Narrador (autor de novelas, cuentos y microrrelatos), poeta, ensayista, antólogo, crítico literario y traductor, Federico Patán había nacido en Gijón, en una familia cuyo padre era un activo militante comunista, por lo que al acabar la guerra tuvo que exilarse, siendo detenido –en febrero de 1939– en los campos franceses de Sant Ciprien y Barcarès. Su madre y sus hermanos fueron internados en el campo de refugiados de La Londe. Desde allí, y custodiados por los gendarmes, llegaron en tren a Burdeos, lugar en el que los estaba esperando su padre, quien había sido liberado poco antes con ayuda del SERE (Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles), organismo de tendencia comunista fundado por Juan Negrín. Reunidos en esa ciudad francesa se embarcaron en el buque Mexique, el 14 de julio de 1939, con destino a México, y llegaron a Veracruz, cuando Federico solo contaba con 22 meses de vida. La familia fue enviada a la Colonia de Santa Clara, en Chihuahua, al norte del país, un asentamiento en cuyo aserradero iba a trabajar el padre. Estas explotaciones agrícolas fueron creadas con el apoyo del Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles, filial en México del SERE, aunque no llegaron a cuajar. De este lugar datan los primeros recuerdos de Federico Patán, cuando un vecino lo encontró lejos del pueblo, tenía entonces dos años y medio y la cabeza coronada de rizos, huyendo en dirección a Francia... Quizá porque en Perpiñán permaneció parte de su familia, su abuela Antonia y la tía Oliva, y el niño deseaba reencontrarse con ellas.
Los Patán López tuvieron cuatro hijos. La mayor, Sonia, cuyo nombre oficial era, en realidad, Antonia Libertad, cuando solo tenía 4 años cuando fue enviada en noviembre de 1938 a la Unión Soviética, junto a otros muchos niños españoles, para protegerlos de los avatares de la guerra. El caso es que hasta 1957, momento en que ya contaba 23 años, no logró reunirse en México con el resto de su familia, pues ni el gobierno ruso, ni el Partido Comunista español, cuya cúpula residía entonces en Moscú, permitían que los niños regresaran a España con su familia, y solo en 1946 aceptó por primera vez que un pequeño grupo se reuniera en México con sus padres, como ha estudiado Alicia Alted Vigil.
En Una infancia llamada exilio (2010), única entrega de las memorias de Federico Patán –que no han tenido continuación, aunque me había confesado que estaba escribiéndola, por lo que quizá las haya dejado total o parcialmente acabadas–, se ocupa de sus primeros nueve años de existencia, hasta el momento en que su familia abandona el pueblo mexicano de Perote, en el estado de Veracruz, para afincarse en la capital del país tras tocarle la lotería en 1946.
Federico Patán formaba parte del grupo denominado hispanomexicanos, componentes de la segunda generación del exilio republicano en México. A finales de los años 80 del pasado siglo empezaron a publicar sus memorias, autores como María Luisa Elío (Tiempo de llorar, 1988; y Cuaderno de apuntes, 1995), Enrique de Rivas (Cuando acabe la guerra, 1992) y Angelina Muñiz-Huberman (Castillos en la tierra, 1995; y Las confidentes, 1998), quien las tachó de seudomemorias. Del nuevo siglo datan las de Gerardo Deniz (Paños menores, 2002), Dolores Pla Brugat (El aroma del recuerdo, 2003), Felipe de la Lama (…y los niños también van al exilio, 2006), Tere Medina-Navascués (Memorias del exilio, 2007), Carlos Blanco Aguinaga (Por el mundo, 2007; y De mal asiento, 2010), Manuel Durán (Diario de un aprendiz de filósofo, 2007) y Federico Álvarez (Una vida. Infancia y juventud, 2013).
El caso es que, transcurridos los años, Federico Patán se licencia en Lengua y Literatura moderna inglesa, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, llegando a ser catedrático y a partir del 2013 profesor emérito. También fue profesor visitante en diversas universidades de los Estados Unidos. Lo singular de su caso es que con anterioridad a su ingreso como docente en la Universidad apenas mantuvo relación con los intelectuales del exilio republicano, más allá de haber estudiado un par de cursos en la Academia Hispano-Mexicana. En la Facultad se encuentra con varios de los que serían sus compañeros de grupo: entre otros, con Luis Rius, Angelina Muñiz-Huberman y Arturo Souto, y allí conocerá a Carmen Tobío, su esposa.
