Cannes aúpa a Víctor Erice al lugar que en España no hemos sabido darle

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Alberto Mira

Enviado a Cannes —

Un reencuentro emocionante. Uno de los grandes eventos de esta edición del Festival de Cannes ha sido el regreso de Víctor Erice con Cerrar los ojos, una obra elegíaca, fuera del tiempo, resignada, que canta la fuerza del cine mientras anuncia su fin. Víctor Erice es, no es necesario recordarlo, uno de los grandes directores del cine español. Pero nos cuesta apreciar a nuestros grandes artistas (en general la cultura en este país nos pone a la defensiva), y nuestra cinematografía, quizá nuestro imaginario, no ha sabido encontrar un lugar para él. Su mirada reflexiva, demorada, y un modo de trabajar tentativo hacen que su carrera se reduzca a cuatro grandes largometrajes, uno de ellos, El espíritu de la colmena, todavía considerado como la cumbre del cine español por la crítica internacional, además de una serie de posibilidades perdidas que no llegaron a realizarse. Uno de ellos fue la adaptación de una novela de Juan Marsé, El embrujo de Shanghai. Fernando Trueba dirigió la adaptación, pero fue un poco como si Billy Wilder se hubiera encargado de un proyecto iniciado por Robert Bresson.

El embrujo de Shanghai, y las posibilidades perdidas, así como la melancolía de lo irrecuperable, figuran como fantasmas en Cerrar los ojos. La película se inicia con una extraordinaria escena de textura retro que anuncia una película de aventuras clásica: un hombre al borde de la muerte (gran Josep M. Pou) encarga a un detective (José Coronado) que encuentre a su hija perdida en Shanghai para que ella pueda mirarle antes de morir. La idea de que una mirada no nos salva de la muerte pero redime una vida volverá una y otra vez. Esta escena es uno de los dos fragmentos que quedan de una película inacabada cuya escena final veremos en la conclusión. La película no se acabó porque Julio Arenas, el actor que interpretaba el detective desapareció. De la aventura clásica pasamos a una realidad que nunca tendrá su riqueza.

El cine de Erice siempre ha orbitado en torno al poder de la imagen. Los cines abundan en su cine: El espíritu de la colmena se iniciaba con una pantalla de cine, y Cerrar los ojos terminará también en un cine de pueblo desvencijado, condenado, con proyectores de película en celuloide, que constituye una última oportunidad de recordar y vivir. Entre estas dos escenas, seguimos a Miguel Garay (Manolo Soto, en cuya interpretación hay mucho de Erice), el director de la película, al que un programa de televisión fuerza a volver a los viejos tiempos, a volver a encontrar a su amigo Julio, a recuperar su película, a volver al cine. Sería injusto que continuase porque creo que corresponde a ustedes sumergirse en la maravilla que es Cerrar los ojos, pero no puedo resistir contarles que en este baile entre realida y ficción se cuela la intensa presencia de Ana Torrent, que como en la primera película de Erice interpreta a un personaje que interpela el misterio diciendo: “Soy Ana”.

Pero volvamos a la sección oficial (Cerrar los ojos se presentó fuera de concurso). La británica Firebrand, de Karim Aïnouz, ha tenido una recepción sólida, aunque quizá sin entusiasmo. Hace una relectura feminista de la vida de la sexta esposa de Enrique VIII, Katherine Parr, a la que se le han adjudicado ideas reformistas y aquí se presenta como mentora de la futura Isabel I, que reinó, se nos dice, evitando la guerra y los hombres. La película es un digno film histórico, y tanto Alicia Vikander, en el papel de Parr, como Jude Law, como el rey, dan interpretaciones “valientes” que gustan a los jurados. Pero no se crean mucho la propaganda: en realidad esta película es como otras muchas que presentan el pasado de manera hiperrealista, y visiones “sucias” de la Historia son más frecuentes que las pulcras. Desde mucho antes de Juego de tronos, nada ha olido bien en el pasado: desde El león de invierno a Monty Python, la monarquía inglesa ha aparecido sucia y desaliñada. En realidad es una película que sigue más una estética televisiva que una narración cinematográfica innovadora. Esto la hace clara, pero también un poquito carente de chispa.

Otra propuesta de la sección oficial, Club Zero, de la directora austriaca Jessica Hausner, es una especie de sátira sobre la obsesión por las modas en la alimentación. La protagonista es una profesora contratada por un internado pijo para que dé un curso sobre “nutrición consciente”. Lo que empieza como una serie de estúpidos consejos sobre cómo “comer bien para salvar el planeta y vivir más” llega al absurdo cuando se propone a los alumnos ingresar en el “Club Zero” una sociedad secreta de gente que simplemente no come nada (se aventura la idea de que se alimentan de “luz”).

