implicó una consideración de la sanidad como derecho universal. El establishment fallaba constantemente a los más débiles, y hasta yo misma, con un doctorado realizado en una Ivy League, me encontraba en el paro: bonita moraleja la de la meritocracia. Toda promesa demócrata proyectada en mitad de aquel clima de desolación política parecía tornarse una burla hacia una dignidad social mermada desde hacía décadas. Por supuesto, Trump anunciaba el infierno, pero quien ya procedía de los peldaños más pegajosos, ¿notaría la diferencia? Pronto supimos que sí; lo peor no había llegado, aunque no tardaría en manifestarse. El lodo de la superficie ascendió lentamente para ir, testarudo, cubriéndonos los ojos: de mentiras, de un odio que acabó de adensarse y estallar por los aires en marzo de 2020. Nada demuestra más la incompetencia de un gobierno que una tragedia masiva. El covid reventó los pespuntes maltrechos de aquella farsa y, privados de medidas sociales concretas, careciendo de un Estado del bienestar básico destinado a proteger a la ciudadanía, muerte tras muerte imparable, ese virus llamado desde la Casa Blanca “un bulo chino” devastó la poca convivencia restante. El racismo y la xenofobia se amplificaron; en la calle y, una vez que logré firmar un contrato, en mi lugar de trabajo, de repente, mi rostro se fue transformando en receptáculo para la desconfianza, una amenaza como tantas otras, faz de la extranjería, e incluso un día me negaron la entrada en un bar. La rueda no paraba de girar y, según la expresión anglófona… when shit hits the fan, cuando los excrementos chocan con el ventilador se esparcen desmesuradamente e invaden cada resquicio. Olía mal. A cadáver enterrado en una fosa común, a cadáver democrático.

Mi marido y yo nos encerramos a pesar de que nunca se aprobó una orden específica de confinamiento. El pánico a las facturas médicas y nuestra ignorancia respecto a cómo interactuar con aquel veneno nuevo nos recluyó entre las paredes familiares y sólo él, ataviado con una mascarilla de albañil –sobrante de haber pintado la casa–, se dirigía cada dos semanas al supermercado ante la mirada atónita del resto de consumidores, que se deslizaban por los pasillos con la cara descubierta. Mi madre, desde España, me envió una caja llena de mascarillas sanitarias y me explicó la diferencia entre varios tipos; sin embargo, el servicio de correos, en pleno año electoral, padecía unos retrasos impropios que, después indagamos, habían sido impulsados desde la presidencia para cortocircuitar el derecho al voto. Así que yo la llamaba por teléfono: “no, mamá, todavía no ha llegado el paquete”; “¡pero si lo mandé hace un mes!” –se llevaba las manos a la cabeza–. Mientras tanto, George Floyd acababa de ser asesinado en Minneapolis y el video que mostraba su agonía en cuanto lo estrangulaban circulaba ya por todas las pantallas. La reacción no se hizo esperar: brotaron manifestaciones por cada rincón del país, especialmente en unos centros urbanos racializados y empobrecidos para los que el posible contagio de covid apenas significaba un mal menor, la exigua incomodidad que no obnubila lustros de abandono, patologías arraigadas, violencia institucional y, sí, también callejera. Al final, puede afirmarse que una historia de darwinismo social justificaba el grito más estruendoso en defensa propia. Yo continuaba acerrojada, participante de un aislamiento preventivo que satisfacía mis ansias de seguridad bajo una pátina ingenua de propiedad privada: mi casa. Pero casi todos los hogares se estaban desmoronando como castillos de naipes y acabé perdiendo esa ilusoria percepción. Desde el patio, escuchaba dos señales de alerta: por una parte, la radio advertía del toque de queda, pues Filadelfia ya había sido completamente militarizada con el objetivo de disolver las manifestaciones; por otra parte, los helicópteros sobrevolaban los tejados cortando el viento al filo de las hélices. Rebanada a rebanada azul, el cielo parecía caérseme encima.

