La amenaza de Putin de atacar centrales eléctricas mantiene en vilo a los vecinos del norte de Kiev

Central nuclear de Zaporiyia, en Ucrania

Justine Brabant (Mediapart)

Kiev, Pohreby (óblast de Kiev), Ucrania —

Es un día festivo en la escuela de Pohreby. Media docena de alumnos subidos a un escenario interpretan una coreografía con pañuelos de colores. La escuela celebra el día de San Andrés, también conocido como fiesta de Kalita, en la que tradicionalmente se come un pastel hecho con harina de trigo y miel. Normalmente, el acto tiene lugar al anochecer. Pero estos días, por seguridad, cuando cae la noche no se queda nadie en la escuela, todo el mundo se va a casa.

Como muchas escuelas de todo el país, la de Pohreby, que tiene cerca de 450 alumnos de entre 6 y 17 años, ha tenido que adaptarse a la guerra y a los riesgos que conlleva. Han tenido que tomárselo más en serio aún por estar situada junto a un objetivo principal de los misiles rusos: una central eléctrica.

Desde el otoño de 2022, Vladimir Putin libra una guerra dentro de la guerra: además de las feroces batallas que libran sus tropas en el sur y el este de Ucrania, intenta destruir las infraestructuras energéticas ucranianas.

En las últimas semanas, las tropas de Moscú han continuado su lenta labor de destrucción. En la mañana del martes 3 de diciembre fue blanco de un ataque una instalación eléctrica del óblast de Rivne (noroeste de Ucrania), según la administración local. Por la noche, un ataque con drones contra otra instalación eléctrica dejó sin electricidad a una parte de la ciudad de Ternopil (Ucrania occidental). A finales de noviembre, un ataque masivo contra la red dejó sin electricidad al menos a un millón de ucranianos.

La vida se ha vuelto especialmente difícil para quienes viven cerca de esas instalaciones estratégicas. El pueblo de Pohreby está junto a la central térmica Kyiv TEC-6, que suministra electricidad y calefacción a la capital. Sus chimeneas pueden verse desde el campo de deportes, donde los jóvenes alumnos juegan al fútbol y se lanzan bolas de nieve.

“Por supuesto, esta proximidad nos preocupa”, explica Petro Yarochinsky, director de la escuela, aunque se empeña en señalar que hoy en día nadie está seguro en Ucrania, aunque no haya una central cerca. Junto con su subdirectora, Tetyana Tchyzh, enumera sus últimos sustos: un misil que cayó “a un kilómetro de la escuela” hace unas semanas; un dron kamikaze Shahed que se estrelló no muy lejos, también hace unas semanas, de los que guarda algunos fragmentos en su despacho como recuerdo; y un ataque que sacudió todo el edificio hace un año, cuando los niños se refugiaban en los sótanos de la escuela.

Sillas, pizarra y máscaras de gas

El equipo docente ha aprendido a vivir al ritmo de la guerra. “Si hay una alerta antiaérea antes de las 10 de la mañana, los alumnos no vienen. Aunque pase el autobús, saben que tienen que quedarse en casa y que se darán las clases por Internet”, explica Tetyana Tchyzh. Los días en que la mañana está tranquila, pueden venir, pero al menor aviso, todos se bajan a los refugios antimisiles, reformados en 2022. Tienen todo lo básico: mesas, sillas, una pizarra, un sistema de ventilación y aseos.

En la entrada hay varias cajas de madera apiladas. El director duda si mostrar su contenido, pero abre una. Contiene varias docenas de máscaras antigás de color caqui.

En teoría, todo está dispuesto para garantizar la seguridad y la continuidad de las clases. Las aulas de los refugios permiten incluso “continuar los exámenes” si se ven interrumpidos, aseguran el director y su adjunta. Pero en la práctica el personal docente es consciente de que no puede hacer milagros. “Cuando bajamos al refugio, vemos que los alumnos están alterados y les cuesta trabajo concentrarse”, explica el director. “Sobre todo los más pequeños sienten todo esto muy intensamente. Algunos se ponen a llorar.”

En los días malos, tienen que bajar al refugio tres o cuatro veces. Y cuando están de vuelta en casa, las alertas nocturnas, que se reciben como notificaciones en los teléfonos de todos los ucranianos, impiden descansar a muchos jóvenes. “Que los niños se queden dormidos durante las clases ocurre ahora continuamente”, dice Petro Yarochinsky.

