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Sobre fabulación, impunidad y contramemoria

Javier Pérez Bazo

“¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.

Antonio Machado

Estamos a 12 de diciembre de 1956. Max Aub, director del Teatro Nacional Español desde años atrás, entra en el gran salón de la Academia Española de la Lengua para tomar posesión como académico electo de la silla vacante, ocupada hasta su muerte en 1936 por Valle Inclán. La presencia del socialista Fernando de los Ríos, presidente de la Segunda República española, da mayor solemnidad al acto. El recipiendario Aub lee su discurso de ingreso, El teatro español sacado a luz de las tinieblas de nuestro tiempo. Habla de la escena teatral durante las dos últimas décadas. Siguiendo el tradicional protocolo, antes le ha dado la bienvenida a la casa el escritor alicantino Juan Chabás, académico de número desde 1943, amigo íntimo suyo, crítico teatral de prestigio, novelista y poeta. Los escuchan sin perder ripio cuarenta y cuatro académicos, entre ellos un jovial Miguel Hernández, destacado en los escenarios del medio siglo y miembro de la Academia desde el 7 de noviembre de 1952, diez años después de Federico García Lorca, ya sesentón en la excelencia de su plenitud; más allá, Luis Cernuda se sienta entre Manolito Altolaguirre y Ramón J. Sender, Pedro Salinas disfruta de sus cinco años más de existencia, junto a los mayores Américo Castro y Juan Ramón Jiménez... La ficticia nómina académica es larga y curiosa, reproducida en el opúsculo publicado y sufragado en 1971 en México capital por el mismo Aub, con formato idéntico al de los que suele imprimir la RAE en tales ocasiones, y cuyo facsímil tuve el honor de editar por vez primera hace poco más de un cuarto de siglo.

Hasta el lector más desatento reparará de inmediato en que, expuesto así tal ceremonial y los personajes que a él contribuyen, estamos en terrenos propios de la fabulación, ante una reconstrucción de un teatro imaginado y del verdadero, es decir, de lo que imaginariamente pudo llegar a ser si la historia hubiera sido de manera distinta a la que en realidad fue. El Discurso, fechado en 1956 y manifiestamente apócrifo, se fundamenta en el hecho de que la guerra civil y sus muertos jamás existieron, como tampoco la resistencia guerrillera, ni la cruel diáspora del destierro, ni los campos de concentración, ni la persecución vengativa y criminal de los secuaces franquistas en tierras francesas, ni juicios sumarísimos, ni cárceles, ni fusilamientos... Es la fabulación sobre lo nunca sucedido. El salón académico así lo prueba al reunir a gente tan distinta, por ejemplo a Alberti, Guillén y Francisco Ayala con Pemán, Giménez Caballero y Dionisio Ridruejo, a Blas de Otero con Gerardo Diego y Cela... Censurémosle la ausencia de mujeres, imperdonable, porque las hubo con gran valía. La Segunda República sigue fluyendo en el curso de la utopía tras la victoria en las urnas del Frente Popular y la Academia acogiendo a insignes miembros como Antonio Machado, que nunca murió en el destierro. Sin embargo, la auténtica e irreversible realidad era muy diferente: Aub vivía por entonces exiliado en su casa de la calle Euclides de la capital mexicana desde el otoño de 1942. Por entonces, ya había editado gran parte de su lograda producción literaria. Y, en cuanto a Chabás, a quien su amigo da la palabra a modo de homenaje póstumo, dos años antes un infarto y demasiado infortunio habían puesto fin a su exilio cubano. Así se concibe el poder de la escritura, la dialéctica entre la historia con sus certezas y la ficción con sus posibilidades de contradecirla.

La licitud de la propuesta optimista de Max Aub queda avalada por su ingenio, nada extraño en su propia obra. Con su feliz reescritura ficcional se enfrentaba a la testaruda verdad de aquello que nunca debió llegar a acontecer. Y bueno es recordarlo cuando se conmemora el 80 aniversario de aquel invierno del 39, cuando media España se daba de bruces con la alargada tragedia de la derrota.

En Francia, aquel penar de los republicanos camino de fronteras donde salvar la vida suele reconocerse, a mi entender impropiamente, bajo el término de retirada, incluso desvinculándolo de la connotación de huida para evitar la muerte y comprendido como repliegue para después volver. La palabra exilio compendia mejor aquella desbordada tragedia, un dramático eslabón más de las interminables diásporas que mancharon nuestro pasado. Al exilio republicano, sin distinciones espaciales, se le adeuda no sólo la reparación ya imposible de lo perdido y lo sufrido, sino además su enorme aportación cultural, ese único lado benéfico de la expatriación por cuanto, entre otros haberes, en él se alcanzó entonces lo más distinguido del pensamiento, de la literatura y del arte.

