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Gatuperios. Blues de las brasas de Notre Dame

Fernando Pérez Martínez

El viejo gato de algún vecino, junto con otro de su misma quinta criado en mi casa, acostumbran a venir en las tardes primaverales del mes de abril a la escalera de la terraza, se acomodan cada uno reclinado en un escalón y entonan sin intencionalidad sexual alguna baladas articuladas en dulces lamentos. Aúllan serenamente el encanto de nostalgias que no tienen cura porque tal vez nacieron con nosotros, como parte de nuestra manera de ser. Dejan fluir por el aire aquellos acordes, tristes, añorantes, rotos de melancolía. Sin drama, alternativamente desgranan sus estrofas, lentas, cadenciosas, tiernamente. Cuando te cruzas sus ojos cesa la melodía, su mirada es cristal, fría, áspera, vacía de sentimientos, como de quien nada espera ya de la vida. Gira su cabeza y aparta los gélidos espejos en que apresó la angustia, la soledad que compartís y vuelve a modular en el aire su quebranto.

Ignoraba, como supongo la mayoría de los amables lectores, la existencia de bluescats. Estaba sumergido en mis pensamientos un atardecer, mecido por la luz incierta del crepúsculo, cuando creí reconocer, en los líricos acentos de la melodía, fluir la dulce hemorragia de las penas insolubles, aquellas que te acompañan siempre porque forman parte de tu bagaje sentimental, aquel que inconsciente pero voluntariamente has estado ignorando durante la mayor parte de tu vida, sin poder deshacerte de él. Expresado con claridad y belleza por los sollozos de aquella pareja de viejos gatos, aquellos auténticos y sensibles bluescats.

Así pasarán la primavera y el verano, hasta que las lluvias o los fríos otoñales les desalojen, arrojándoles a sus cuarteles de invierno.

Soy incapaz de retener en mi memoria toda la armonía cadenciosa de su gemido. Pero en las largas y solitarias noches invernales convoco la tonada de los gatos, al amor de la lumbre, lamentando, echando de menos, recordando lo que en mi vida fue, y lo que pudo ser…

Desde París se esparce el humo en que se disuelve la cubierta de Notre Dame, que transporta la desesperanza ante lo inevitable del final de una época ya muerta, pese a que sus protagonistas todavía quieran ignorarlo, pensando que aunque arda hasta los cimientos, no pasa nada porque se podrá reconstruir. El mismo consuelo en que se refugia un psicópata estúpido ante el cadáver de su madre. Qué importa su muerte si tiene un montón de fotografías. En desagravio querrán reconstruir en piedra, a imagen y semejanza de la catedral gótica del siglo XII derruida, un edificio del siglo XXI, para que cada año se hagan selfies veinte o treinta millones de indiferentes a que sea Notre Dame o el castillo encantado de Disney World.

Todo ese estremecimiento recogido en el lamento gatuno tan bien acompasado al latir de la inteligencia de los pocos parisinos que ya van quedando, sean nacidos en París o en Logroño, que sienten que se les va muriendo una iconografía sentimental en la que refugiar su esperanza de personas acorraladas, a las que inquieta dónde dormirá ahora Quasimodo, trasunto de sí mismos, seres horribles por reales, en un mundo que huye hacia la mentira virtual, dejándonos solos. Qué habrá sido de las gárgolas que encerraban el misterio de formas grotescas de seres terribles que el catolicismo impuso con el horror de sus crueles convicciones y que el arte cincelado en piedra congeló allí donde no pudieran seguir haciendo daño. Embelleciendo con sus aterradores espantos presos en las cornisas, condenados a trasegar agua de lluvia durante siglos y siglos. Hasta ayer cuando los gatos acompasadamente alzaron el penacho de humo de sus voces clamando el error que llegó y que no quieren vivir, ni siquiera conocer. Mientras los dueños del invento siguen haciendo caja, sobando billetes con sus pálidas manos surcadas de venas celestes, envueltos, como siempre, en olor a chamusquina. ___________________

Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre

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