Se ha querido poner en la piel del niño de aquel cuento de El traje nuevo del emperador y ser él quien diga en alto lo que muchos piensan: que el arte de hoy ha perdido su esencia para quedar reducido al chascarrillo. Para el escritor y exdirector de la Biblioteca Nacional de España Luis Racionero, desde Duchamp y sus ready-mades, la creatividad se ha convertido en sinónimo de pura rentabilidad, materializada en piezas como el tiburón en formol que Damien Hirst vendió por 12 millones de dólares. Aquella obra le ha servido para redondear el título de su ensayo, Los tiburones del arte (Stella Maris), un libro en el que diserta sobre la mercantilización del arte e imagina el futuro de la plástica más allá del siglo XXI.
La disyuntiva fundamental está clara: no es lo mismo valor que precio. Y es el segundo, y no el primero, el que guía el camino de la creación contemporánea, cuyas raíces el autor hunde en las Vanguardias de principios del siglo XX. “La idea es decir lo que podría decir mucha gente, pero no lo escriben”, señala Racionero, al teléfono. “Mario Vargas Llosa lo intentó explicar en La civilización del espectáculo, pero más que espectáculo, es un montaje comercial”. Para abordar su crítica, el autor arranca con una pregunta fundamental: qué es arte y para qué sirve, a lo que él mismo responde en el libro que se trata de “un objeto material o mental compuesto por un ser humano y que puede cambiar el estado de ánimo de otros seres humanos”.
La carga emocional, pues, se erige en la principal referencia para tratar de discernir si una obra de arte es o no valiosa (que no cara). Entonces, ¿qué pasa si a mí, como individuo, me gusta y me conmueve el infame escualo disecado? “Es como aquel chiste del examen de química en el que el profesor dice a los alumnos que el ácido sulfúrico es peligroso y uno responde 'oiga, es que a mí me gusta'. Si a alguien le gusta el tiburón allá él”, replica el escritor, que pone como ejemplo los experiementos con ratas a las que dan a elegir entre diferentes opciones musicales, "y hasta ellas eligen a Mozart". “Las Vanguardias implicaron la supresión de los criterios”, abunda. “Hasta entonces había habido diferentes estilos pero siempre con reglas, hasta que llegaron las Vanguardias y dijeron: yo me expreso, así que todo vale”.
Tampoco le sirve a Racionero la explicación de que el conocido urinario de Marcel Duchamp representa con sus curvas las formas de una Virgen o de un Buda o que, al tratarse de un objeto de la vida cotidiana reinterpretado, plantea la cuestión de los límites del arte, de la autoría, y pone en una relación indosoluble plástica y pensamiento. “Entonces, más que arte es una conferencia, un comentario o una pregunta”, replica. “No es algo que te provoque una emoción, sino una cuestión”. Con todo, no limita el autor de La sonrisa de la Gioconda la valía del arte a la figuración. “Para nada”, sentencia. “Ni tampoco tiene que ser bonito, aunque antes sí lo era porque la sociedad no era tan decadente”.
En una vuelta de tuerca (más) en su fulgurante carrera, el mismo Damien Hirst del tiburón dio un vuelco al corazón del arte en 2008 al organizar una subasta de 220 de sus obras sin contar con los tradicionales intermediarios, marchantes y galerías. Al arreglar la venta directamente con Sotheby's, el británico se ahorraba la comisión de estos agentes, normalmente un sustancial 50%. Astuto cual banquero (probablemente tanto o más rico que uno de ellos, con una fortuna valorada en más de mil millones de dólares), Hirst contó además con la ayuda de amigos, que pujaron por sus piezas para inflar aún más los precios. El resultado: 140 millones de euros embolsados con la jugosa operación comercial y los intermediarios, de los nervios.
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Decadente o no, lo cierto es que desde la sociedad del Renacimiento los artistas han sido personajes de prestigio social a quienes se honra a base de reconocimientos públicos y, por supuesto, dinero. Hirst ha llevado la premisa hasta sus últimas consecuencias, pero no se podrá decir que Leonardo o Velázquez trabajaran precisamente por amor al arte. “Una cosa es que los artistas necesiten dinero para vivir y otra cosa es que el dinero sea su principal motor”, sostiene Racionero. “Seguramente, los que pintaban en Altamira no podían salir a cazar, y lo mismo ocurre con cualquier otro artista, que tiene que dedicarse al arte y por tanto cobrar por ello. Pero el dinero no puede ser el árbitro de lo que es bueno, eso es la perversión del arte”.
Los 300 millones que se pagaron recientemente por un cuadro de Gauguin –a la fecha la obra de arte más cara de la historia— solo suman, para Racionero, más aire a la burbuja del arte que —inevitablemente— tendrá que estallar, posiblemente más pronto que tarde. Ya ha ocurrido en otras ocasiones, “pero esta vez va a ser la gorda”, según vaticina el autor. “Y eso afectará a la gente que tiene warhols y tapies,tapies que están sobrevalorados debido al exceso de demanda por las operaciones publicitarias, pero no a los que tengan goyas o velázquez, porque esos no pasarán”.
No desdeña —con todo— Racionero al total de los creadores contemporáneos. Pintores como el expresionista abstracto Mark Rothko, dice, “te pueden provocar emoción”. Aunque hoy en día, para él, los mejores artistas crean en un formato fuera del lienzo, el cinematográfico. “Ese ha sido el gran arte del siglo XX”, opina. “En pintura, se acabó todo cuando los cubistas decidieron dejar la tela en blanco”. Si el cine surgió del uso novedoso de un material, el celuloide, entonces habrá que encontrar otro nuevo para el arte del porvenir. Si le preguntan a Racionero, él empezaría a buscar en el entorno de la ingeniería genética (“aunque hay que tener mucho cuidado”) o en el espacio exterior. ¿Y la pintura? ¿La damos por muerta? "No", concluye Racionero, "porque cuando entramos en un museo hay cosas maravillosas. Pero de cara al futuro, ya ha dado de sí lo mejor que tenía”.
Se ha querido poner en la piel del niño de aquel cuento de El traje nuevo del emperador y ser él quien diga en alto lo que muchos piensan: que el arte de hoy ha perdido su esencia para quedar reducido al chascarrillo. Para el escritor y exdirector de la Biblioteca Nacional de España Luis Racionero, desde Duchamp y sus ready-mades, la creatividad se ha convertido en sinónimo de pura rentabilidad, materializada en piezas como el tiburón en formol que Damien Hirst vendió por 12 millones de dólares. Aquella obra le ha servido para redondear el título de su ensayo, Los tiburones del arte (Stella Maris), un libro en el que diserta sobre la mercantilización del arte e imagina el futuro de la plástica más allá del siglo XXI.