Lo que nosotras aprendimos de Almudena Grandes

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Para muchas, para casi todas —lectoras, escritoras, periodistas—, la muerte de Almudena Grandes llegó como un doloroso golpe en la cabeza. Una maceta que se hubiera desprendido de algún balcón, un mueble que se hubiera desplazado sibilinamente solo para importunarnos, un accidente improbable que acrecienta el dolor con la sorpresa, con el puro desconcierto. No. Almudena Grandes no podía morir. Almudena Grandes no podía estar muerta. Ni siquiera pensaron en ello (qué tontería) cuando la escritora anunció que llevaba un año tratándose un cáncer, ni siquiera entonces lo vieron posible: la voz de Almudena Grandes seguiría sonando en la radio, áspera y familiar como las mantas de la infancia, sus columnas seguirían apareciendo en el periódico, tan parte del paisaje que ni siquiera era necesario leerlas puntualmente, su rostro seguiría viéndose en las noticias, en las piezas sobre la Feria del libro de Madrid, en las entrevistas por su última novela, en el reportaje sobre la penúltima injusticia por la que ella hubiera decidido interesarse. Prometía solemnemente en aquella columna que volvería, “con pelo, quizás sin pelo”. Cómo no creerla.

Cuando alguien muere, cuando acaba esa narración extraña que es la vida, empieza una tarea que compete a los que sobreviven: poner orden donde había desorden, dar sentido y dirección a lo que no puede tenerlo. Almudena Grandes fue querida y admirada por muchas, así que muchas se enfrentan hoy a esa tarea, cada una desde su rincón. Quién fue Almudena Grandes, por qué su ausencia me genera un vacío a mí, que no la conocí o que la conocí tangencialmente, a qué se debe esta tristeza que solo debería pertenecer, en puridad, a sus familiares y amigos. Qué significa su figura. Qué peso tiene. Quién es Almudena Grandes ahora que ya no está.

Cuando alguien muere llega también el momento de las grandes palabras, de las exageraciones y los retratos de brocha gorda. Quizás esta afirmación forme parte de eso y, sin embargo, es imposible ser escritora hoy en España y no relacionarse, aunque sea mediante el rechazo, con la obra de Almudena Grandes; es imposible haber leído literatura española de los últimos treinta años más allá de la sombra de Almudena Grandes. Junto a su maestro Benito Pérez Galdós, con el siglo XIX que tanto estudió y reivindicó, la escritora abrazó la idea de intelectual que comenzó a fraguarse por entonces: la del creador que se relaciona estrechamente con su tiempo, que no se avergüenza de la popularidad, que no rechaza el debate y que asume su presencia pública como un deber. Nosotras —lectoras, escritoras, periodistas— estábamos allí, mirándola, escuchando. Aprendiendo sin saber del todo qué aprendíamos. Ahora sería el momento, decíamos, de pensar nosotras solas, sin ella, en todo eso. Este es solo un primer intento.

Libertad y compromiso son sinónimos

 Cuando se escriben estas líneas no han pasado ni 24 horas desde que se conoció el fallecimiento de la autora y ya se ha hablado hasta la saciedad de su compromiso con las lectoras. Si se repite esa idea es, en primer lugar, porque ella misma insistió. En aquella columna en la que hablaba de su enfermedad decía de nuevo: “Mis lectores y lectoras, que me conocen bien, saben que son muy importantes para mí. Siempre que me preguntan por ellos respondo lo mismo, que son mi libertad, porque gracias a su apoyo puedo escribir los libros que quiero escribir yo, y no los que los demás esperan que escriba”. Su compromiso era grande y, como cualquier pacto, conllevaba unos deberes: el trabajo constante que le permitiría publicar una nueva novela cada tres, máximo cuatro años; la asistencia a numerosas firmas y presentaciones que la mantenían apartada del escritorio más tiempo del que hubiera deseado; la certeza de que había miles, millones de personas al otro lado, y que esas personas estaban en todo su derecho a leer su obra con atención y criticarla si era preciso, a no comprarla, a abandonarla incluso.

Para ella ese compromiso no coartaba su libertad creadora, sino que era su misma fuente. No veía a sus lectoras como el lastre que le alejaba de los caminos que hubiera querido transitar, ni como un precio a pagar a cambio de una buena vida, ni como una masa autoritaria y controladora. (Y si alguna vez consideró todo eso, porque la creación es un proceso complejo y todo el mundo tiene sus sombras, se negó a escuchar a sus propios fantasmas, a traicionar un pacto en el que creía). Si sus lectoras seguían ahí, en la cola de las firmas, encargando sus novelas en la librería tan pronto como se anunciaba la fecha de lanzamiento, dejándolas luego al alcance de sus hijas, ella podía estudiar y escribir lo que quería estudiar y escribir, podía nombrar en sus columnas aquello en lo que creía con la dureza que considerara necesaria, podía incluso pararle los pies a su empleador (la editorial, el periódico) en caso de que fuera necesario.