No sé en qué momento Trump comenzó a amenazar con sacar el ejército a las calles, pero sí que, en torno a la misma época, yo desarrollé insomnio crónico, bruxismo, tenía ataques de pánico reiterados y me quedé en los huesos. Algunos medios reportaron detenciones arbitrarias de asistentes a las protestas; cada dos por tres se quemaban comercios, edificios varios y, en consecuencia, los empresarios decidieron tapar con paneles de contrachapado los escaparates, ventanas y puertas, como si se estuviesen preparando para un desastre natural; se descubrió que no sólo el correo andaba retrasado, sino que se había producido el robo de numerosos buzones.

Poco a poco, nuestro presidente iba dislocando cada sentido del orden, la menor brizna de civismo debía eliminarse del mapa, no cabía ya cordura ni tan siquiera buenos modales, simplemente porque vivíamos en un escenario prácticamente bélico, con los nervios a flor de piel, balanceándonos entre los embistes pandémicos, ráfagas de gas lacrimógeno y una gestión descarrilada del país deudora de la más inimaginable tanatocracia. En ese ambiente, a una le huye el raciocinio. Guardaba todos los datos; había estado escribiendo crónicas para varios medios españoles con la intención de, al menos, clarificar los aspectos más tremebundos de lo que estábamos viviendo, dotándolos así de realidad tangible frente a un público lector sólo consciente de vicisitudes traducibles: lo que podía equipararse a su entorno cercano, pero no al nuestro. Manejaba documentos, informes desclasificados del gobierno,analizaba la prensa nacional y prestaba atención a las disertaciones de los más sesudos expertos. Es decir, durante los meses que duró el caos, yo era, probablemente, una de las personas más informadas del país, no tanto por mi profesión como periodista, sino movida por un ansia personal de ordenar los ingredientes de la destrucción que me circundaba; a saber, quería fijar la confusión sobre un mínimo eje y, a la vez que lo contaba, tranquilizarme. Lo hice en declaraciones radiofónicas, en reportajes, compuse una novela (Huracán de negras palomas) y, aun así, todo guardaba un halo de pesadilla ingobernable. Cuando, aquejada de incontables malestares, recurrí a la ayuda de un psicólogo, quien –pacientemente– sostenía nuestras sesiones virtuales desde Madrid, él fue el primer sorprendido: “No me lo puedo creer, Azahara”. Claro, aquello era directamente inconcebible.

Poco a poco, nuestro presidente iba dislocando cada sentido del orden, la menor brizna de civismo debía eliminarse del mapa, no cabía ya cordura ni tan siquiera buenos modales, simplemente porque vivíamos en un escenario prácticamente bélico, con los nervios a flor de piel, balanceándonos entre los embistes pandémicos, ráfagas de gas lacrimógeno y una gestión descarrilada del país deudora de la más inimaginable tanatocracia

Al cabo de unos meses, bajaron las temperaturas, el toque de queda se levantó, y desde distintas fuentes se animaba a la población a acudir a las urnas, preferentemente en persona, ya que el servicio de correos todavía no se había restablecido íntegramente. Yo no podía votar, pero vi a mi marido alejarse una mañana de noviembre, enmascarado hacia el centro electoral y, apoyada en el umbral de mi casa, lo despedí como si se fuera a la guerra. El periódico local había avisado de que existía en nuestro barrio una milicia formada por varios vecinos que, armados con bates de béisbol, patrullaban los alrededores siguiendo las órdenes de su presidente. Mi marido era blanco y eso lo envolvía en una cápsula de privilegio, pero mi cara, espejo de Oriente Medio –me decían–, mi acento, mi estado de salud me impidieron acompañarlo. Sabíamos perfectamente que Trump no aceptaría una derrota, específicamente si el conteo de sufragios quedaba muy ajustado, así que la movilización en masa se tornaba el único camino para terminar con aquel desvarío peligroso. En nuestros respectivos puestos de trabajo –que desempeñábamos a través de Zoom–, los compañeros omitían el tema; nadie pretendía ofender a nadie pero, sobre todo, el miedo censuraba unas conversaciones que pendulaban de lo políticamente correcto a lo eufemístico, y luego de vuelta a lo banal; no obstante, nos estábamos jugando la democracia, ¿es que no lo entendían? Solos, él y yo, a media voz; solos, tras casi ocho meses de una suerte de arresto domiciliario voluntario, desquiciados, atónitos; el aliento se nos escurría entre los labios sin fuelle ni para un beso.