Entre sus obras de ficción destaca la novela Último exilio (1986), que obtuvo el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia, y el libro de relatos Encuentros (2006), galardonado con el premio José Fuentes Mares. Como investigador se ha ocupado, sobre todo, de la literatura inglesa y mexicana, así como de la obra de los exiliados españoles, en especial de Dickens, Virginia Woolf, Alfonso Reyes, Borges, Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, Ramón Xirau, Edmundo Valadés, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Daniel Sada. Así, entre sus ensayos destacan: Contrapuntos (1989), El espejo y la nada (1998) y No más de tres cuartillas por favor… Reseñas sobre narrativa mexicana del siglo XX (2006), libro en el que recoge su trabajo como crítico literario en el suplemento cultural Sábado del diario Unomásuno. Pero apenas si prestó atención al resto de los escritores españoles. Entre sus traducciones sobresalen las versiones de Shakespeare (Noche de Epifanía) y las de los ensayos de Virginia Woolf y Ezra Pound; junto con los cuentos de Poe, Melville, Stephen Crane, Hemingway o Bernard Malamud, versiones publicadas por la UNAM.
Su grupo, también llamado –con menos fortuna– generación nepantla (“tierra de nadie” en náhuatl), aquellos que habiendo nacido en España se hicieron escritores en el país de acogida, debemos vincularlo con la denominada generación mexicana del medio siglo o de la ruptura (José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Carlos Monsiváis, etc.). Asimismo pertenecen a esa segunda generación de escritores del exilio republicano español autores –a algunos ya los hemos citado– como Nuria Parés, Manuel Durán, Roberto Ruiz, María Luisa Elío, Carlos Blanco Aguinaga, Tomás Segovia, Jomí García Ascot, Luis Rius, Arturo Souto, César Rodríguez Chicharro, José Pascual Buxó, Enrique de Rivas, José de la Colina, Francisca Perujo, Gerardo Deniz y Angelina Muñiz. Doce años separan al mayor del más joven, que era nuestro autor, una diferencia de edad elevada y más aun si a lo largo de ellos transcurre la II República, la Guerra civil y el exilio. Bastantes de estos escritores participaron en revistas como Clavileño (1948), Hoja (1948 y 1949), presencia (en minúscula, como le gustaba insistir a Federico Álvarez) (1948-1950), quizá la más significativa, y Segrel (1951), y formaron parte del Movimiento español 1959, que ha estudiado Manuel Aznar Soler. Si bien, debido a su juventud, Federico Patán no llegó a formar parte de ninguno de estos empeños, pudo haber participado en el citado Movimiento, aunque parece que no fue así. En cambio, cuando en 1946 llega a la capital acude a alguna de las instituciones educativas creadas por los republicanos, siguiendo el modelo de la Institución Libre de Enseñanza, con maestros que habían formado parte de ella, como el Colegio Madrid, la Academia Hispano-Mexicana o el Instituto Luis Vives, al margen de no vivir entonces en ese “amplio gueto de refugiados españoles con sus divisiones lingüísticas y culturales internas”, como señaló Carlos Blanco Aguinaga, por lo que es probable que su integración mexicana –se nacionalizó pronto- fuera más rápida y natural, importante rasgo que lo singulariza del resto.
Angelina Muñiz-Huberman cuenta que los autores de su quinta fueron apadrinados por los autores de la generación anterior, la formada por León Felipe, Pedro Garfias, José Ramón Arana, Simón Otaola, Max Aub o Manuel Andújar. Por su parte, Roberto Ruiz cita a Emilio Prados como su principal maestro. Pero también sabemos que hubo tensiones entre los veteranos y los jóvenes. En cualquier caso, cada uno de estos autores no solo ha realizado una obra literaria diferente, sino que ha respondido de manera distinta a las cuestiones de identidad y pertenencia que suele plantearse el escritor exiliado. Así las cosas, todos poseen una historia en común (vivieron el exilio como niños o jóvenes y sufrieron la adaptación a una nueva realidad, generándose en ellos, en distinto grado, una identidad múltiple y quizá más compleja) y han compartido relaciones de amistad en mayor o menor medida. No obstante, habría que distinguir todavía entre los que tienen como lengua el español y cuantos utilizan en su obra de ficción alguna de las otras lenguas españolas (Ramon Xirau escribió la poesía en catalán y los ensayos en castellano); y entre aquellos que poseen recuerdos directos de España y quienes solo disponen de una memoria española transmitida; o bien entre los que permanecen siempre en México y aquellos otros que vivieron además en países como Cuba (José de la Colina, María Luisa Elío, Jomí García Ascot y Federico Álvarez), Estados Unidos (Carlos Blanco Aguinaga, Manuel Durán y Roberto Ruiz), Italia (Enrique de Rivas) o España (Federico Álvarez, Carlos Blanco Aguinaga y Tomás Segovia); o los exiliados que han recibido un reconocimiento literario por parte de la intelectualidad mexicana (Tomás Segovia, Manuel Durán, Gerardo Deniz y José de la Colina) y aquellos que son reconocidos en España (Tomás Segovia); e incluso entre los que se casan o emparejan con mexicanas (Carlos Blanco Aguinaga) y quienes forman familia con otros miembros del exilio republicano; sin olvidarnos de quienes enterraron en México a sus descendientes o antepasados.