La memoria histórica certifica el pasado y su verdad. De ahí que hoy, cuando crecen los afanes revisionistas, los gestos sean más que nunca necesarios y obligado el reconocimiento de la España que encalló en el destierro. Que en la ciudad de Toulouse, que fue española republicanamente, se haya rendido homenaje por parte francesa a los exiliados españoles cobra gran significancia, agrandada por el busto de Azaña colocado recientemente en el jardín del Cervantes tolosano y merced a las jornadas en torno al exilio, clausuradas por la cantante Soledad Morente y el poeta Luis García Montero, director del Instituto Cervantes en Madrid. Que Pedro Sánchez sea el primer presidente en ejercicio que se ha inclinado con recogimiento y respeto institucional ante las tumbas de Antonio Machado en Colliure, de Manuel Azaña en Montauban y de las del cementerio español de Argelès-sur-Mer, merece la consideración de ser mucho más que un mero símbolo.

Sin embargo, como era de esperar, el representante de la oposición, Pablo Casado, a quien no le duelen prendas por apropiación indebida e indemne de su máster, se apresuró a afear al Presidente que se apropiara culturalmente de Machado, el poeta de todos los españoles; de lo cual podría inferirse que Azaña y los enterrados en Argelès para Casado no lo son. Como de todo lo perverso haga culpable al jefe del Gobierno, cabe presagiar que si éste va al servicio dos veces le hará responsable de todo cáncer de próstata.

Max Aub se tomó la licencia de reconstruir una alternativa de la realidad sólo posible en la ficción —lo que el francés Charles Renouvier ha acuñado como ucronía—; su acto de creación, exento de fatalismo, dista mucho del interés actual revisionista en señalados ámbitos y en boca de políticos sin escrúpulos. En este empeño campean a sus anchas las versiones falsarias del argumentario del PP, con el fin de distorsionar lo realmente acontecido en el siglo XX, e incluso en el presente más mediato sin la menor vergüenza.

Quitar lo que sobra

Quitar lo que sobra

De nueve meses a esta parte no sólo arrecia la crispación provocada por la derecha mediática, tertuliana y parlamentaria, a la par que la verborrea del aspirante a la Moncloa, sino que además ha alcanzado carta de naturaleza el ataque frontal a la memoria histórica mediante un proceso de usurpación y falsificación libérrima de la historia. Aderezado el discurso con maledicencias e insultos al amparo de la impunidad, la derecha más reaccionaria y su gerifalte estatuyen la desmemorización, consistente en el borrado u olvido del mal causado, incluso en la  negación de la verdad incontestable y hasta de la evidencia.  Luego, mediante procedimientos de sustitución, elaboran y reelaboran una bien construida contramemoria.

Corren tiempos para el cuestionamiento sectario, las comparaciones incomparables y la lectura sesgada o tramposa de los hechos. Hoy, por ejemplo, con especial impudicia se identifica el Frente Popular republicano con los partidos que apoyaron la moción de censura presentada y ganada por Pedro Sánchez, sin reparar que el tridente de la derecha actual recuerda, mutatis mutandis, a la Confederación Española de Derechas Autónomas  (CEDA) de 1933. O se objeta la pertinencia de adjetivar como civil a la guerra fratricida provocada por el golpe de estado militar, que llega a justificarse tan groseramente al igual que el franquismo. El inmune revisionismo tacha de maldad la Ley de Memoria Histórica, no oculta su desprecio por el osario republicano perdido y anónimo en las cunetas, pero en cambio se resiste, en connivencia con cierto sector de la justicia, al traslado de los restos del dictador al olvido perpetuo, temiendo que al remover su tumba se resquebraje Cuelgamuros, según una última querella admitida, y se evaporen las esencias subterráneas del nacional-catolicismo. Frente a estas reescrituras dogmáticas al mejor impostor, ha de reafirmarse como línea de conducta cívica la lectura correcta y verídica de la historia. Desde la crítica objetiva, incluso subyacente como en la fábula de Max Aub. Sin las estridencias ni la superchería de la contramemoria. El propio Machado a ello invita en sus Proverbios y cantares: «¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela». _____________

Javier Pérez Bazo es catedrático de la Universidad de Toulouse – Jean Jaurès y socio de infoLibre

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