¿En qué instante una deja de habitar un sistema garantista, regido por la carta magna y elecciones libres, y se zambulle en las fauces de un escenario tiránico, mediando apenas la transición de unas semanas durante las cuales el shock sufrido infundía trepidaciones al tiempo y éste desobedecía cualquier orden de ajuste? ¿Cómo se pasa de ser la “mejor democracia” del mundo a que tu periódico más prestigioso, The New York Times, advierta del peligro de guerra civil? ¿Se trataba de un fenómeno de locura transitoria colectiva? ¿Nos curaríamos al final? ¿Cuánto duraría y quién conservaría una agudeza neuronal mínima como para narrarlo? Tres, cuatro días después de los comicios, algunos Estados todavía continuaban el conteo de votos y varias ciudades se habían levantado en manifestaciones para impedir la manipulación de unos resultados que Trump anunciaba falsamente como certeza: su victoria. A mí, con el cuerpo anestesiado por los constantes espasmos del pánico, en proceso de baja laboral, insomne y –por lo tanto– sumida en una perpetua neblina que me enlentecía los mecanismos cognitivos, empezó a darme todo igual. Ni la indiferencia ni la resignación atinarían a definir con precisión mi actitud del momento; antes bien, me tumbaba una extenuación producto de los numerosos factores que habían confluido en aquella etapa pandémica. La incertidumbre política, la violencia y el miedo se unían a las fronteras cerradas, lo cual me separaba de mi familia y amigos. Pesaba la soledad, casi no podía abrir los ojos; la mañana que desperté y la única persona a la que veía en carne y hueso, él, me dijo “han asaltado el Capitolio”, fruncí el ceño, elevé los hombros y simplemente musité: “¿y qué más?” Me hallaba preparada para cualquier cosa porque no lo estaba para nada. La sumisión cruzaba mi anatomía exhausta; no creía, no quería creer, al menos en apariencia, pues insistía en prolongar el hábito de escritura como si volverme cronista del desastre pudiese salvarme de su desolladura. Justo después de aquella tentativa de golpe de Estado, como la clasificó un informe del propio Congreso, tomé la determinación de regresar a España. Biden restableció la paz social a niveles medianamente salubres; calmó los ánimos sin buscar una revancha, a pesar de que habíamos presenciado el mayor precipicio político del país desde, probablemente, la Guerra de Secesión; distribuyó vacunas gratuitas, pero yo ya estaba mentalmente en otro lugar. No podrían retenerme ni una nueva presidencia ni la contención del virus; lo experimentado, llegando a cotas tan dañinas, no se borraba fácilmente, así que, al cabo de un año y medio, lo que demoré en organizar burocráticamente mi decisión, me marché de manera definitiva.

¿En qué instante una deja de habitar un sistema garantista, regido por la carta magna y elecciones libres, y se zambulle en las fauces de un escenario tiránico, mediando apenas la transición de unas semanas durante las cuales el shock sufrido infundía trepidaciones al tiempo y éste desobedecía cualquier orden de ajuste?

Ahora respiro desde Córdoba. Invoco aquellos días trastabillados, como atrapados entre los recovecos de un calendario oxidado, y me aferro a la sensación de que pertenecen a un pasado de naturaleza engañosa: por un lado, perdido y recubierto del rencor que le guardo, rechazo visceralmente su presencia; por otro lado, las elecciones de este año en Estados Unidos me devuelven ese pasado intacto a su línea de salida, como si tuviese que recorrer de nuevo el mismo sendero pedregoso, la misma ruta hacia la boca del lobo. Casi se esfumó la democracia; desde la linde, se oteaba el abismo y engendraba vértigo. Casi me robaron la cordura, si no llega a ser por esta manía mía de escribirlo todo, hasta lo inefable, hasta el cansancio, hasta la garantía de que, al menos, hemos sido testigos.

*Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Recientemente publicó la novela ‘Huracán de negras palomas’ (La Moderna, 2023).

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