Una tarde cualquiera

Esther Rioboo

La noche estaba en su más álgido esplendor. Como era habitual desde hacía dos años, me había levantado sigilosamente, había llegado a la cocina y estaba preparándome un vaso de leche para ver si esta vez conseguía conciliar el sueño y dormir algo más. El día iba a ser largo y mi cabeza tenía que estar despejada. Sin embargo, ahí estaba, a las 3.30 de la madrugada, en la cocina, pensando que solo quedaban tres horas más para dormir y esta maldita premenopausia haciendo de las suyas. En mi cabeza se cruzaban recuerdos del día con frustraciones de siempre y con los miedos e inseguridades del día siguiente.

Entonces recordé nuestra tarde anterior en la casa del pueblo. Mi cuñada, dos vecinas y coetáneas mías, y mi marido. Todos estaban en la cofradía del pueblo, por tradición, me dijo mi marido. Habían quedado esa tarde para organizar el convite del 1 de mayo que se prepara en nombre de los cofrades, para y por ellos. Para mí, el 1 de mayo siempre había sido el día del trabajador, pero ahí no hablaban de derechos sindicales sino de vino y cervezas que comprar, porque los españoles somos muy religiosos, pero beber que no nos lo quite nadie; ¿no es acaso el vino la sangre de Cristo?

El día que para mí siempre ha sido un motivo para salir a la calle a demostrar que todavía tenemos mucho por lo que luchar, para ellos es un día para demostrar su fe o su tradición

Por lo visto, el primer fin de semana de mayo en ese pueblo castellano se nombran los cofrades. Así que, el día que para mí siempre ha sido un motivo para salir a la calle a demostrar que todavía tenemos mucho por lo que luchar, para ellos es un día para demostrar su fe o su tradición –aun hoy en día, en España esos dos motivos se cruzan y confunden–.

Tomaba un sorbo de leche calentita y volvía a esa tarde fría y nublada. Entonces recordaba la conversación monótona, repetitiva, que se confundía con las risas por tener ese mismo tono grave. Volvían por segunda y por tercera vez sobre el mismo tema, pero continuaban riéndose como al principio. Yo, intentando mostrar interés pero sin conseguirlo, sonreía a destiempo, o esa era mi impresión. Había desconectado hacía rato. Me quedé en el punto en el que hablaron de sus hijas. Entonces me recordé a mí misma con los años de las chicas, cuando lo que iba a ser era, en aquel momento, un sueño, una intención, un propósito.

Recordaba también aquellos días de calor en la casa del pueblo con mi abuela. Las siestas interminables y el silencio en casa porque no había que despertar a los mayores de la siesta. También recordaba las tardes en el parque unos años más tarde, con mis amigos y la litrona por bandera, cuando soñábamos que nuestra generación cambiaría el mundo. Y, por último, recordaba aquellas tardes en mi propia casa, sin obligaciones y junto con mi pareja de entonces, sudando de calor y placer. 

La continuación de mis pensamientos volvió a enturbiarse y me imaginé con ochenta años. ¿Cuáles serían las imágenes que del hoy recordaría? ¿Serían esta y otras tardes similares las que me vendrían a la mente cuando pensara en mis 47? Mi cara se entristeció, tanto que mi cuñada me preguntó si estaba bien. Reaccioné y, con un "perdona, me había puesto a recordar", seguí escuchando –o haciendo que escuchaba– con mi cara inmóvil y mi sonrisa de lata fingiendo que me interesaban los ires y venires de los cofrades y de estas lindas mujeres que tenía por compañía. ¿Sería así hasta mis noventa años? Espero que no.

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Esther Rioboo es socia de infoLibre.

Esther Rioboo

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