Si aceptamos, como apunta Blanco Aguinaga, que los exiliados que llegaron a México fueron producto de una selección clasista, que solía decantarse por “profesionales” y “obreros cualificados”, a los que seguramente habría que añadir los militantes de partidos de izquierdas, socialistas y comunistas sobre todo, la familia Patán López formaría parte de esta última categoría. Sin embargo, si recordamos el destino de su familia en Perote, donde apenas había republicanos españoles (según Clara Lida, solo se instalaron allí nueve refugiados españoles), creo que su condición, más que la de exiliados, que también, fue de emigrantes. Si, además, tenemos en cuenta su edad, cabe precisar que Federico Patán se singulariza también por no albergar recuerdos directos de España, de lo vivido en Gijón y Barcelona. Así, lo que conoce de su vida española lo adquiere por tradición oral y a través de cartas y fotos, mediante los recuerdos familiares de sus allegados más cercanos.
Su obra, en sus múltiples facetas, apenas es conocida en España, pues no ha tenido la fortuna de ser aquí ni editado, ni siquiera reeditado. Esta grave carencia habría que remediarla. En México, por señalar algún nombre, se ha ocupado de ella Enrique López Aguilar, y entre nosotros ha sido Eduardo Mateo Gambarte quien más atención le ha prestado. Federico Patán no regresó a España hasta 1971, cuando contaba con 34 años. Lo hizo acompañado de su esposa, hijo y suegros, exiliados también, realizando un viaje de regreso por Galicia, Asturias y Madrid, y desde entonces –me confesaba en un correo privado– solía volver con frecuencia, casi una vez al año. En una ocasión le pregunté si alguna vez había pensado en regresar definitivamente a España, y me respondió lo siguiente: “Coquetear, coquetear sí hubo coqueteos, pero no pasaron de eso”.
El caso es que su origen y la herencia española, tanto en las costumbres como en la cultura, lo convierten en hispanomexicano, una manera distinta de sentirse mexicano. Él mismo ha zanjado la cuestión afirmando que “hispanomexicano es mi modo de ser mexicano”, o dicho con sus propios versos, un vocablo por el cual se reconoce en dos paisajes y siente que pertenece a ambos:
"Aquí nacen mis muertos,
aquí han nacido,
aquí nacieron
y seguirán naciendo.
Otros paisajes los trajeron
a vivir estos paisajes
que raíces los han vuelto"
Pero, además, como afirmó la historiadora María Luisa Capella con motivo de la entrega del Premio Cervantes a Elena Poniatowska, “México es agarroso”, y quizá por ello se quedaron también allí el guatemalteco Augusto Monterroso, los colombianos Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez, el argentino Juan Gelman, o la citada Poniatowska, nacida francesa, aunque de origen polaco. Federico Patán ha muerto con 86 años en México, el país que lo acogió, como a tantos otros exiliados republicanos. Descanse en paz en su querida tierra de acogida.
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* Fernando Valls es profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Narrador (autor de novelas, cuentos y microrrelatos), poeta, ensayista, antólogo, crítico literario y traductor, Federico Patán había nacido en Gijón, en una familia cuyo padre era un activo militante comunista, por lo que al acabar la guerra tuvo que exilarse, siendo detenido –en febrero de 1939– en los campos franceses de Sant Ciprien y Barcarès. Su madre y sus hermanos fueron internados en el campo de refugiados de La Londe. Desde allí, y custodiados por los gendarmes, llegaron en tren a Burdeos, lugar en el que los estaba esperando su padre, quien había sido liberado poco antes con ayuda del SERE (Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles), organismo de tendencia comunista fundado por Juan Negrín. Reunidos en esa ciudad francesa se embarcaron en el buque Mexique, el 14 de julio de 1939, con destino a México, y llegaron a Veracruz, cuando Federico solo contaba con 22 meses de vida. La familia fue enviada a la Colonia de Santa Clara, en Chihuahua, al norte del país, un asentamiento en cuyo aserradero iba a trabajar el padre. Estas explotaciones agrícolas fueron creadas con el apoyo del Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles, filial en México del SERE, aunque no llegaron a cuajar. De este lugar datan los primeros recuerdos de Federico Patán, cuando un vecino lo encontró lejos del pueblo, tenía entonces dos años y medio y la cabeza coronada de rizos, huyendo en dirección a Francia... Quizá porque en Perpiñán permaneció parte de su familia, su abuela Antonia y la tía Oliva, y el niño deseaba reencontrarse con ellas.