"¿Se puede escribir un libro sobre Afganistán?" comienza el libro de Pere Vilanova Afganistán. Auge, caída y resurgimiento del régimen talibán (Catarata). La respuesta viene dada con la lectura de la propia obra: se trata del trabajo de un catedrático emérito en Ciencia Política y de la Adiminstración en la Universidad de Barcelona que ha estudiado de cerca el conflicto del país centroasiático durante más de tres décadas. Exdirector de la División de Asuntos Estratégicos y de Seguridad del Ministerio de Defensa entre 2008 y 2010 e investigador del CIDOB en la actualidad, Vilanova parte de la invasión soviética a finales de los setenta para recoger la evolución del fundamentalismo islámico en Afganistán. La retirada de las tropas estadounidenses de Kabul es el último hecho conocido. Pero la historia del régimen talibán es tan compleja como si de "un cubo de Rubik" se tratara. infoLibre publica un extracto del Capítulo 3 de un libro muy recomendable para comprender la guerra desde su pasado, su presente y su posible futuro.
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Asia Central, un cubo de Rubik sin solución
Y en su epicentro, Afganistán… Si Francis Fukuyama, antes de sacar su famoso artículo “¿El fin de la Historia?” (1989), se hubiese dado una vuelta por Asia Central, no lo habría publicado. Si acaso, probablemente hubiese modificado sus conclusiones, porque si en el planeta hay un lugar donde la Historia no se ha acabado ese es Asia Central. Lo mismo vale para Samuel Huntington y su “Choque de civilizaciones”, publicado en 1993 como artículo en Foreign Affairs. Si un lugar de la Tierra demuestra que el islam es incapaz de mantener unificados y cohesionados a pueblos diversos —todos musulmanes— que dedican siglos y siglos a luchar entre sí, es Asia Central. Quizá se acercó algo más a la realidad Zbigniew Brzezinski, exconsejero de Seguridad del presidente Jimmy Carter, que en 1997 publicó un interesante libro (El gran tablero mundial) en el que, al hablar de Asia Central, describe la zona como “los Balcanes euroasiáticos”.
El símil es tentador. En Asia Central pasa de todo, pasa mucha gente, y los que no son del lugar, por definición siempre están de paso. Allí se vive la Historia en un día a día que es fascinante; combina algunos elementos de modernidad (por supuesto, en Biskek, capital de Kirguistán, hay cibercafés, lo mismo que en Almaty, excapital de Kazajistán) con un constante retorno al pasado. En ocasiones trágico, y algunas veces, en su propia versión del hilarante film El día de la marmota, te despiertas, y todo sigue igual que en tiempos de Tamerlán. ¿Por qué?
Sabemos desde tiempos inmemoriales que por Asia Central pasaron personajes muy variopintos. Los persas, el islam en su expansión, y sobre todo los mongoles (los nombres de Genghis Khan y Tamerlán les vienen a la cabeza, seguro, así como el de la Ruta de la Seda). De esta última, por cierto, hay varios trazados y versiones, pero en su parte más complicada se fragmenta para dar el último paso decisivo: entrar en China desde Kirguistán, para llegar a Kasgar, donde ahora sabemos de la tragedia humana de la minoría uigur a manos del Gobierno de Pekín. La competición por ejemplo entre la influencia persa/iraní frente a la influencia turca es, en esa zona de Asia, una tradición de siglos, de hecho milenaria. Los actuales turcos son en origen turcomanos de Asia Central, que ya en nuestro siglo XI se convierten en el brazo militar del islam y, a partir del siglo XV, en una potencia hegemónica, el Imperio otomano. Y ahora se acusa al Gobierno turco de querer “restaurar la influencia otomana” en Asia Central. Verán eso con simpatía, quizá, los turcomanos, los uzbekos y los kirguises, pero en ningún caso los pastunes, los tayikos, los hazara o los nuristaníes. Porque hablan lenguas farsi, es decir, de la rama iraní, y sus tradiciones son de influencia iraní pre y posislámicas.