Hay que añadir una nota al pie: la suerte. No siempre la ambición creadora de un escritor se alinea de manera tan perfecta con los gustos de sus lectores. Que una conversación sea fructífera depende, claro, de la voluntad de las dos partes, pero también hace falta algo tan sencillo como que las partes se caigan bien. Eso tiene que ver con la suerte. Y ella la tuvo.

Un micrófono sirve para hablar

Si el compromiso con las lectoras le daba la libertad de escribir, le dio también la libertad de hablar. Y Almudena Grandes decidió que iba a hacerlo alto y claro: ¿para qué quieres un micrófono si no es para decir exactamente aquello que piensas? Parece una idea tan obvia, y ella la ejerció con tanta constancia, que es fácil olvidar su peso. José Precedo, subdirector de eldiario.es, compartía el sábado una fotografía en la que se veía a Almudena Grandes en la Asociación de la Prensa de Madrid, apoyando a los trabajadores de El País, el periódico donde ella publicaba sus columnas, que luchaban contra el ERE que se llevaría por delante a buena parte de la redacción. Ella podía hacer tal cosa sin esperar represalias de la dirección, dirán algunos sin que les falte razón. La respuesta es igualmente evidente: otros tenían el mismo poder que ella y sin embargo no estaban allí. Para decir lo que una piensa pese a las posibles consecuencias ayuda mucho, desde luego, no tener demasiado miedo de las consecuencias. Pero después todavía hace falta decir lo que una piensa.

Tan habitual parecía ya que Almudena Grandes hiciera justamente eso que quizás se dejara de apreciar su valentía. Para decir, por ejemplo : “La Transición consagró la anormalidad de España, un país que ya era una pura anomalía desde que en 1945 los aliados decidieron apoyar a Franco contra los demócratas españoles” [consultar aquí]. O para dedicar recientemente una columna a su decepción con la deriva de Vargas Llosa, a quien admiró durante mucho tiempo, una idea que, sí, es moneda de cambio en la izquierda, pero una cosa es comentarlo con un café y otra cosa es escribirlo en El País. Sería absurdo tratar de hacer una lista de dardos lanzados por la escritora (los últimos, contra la retirada del escaño a Alberto Rodríguez, nombrando expresamente a Batet, contra la infamia de que discutamos sobre si habrá o no langostinos en Navidad mientras los refugiados se agolpan en las fronteras europeas), porque fueron muchos. Fueron constantes. Que la costumbre no opaque una posibilidad: que hubiera decidido libremente, como hacen otros cada día, no lanzarlos.

(Hay otra obviedad que también tiende a olvidarse: quien no habla no se equivoca). 

Vale más el trabajo que el genio

Es posible que una lección como esta pasara desapercibida para las lectoras y, sin embargo, se clavara justo en el centro del ego creador de las jóvenes (y no tan jóvenes) escritoras. “No lo parezco, pero soy bastante prusiana”, decía Almudena Grandes en una entrevista con infoLibre. Se refería a sus horarios laborales y a la estructuración metódica de sus novelas. Las mañanas son para escribir, contaba. Todas las mañanas, las lluviosas de noviembre y las luminosas de agosto, sola en casa o rodeada de amigos. Quien escribe sabe de la determinación y la humildad que exige tal empresa. Determinación, porque siempre hay algo o alguien que se interpone, un plan mejor, una urgencia supuestamente inaplazable (y es larga la lista de autoras que han hablado de que para las mujeres creadoras ha sido históricamente mucho más difícil decir no, no al cuidado, no a las necesidades ajenas). Humildad, porque hay que seguir escribiendo incluso cuando las palabras se retuercen y sale apenas una carilla y no cinco, escribir incluso cuando no se está escribiendo como una querría, escribir cuando quizás mañana haya que borrar lo que se ha escrito hoy.

La otra parte de su carácter secretamente prusiano se refería a la estructura de la novela, que debía tener definida hasta el detalle (hasta la neurosis, decía) antes de lanzarse a la escritura como tal. Almudena Grandes no creía que el estilo pudiera suplir luego lo que no estaba bien resuelto en los cimientos de la novela. No confiaba en las frases deslumbrantes, en el genio que podía llegar o no llegar, sino en el trabajo constante e invisible. Hay que estar muy segura de una misma para desconfiar del propio talento.