Tiene momentos divertidos cuando dispara contra la cultura woke, pero, en consonancia con sus recomendaciones alimentarias, sabe a poco. Y esto acaba por lastrarla porque, como alguien que ha seguido dietas toda la vida, les diré que ciertas propuestas, métodos y tendencias dietéticas, son mucho más ridículas y darían mucho más de sí para una versión pesadillesca del tema de lo que Hausner llega a articular. Quizá parte del problema esté en el estilo distanciado que se adopta: nunca llegamos a interesarnos por los personajes, y sin eso no podemos llegar a asimilar lo brutal de la situación. Sí, lo de nuestra obsesión por la “nutrición consciente” da para alguna buena película, mordaz, brutal y feroz, pero tendremos que seguir esperando.

Y el martes fue el día de Asteroid City, la última entrega de Wes Anderson, que sigue en su empeño por depurar su estilo. Anderson no tiene en España la buena prensa que tiene en otros lares. A pesar de que es el más afrancesado de los directores que consolidaron sus carreras en los noventa, su imaginario es intensamente estadounidense y sus referentes están en la cultura popular de ese país durante los cincuenta y los sesenta.

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Incluso quienes nos sentimos interpelados por su cine, encontramos difícil explicar su encanto a los no iniciados. Es todo estilo, es forma llena de detalles, trompe d’oeil o casa de muñecas, pero la contrapartida sus películas no suelen ir sobre nada muy identificable, urgente o incluso contemporáneo. O entramos en el juego o el juego nos excluye de manera contundente. Pero en este aferrarse al estilo hay, para sus fans, cierta emoción. Supongo que si lo intento intentaré decir que me encandila su regreso a la cultura de los tebeos y los cómics. Anderson nos habla de mundos de papel, de los colores en las burbujas de jabón, de composiciones y colores que no son del mundo. Como Terenci Moix en su tiempo, como Pedro Almodóvar en su última etapa, Anderson trata de rescatar del olvido sensaciones muy del pasado, o del pasado visto por un adolescente despierto, introvertido, algo pedante.

En este sentido, Moonrise Kingdom fue su película más interesante, y Asteroid City vuelve sobre esa mirada adolescente al mundo. Aquí nos encontramos en el desierto de Estados Unidos en 1955, un 1955 que sabe más a tebeo que a Historia, y aquí se recrea un imaginario de estrellas de cine, ensayos nucleares, mensajes del presidente Eisenhower, secretos militares, ovnis y familias atenazadas por la melancolía. Si usted soñó con ser secuestrado por extraterrestres antes de que las veleidades del deseo o las trampas de la madurez enturbiasen su vida, y si, después de sufrir las catástrofes de la vida adulta sigue pensando que quizá habría sido una buena idea tal secuestro; si, en definitiva, es reacio a lidiar con la modernidad y sus embates y se siente reconfortado por una envoltura que le recuerda otro tiempo, conectará con esta película. Es una colección de cromos que nos transporta a un ámbito que no vivimos pero sentimos, vicariamente, como propio. Y como en Moonrise Kingdom, encontramos niños curiosos, que hacen cosas y se enamoran como se enamoran los niños.

Otra cosa es que me pregunten si esta película constituye un giro o incluso evolución en la carrera de Anderson. No. Anderson parece empeñado en perfeccionar su estilo, no alterarlo. Hay algo en su arte que es esencialmente autista. Sus películas triunfan o fracasan del mismo modo, y no saben o quieren salir de cierta perspectiva. Todas esconden corrientes de tristeza en un mundo en el que cada encuadre es preciso y atractivo, coloreado como la envoltura de un caramelo. Y los caramelos pueden traer una dicha que ocasionalmente es más profunda de lo que se asume.  

Un reencuentro emocionante. Uno de los grandes eventos de esta edición del Festival de Cannes ha sido el regreso de Víctor Erice con Cerrar los ojos, una obra elegíaca, fuera del tiempo, resignada, que canta la fuerza del cine mientras anuncia su fin. Víctor Erice es, no es necesario recordarlo, uno de los grandes directores del cine español. Pero nos cuesta apreciar a nuestros grandes artistas (en general la cultura en este país nos pone a la defensiva), y nuestra cinematografía, quizá nuestro imaginario, no ha sabido encontrar un lugar para él. Su mirada reflexiva, demorada, y un modo de trabajar tentativo hacen que su carrera se reduzca a cuatro grandes largometrajes, uno de ellos, El espíritu de la colmena, todavía considerado como la cumbre del cine español por la crítica internacional, además de una serie de posibilidades perdidas que no llegaron a realizarse. Uno de ellos fue la adaptación de una novela de Juan Marsé, El embrujo de Shanghai. Fernando Trueba dirigió la adaptación, pero fue un poco como si Billy Wilder se hubiera encargado de un proyecto iniciado por Robert Bresson.

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