Pero todo esto es solo parte de la complejidad de un “cubo de Rubik” centroasiático que, ya se los adelanto, no se puede cuadrar, porque es poliédrico, incluso caleidoscópico… Tiene ello que ver con algunos factores geopolíticos de gran calado. El Imperio ruso primero (desde finales del siglo XVIII hasta la Revolución de Octubre) y la Unión Soviética (URSS) a partir de 1918 intentaron conquistar, administrar y estabilizar Asia Central. Todavía hoy se nota mucho esto en las cinco repúblicas. En unas más que otras, como en Kazajistán o Kirguistán, donde además de la población rusófona hay una considerable población étnicamente blanca. Rusia no quiere perder su influencia en Asia Central, como tampoco pierde de vista esa zona China, pero son influencias distintas. Rusia considera que esas cinco repúblicas, ya que fueron soviéticas, y antes (más o menos) del Imperio ruso, han de tener en Moscú una atención preferente. ¡Ah! Y esto ¿es nuevo? ¿Propio del mundo “posbipolar”, “pos-Guerra Fría”? Vamos, esto es más viejo que el primer viaje de Marco Polo. Para mantener esa influencia, Rusia cuenta con Kazajistán, la hermana mayor (literal y simbólicamente) de las cinco repúblicas, y con su integración en la llamada Organización para la Cooperación de Shanghái, organización creada hace ahora diez años y que agrupa a China, Rusia, cuatro de esas cinco repúblicas, y añade como observadores permanentes… a Irán, India y Pakistán. Eso suma el 44% de la población mundial, o sea, bastante influencia, ¿no?
Algunos opinan que la clave del asunto está en los famosos recursos naturales. Cierto, Kazajistán, Uzbekistán y Turkmenistán, con salida al mar Caspio los dos primeros, tienen abundantes reservas de petróleo, sobre todo Kazajistán (que además es… ¡el primer país productor de uranio del mundo!), de gas natural (Kazajistán, Uzbekistán y Turkmenistán), carbón, y más modestamente, mucha agua y recursos hidroeléctricos (el pequeño Kirguistán). Añadamos que esos países son doblemente importantes. Por un lado tienen reservas y son productores, pero a la vez son “transportadores”, países de tránsito y cruciales para el transporte energético de buena parte de Liberia y de China. Geopolítica pura. Pero la historia y la política no se reducen a eso.
En efecto, la política tiene una de sus versiones más arraigadas en Asia Central. Competición por el poder, gestión del poder, permanencia en el poder: los soviéticos deberían haber prestado más atención a las estructuras sociales tradicionales de sus repúblicas asiáticas. Las cinco tienen rasgos comunes y las cinco tienen sus especificidades propias. No es casual, y el caso paradigmático es Kazajistán, con Nursultán Nazarbayev, quien durante los últimos 20 años ha detentado el poder en persona (o mediante alguien de su entorno inmediato) y que en 1989, a la caída del Muro de Berlín, era ya el máximo dirigente del Partido en su país. Hace unos años, como supervisor electoral de la OSCE, advertí que uno de los eslóganes de mayor éxito de Nazarbayev era “Brat nomad”, es decir “hermano nómada”, a caballo, mirando una interminable estepa (pero sin moverse de sitio). Suele ganar las elecciones con el 80% de los votos. En Uzbekistán las cosas van menos de “control social difuso” o “clientelismo electoral”, y más de mano dura stricto sensu. Karimov gobernó el país con mano de hierro, y su entorno es noticia entre nosotros por las peculiares relaciones de su hija con el entorno de algún importante club de futbol catalán. Encontramos muchas veces este síndrome de “cleptocracia familiar/dinástica”. Turkmenistán ha sido, desde su independencia, un régimen de partido único (al menos de facto), pero su líder hasta su fallecimiento en 2006, Saparmurat Niyazov, se hacía llamar “Turkmenbashi”, el “padre de todos los turcomanos”, y alguno de sus bardos oficiales afirmaba que el sol giraba en torno al presidente, y no al revés. El actual presidente ha aflojado un poco las riendas de esos delirios unipersonales, pero todo indica que su forma de gobernar no ha variado en lo esencial.