Una es lo que una ha sido y lo que una puede ser

Almudena Grandes tuvo una experiencia literaria poco frecuente: su éxito fue arrollador y masivo desde el principio, hasta el punto de que su primera novela, Las edades de Lulú (1989), sigue siendo nombrada como uno de sus títulos más relevantes, aunque sus últimos libros estuvieran muy lejos de aquella novela erótica que marcó a una generación. Pero si los obituarios coinciden en hablar de aquel comienzo, también coinciden en señalar que en la carrera de la escritora hay un antes y un después: El corazón helado, publicada en 2007. Aquella obra sobre las vicisitudes de dos familias, una falangista y otra republicana, fue su primera mirada al pasado histórico, el primer esbozo de una idea que ha atravesado su obra y su discurso desde entonces: que la memoria común nos moldea, aunque la ignoremos o aunque nos empeñemos en ignorarla. Nacieron entonces su Episodios de una guerra interminable, una serie de seis volúmenes cuyas tramas trazó la escritora desde el comienzo —recordemos Prusia—. Con los Episodios sintió, como escribe la periodista Tereixa Constenla en El País, “que encontraba una misión, proporcionar el relato de las vicisitudes de unos personajes a los que también se había desterrado de la literatura durante décadas”. En 2010 se publicaría Inés y la alegría, la primera entrega de una serie que ocupó su última década de trabajo y que queda inconclusa. (Aquí una breve concesión de la que firma: la muerte siempre interrumpe algo, cosas mucho más importantes que un libro, pero qué pérdida que haya interrumpido esto).

Para Almudena, con unas violetas

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Cuando Almudena Grandes publicó El corazón helado y cuando decidió acometer sus Episodios, tratando de continuar con una osadía casi inconsciente la senda marcada por Galdós, ya había escrito Malena es un nombre de tango, Atlas de geografía humana y Los aires difíciles, todas ellas con muchísimo éxito. Ahora, que conocemos la enorme popularidad de su entonces nuevo proyecto, y que ella no consideraba en absoluto garantizada, es fácil olvidar que aquel volantazo supuso un riesgo literario, laboral y político. Uno que asumió sin necesitarlo y tras dos décadas de carrera. Uno que transformó su obra y que será seguramente el que permanezca durante más tiempo en la memoria de las lectoras y en la escritura de las escritoras que seguirán sus pasos, sepan o no ellas que los están siguiendo.

La novela a la que dedicó sus últimos meses y que se publicará póstumamente, dicen sus editores, no tenía absolutamente nada que ver con los Episodios ni con la historia común, sino con el futuro. No tenía necesidad alguna de meterse en semejantes berenjenales, pensarán algunos. No la tenía, no. Pero lo hizo.

En la mesa siempre cabe uno más

Esta lección es sencilla. La aprendieron sobre todo sus amigos, que hablan de las comidas que preparaba y de su casa siempre abierta a nuevos invitados. Pero se la saben también los que trataron tangencialmente con ella, aquellos a quienes firmó un libro, a cuyas preguntas respondió, en cuya librería acudió para tal o cual acto. Almudena Grandes era amable y generosa en sus gestos y en su conversación. Gran parte del cariño que se le muestra, incluido el que pueda contener este artículo, tiene que ver con eso. Parece fácil. Parece poco. No lo es.

Para muchas, para casi todas —lectoras, escritoras, periodistas—, la muerte de Almudena Grandes llegó como un doloroso golpe en la cabeza. Una maceta que se hubiera desprendido de algún balcón, un mueble que se hubiera desplazado sibilinamente solo para importunarnos, un accidente improbable que acrecienta el dolor con la sorpresa, con el puro desconcierto. No. Almudena Grandes no podía morir. Almudena Grandes no podía estar muerta. Ni siquiera pensaron en ello (qué tontería) cuando la escritora anunció que llevaba un año tratándose un cáncer, ni siquiera entonces lo vieron posible: la voz de Almudena Grandes seguiría sonando en la radio, áspera y familiar como las mantas de la infancia, sus columnas seguirían apareciendo en el periódico, tan parte del paisaje que ni siquiera era necesario leerlas puntualmente, su rostro seguiría viéndose en las noticias, en las piezas sobre la Feria del libro de Madrid, en las entrevistas por su última novela, en el reportaje sobre la penúltima injusticia por la que ella hubiera decidido interesarse. Prometía solemnemente en aquella columna que volvería, “con pelo, quizás sin pelo”. Cómo no creerla.

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