Hace unos años, sin embargo, Pohreby era más bien un refugio. Desplazados de la guerra del Donbás se vinieron aquí en 2014, atraídos por la calma de este suburbio de Kiev, cerca de la capital pero sin los atascos ni los alquileres desorbitados.

Victoria Akinina y su marido, Volodímir Akinin, minero jubilado, están entre ellos. “Nos mudamos aquí en 2017, tras huir de Lugansk, de donde somos originarios. Pero la guerra nos alcanzó”, explica esta pareja de unos sesenta años, que al final del día hace la compra en el supermercado. ¿La vida junto a una central eléctrica? “Da miedo, pero te acostumbras”. Su hijo, que vive con ellos, tiene una forma muy especial de relajarse: se ha rodeado de muchos animales, entre ellos... “arañas”.

A pocos kilómetros, las casas de campo dan paso a hileras de imponentes bloques de pisos de color gris, beige y naranja. Se trata de Troieshchyna, un barrio obrero de la periferia norte de la capital ucraniana, a cuatro kilómetros en línea recta de la central eléctrica TEC-6. Una madre y su hija de 17 años viven en el noveno piso de uno de esos edificios.

La madre, Svetlana Timenchenko, es cantante de variétés. Desde la guerra, los clubes donde solía actuar han ido cerrando uno tras otro, debido al toque de queda. Sigue actuando en bodas y “pequeñas fiestas”, pero el trabajo escasea. Su hija, Oleksandra, está en el último curso de secundaria. Quiere ser psicóloga. Cuando se les pregunta si consiguen dormir por la noche, se echan a reír.

Al anochecer, el ejército ruso envía sus drones kamikazes Shahed sobre las principales ciudades ucranianas, porque estas enormes máquinas son más difíciles de detectar en la oscuridad. La noche del 26 de noviembre, los rusos batieron su propio récord al lanzar 188 drones Shahed (así como cuatro misiles balísticos Iskander-M) sobre territorio ucraniano. Cualquiera que haya pasado un tiempo en Ucrania durante la guerra habrá aprendido a detectar su sonido, un zumbido agudo que suena un poco como un pequeño cortacésped.

Para los que tienen dinero, la vida ha cambiado menos que para los demás

Oleksandra, 17 años

“A veces puedes oír volar a los Shahed y verlos por la ventana. Cuando pasan cerca tiemblan las paredes”, dice la adolescente. “Así que cojo mi almohada e intento dormir un poco en el baño”. Para limitar las lesiones en caso de explosión, las autoridades recomiendan que haya dos paredes entre donde estés y el exterior del edificio. Suele ocurrir que una de las únicas estancias que cumple este criterio es el cuarto de baño. En casa de Oleksandra el cuarto de baño es demasiado pequeño para poner un colchón, así que la joven se tumba en la bañera e intenta volver a dormirse.

A esas noches difíciles se suman los frecuentes cortes de electricidad de las últimas semanas. En su edificio se va la luz más o menos cada cuatro horas. Han comprado lámparas recargables, pero también eso tiene sus límites: durante estos cortes de electricidad, tienen que subir y bajar los nueve pisos por las escaleras (“y eso que no vivimos en el piso 22, como una de mis amigas”), no pueden cocinar y no tienen agua, que ya no llega los pisos altos por falta de presión.

“Llevé a un primo polaco, que vino de visita a Kiev hace poco, a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Me dijo que a él la vida le parecía como antes: la gente estaba en los cafés, bien vestida... Sí, es verdad: para los que tienen dinero, la vida ha cambiado menos que para los demás. Pueden permitirse generadores y tener una apariencia de normalidad”, explica Oleksandra.

Madre e hija tienen opiniones diferentes sobre el final de la guerra. La hija, a la que le gusta seguir las noticias en inglés, espera que “los demás países adopten nuevas sanciones, sanciones de verdad”, para obligar a Rusia a ceder. No tiene “ninguna confianza” en que el Estado ruso respete ningún alto el fuego o acuerdo de paz: “Ya vieron lo que pasó cuando firmamos el Memorándum de Budapest en 1994. Nos traicionaron”.

Su madre la escucha con una sonrisa: “Tengo mi opinión de adulta, he vivido algo más que ella. Si queremos que esta guerra termine, no habrá una victoria ideal”, responde suavemente.

 

Caja negra

Este reportaje se realizó el 2 de diciembre de 2024. Nadiya Pavlova colaboró como intérprete y fixer.

 

Traducción de Miguel López

Más sobre este tema
stats