Las repúblicas más modestas (en población, en recursos, en retórica) a veces han padecido lo peor, y a veces son las que tienen comportamientos más positivos, al menos relativamente. Tayikistán entró en una terrible guerra civil justo después de desaparecida la URSS, en 1992, que causó miles de muertos y decenas de miles de desplazados y refugiados, y que duró casi cinco años. Sin reservas energéticas ni recursos estratégicos, es un país pobre y que depende en gran medida de la atención que le presta Rusia. Cuyas tropas, por cierto, patrullan la frontera de dicho país con Afganistán y China.
En cambio Kirguistán, un país de una belleza espectacular y habitantes de lo más hospitalario (nómadas que viven literalmente a caballo, excepto en las tres o cuatro localidades que con mucha audacia podemos llamar “ciudades”), merece una mirada particular. Para el tamaño que tiene, unos 200.000 kilómetros cuadrados y una población de 5.260.000 habitantes, Kirguistán podría parecer un país marginal en la era de la globalización. Enclaustrado entre las cordilleras del Alatau al norte y del Tian Shan al sur, rodeado de vecinos muy poderosos y, en algún caso, bastante incordiantes, es la viva muestra de que la globalización tiene todavía muchos repliegues y rincones desconocidos.
Unos dicen, en Biskek, que tienen demasiados vecinos, pues comparten fronteras con China, Kazajistán, Tayikistán y Uzbekistán. Por ejemplo con Uzbekistán, por decirlo suavemente, las relaciones son desiguales por varios motivos, históricos o más coyunturales, pero lo cierto es que uno oye a menudo quejas sobre algunas particularidades de los uzbekos. Las oye en Kirguistán, en Kazajistán y hasta en Afganistán, pero habrá que ir un día u otro a Uzbekistán para escuchar una segunda opinión. Con China tiene varias de las puertas de acceso a la región de Sinkiang, pues Kirguistán acoge al menos tres de las variantes de la Ruta de la Seda, y en particular la del paso de Torugart.
Con Kazajistán comparte muchos kilómetros de frontera, y la sombra del vecino del norte es muy ancha, política y económicamente. Se nota, por ejemplo, si uno entra en Kirguistán por el extremo oriental, muy cerca de China, a través del paso fronterizo de Kengen y se adentra por el largo valle de Shariyaz, que sigue la frontera entre ambos países a lo largo de un valle al fondo del cual se yergue la cordillera Tian Chan.
Al pie de montañas como el Khan Tengri o el Pobeda, de más de 7.000 metros, con China al otro lado, uno comprende la soledad de la pequeña guarnición kirguís que, pasado el collado de Chon Ashu, a más de 3.000 metros, guarda una pista por la que no pasa nadie, excepto los yaks, algunos nómadas a caballo y nosotros. Un joven teniente nos explica que, cuando llegue el invierno, las temperaturas bajarán hasta los 25 o 30 grados bajo cero.
Ni estaremos nosotros, ni los nómadas ni sus yaks. Por la mañana temprano puedes en ocasiones ver un yak muerto, colgado cabeza abajo de un poste. Naturalmente, preguntas de qué se trata, y tus guías, kirguises rusos, te explican que cuando los animales (un lobo, dicen que quizá hasta un leopardo de las nieves) mata un yak, hay que dejarlo colgado para ahuyentar la mala suerte.
Pero hasta que no llegas a los primeros centros urbanos, no te das cuenta de lo lejos que estás de todo. Antes de llegar a Karakol, y más tarde a la capital, Biskek, después de pasar por Kochkor y Naryn (y más o menos aquí se acaba la lista de lo que pudiéramos llamar “ciudades”), vale la pena explorar los valles de Altyn Arashan, donde el mismo Tamerlán disfrutaba de las aguas termales. Las aguas siguen allí, y un poco más abajo te topas con el viejo sanatorio de Ak Shu, donde la nomenklatura soviética venía a tomar las aguas. En un entorno de una belleza que quita el aliento, el sanatorio y algunos de los edificios de descanso que bordean todavía el monumental lago de Issik Kul, lugar de recreo para burócratas del Partido, militares de graduación y, sobre todo, astronautas, en la época soviética, destacan por su fealdad.
Ya en Karakol, empiezas a conocer mejor el tejido social de este país. Si en las montañas y valles te topas con alguien, son nómadas a caballo y sus familias, siempre kirguises puros, de una pasmosa hospitalidad y suave simpatía; en los centros urbanos ves mayor complejidad. Se dice que de los cinco millones de habitantes que tiene Kirguistán, dos tercios viven en valles y montañas, y la estadística dice que hay tres cabezas de ganado per cápita. El 69% son kirguises, el 10% rusos, un 14% uzbekos y pequeñas minorías kazaja, uigur e incluso ucrania.
Para el recién llegado, la relación en las calles entre los diversos grupos, sobre todo entre kirguises y rusos, es relajada, pero sin mezcla. Aunque el país es sociológicamente musulmán, la presencia de iglesias ortodoxas es tan visible como las mezquitas, aunque la religión pesa de momento poco en la vida política, factor bastante común a las cinco exrepúblicas soviéticas de Asia Central. Políticamente, Kirguistán ha seguido un patrón muy común en la crisis de la URSS. En agosto de 1991, aprovechando el golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, Askar Akáyev lideró la proclamación de independencia, y en octubre de ese año ganó las primeras elecciones con un 95% de los votos.
Paradójicamente, caso único en Asia Central, Kirguistán acogía en 2008 en su territorio dos bases militares extranjeras, una norteamericana (y de la OTAN, para operar en Afganistán) en Manas, y otra rusa en Kant, muy cerca, pero la influencia económica creciente es sobre todo la de China.
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Curiosamente, Kirguistán ha inventado una nueva versión de país “no alineado”. Ha mantenido dos importantes bases militares extranjeras: una de Estados Unidos, la otra de Rusia. Estados Unidos la usa para operar desde hace diez años en Afganistán, como base de apoyo (y sin que Putin haya dicho nunca nada al respecto), y Rusia usa la suya para controlar un poco toda la zona. La sombra del Imperio ruso sigue siendo muy alargada.
Las cinco repúblicas tienen en común que, con alguna excepción (tal como es el caso del grupo Eszb Al Tahrir en Tayikistán), han mantenido el islamismo a raya, en una región donde esta hipótesis preocupa a propios y extraños. Si sus Gobiernos lo han hecho con métodos que invitan a mirar a otro lado, es otra cuestión.
No, Asia Central (excluido Afganistán) no es hoy un vivero desbocado de islamistas radicales. El problema de Afganistán es que tiene población genuinamente afgana que se considera sobre todo tayika, persa, uzbeka, mongola, y los pastunes, que son una compleja mezcla de todo ello, aunque se consideran únicos. Asia Central, como especialmente Afganistán, es un cubo de Rubik con demasiados lados y líneas que cuadrar, y donde el futuro viene cargado de pasado.
"¿Se puede escribir un libro sobre Afganistán?" comienza el libro de Pere Vilanova Afganistán. Auge, caída y resurgimiento del régimen talibán (Catarata). La respuesta viene dada con la lectura de la propia obra: se trata del trabajo de un catedrático emérito en Ciencia Política y de la Adiminstración en la Universidad de Barcelona que ha estudiado de cerca el conflicto del país centroasiático durante más de tres décadas. Exdirector de la División de Asuntos Estratégicos y de Seguridad del Ministerio de Defensa entre 2008 y 2010 e investigador del CIDOB en la actualidad, Vilanova parte de la invasión soviética a finales de los setenta para recoger la evolución del fundamentalismo islámico en Afganistán. La retirada de las tropas estadounidenses de Kabul es el último hecho conocido. Pero la historia del régimen talibán es tan compleja como si de "un cubo de Rubik" se tratara. infoLibre publica un extracto del Capítulo 3 de un libro muy recomendable para comprender la guerra desde su pasado, su presente y su posible futuro.