Cuatro películas de tres horas pagadas de su bolsillo: así quiere Kevin Costner salvar el western
Una de las primeras y muchas muertes que ha sufrido el western tuvo lugar el mismo año, 1962, en que se estrenaba una película que celebraba por todo lo alto su tradición. Un mismo tipo, John Ford, estuvo involucrado en ambas: meses antes de estrenar El hombre que mató a Liberty Valance para arrojar el western a su fase crepuscular con esta impugnación de todas las historias que Hollywood nos hubiera contado hasta ahora —“Imprime la leyenda”, ordenaba un personaje—, La conquista del Oeste se había ajustado al clasicismo a través de tres horas y cuatro historias independientes, cada una a cargo de un director. Junto a Ford militaron Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe. Y fue La conquista del Oeste la responsable del amor irredento de un jovencísimo Kevin Costner por el género.
Horizon: An American Saga, su nueva película como director, dura también tres horas. La saga está dividida además en cuatro entregas, solo que todas continúan una misma historia —todas durarán otras tres horas, asimismo— e irán llegando cada cierto tiempo a los cines, si todo va bien. El Capítulo 2 se estrenará este 30 de agosto. El Capítulo 3 ya está rodado, y el Capítulo 4 se financiaría en función a la taquilla que vayan generando las entregas previas. Es un macroproyecto que, a la estela de esa Conquista del Oeste tan importante para la memoria sentimental de Costner, repasa la iconografía del género a través de varios personajes en sus historias entrecruzadas, con el telón de fondo de la Guerra de Secesión y un asentamiento, así llamado Horizon, donde los colonos alternan con forajidos e indígenas.
Horizon: An American Saga es un proyecto desquiciado. De los 100 millones que ha costado solo el Capítulo 1 Costner ha puesto 38 de su bolsillo, en pos de una pasión por el género que no solo ha contagiado sus esfuerzos previos en el cine. El actor estadounidense viene a ser algo así como un heroico divulgador de la memoria del western y del periodo histórico que lo inspira: hace 20 años inauguró una instalación turística cerca de Deadwood, Dakota del Sur, llamada Tatanka: Story of Bison y dedicada a ilustrar al público sobre la expansión de los rostros pálidos en pos de los territorios donde se terminaron imponiendo a los pueblos originarios a finales del siglo XIX.
De alguna forma Costner ha logrado que Warner Bros. distribuya y coproduzca esta saga rocambolesca, sin demasiadas garantías de que vaya a ser rentable en taquilla. Si La conquista del Oeste fue el último coletazo de la edad dorada del western, Horizon llega una vez el género está pasado de moda en el peor de los casos, o abocado a revisiones críticas en el mejor. La decisión de Warner de apoyar este proyecto ingenuo y quijotesco recuerda a su asociación con otro romántico del género, Clint Eastwood, si bien quizá sea más ajustado remitirnos al cineasta junto al que Costner presentó el Capítulo 1 en el Festival de Cannes: Francis Ford Coppola, con su ampulosa y discutidísima Megalópolis.
El sueño de toda una vida
A Megalópolis y Horizon les diferencia que la totalidad de los 120 millones del presupuesto de la primera solo los haya puesto Coppola —no ha contado con el mínimo apoyo de ninguna major—, pero por lo demás nos hallamos ante dos películas cuyos responsables llevan desarrollando desde los años 80. Más de cuarenta años dándole vueltas a la historia, buscando cómo financiarla, hasta haberlo logrado en 2024. A Costner particularmente se le ocurrió la idea de Horizon al poco de hacerse famoso, tras protagonizar su primer western. Había llegado a Silverado en 1985 gracias a su amistad con Lawrence Kasdan: originalmente había interpretado uno de sus primeros papeles en un film previo del director, Reencuentro, pero fue eliminado del montaje final. Kasdan prometió que le compensaría.
Así que Costner pudo encarnar al intrépido Jake para un film de aventuras a la medida del cine comercial de la época. Esto es, que tendía un puente entre el western clásico de los 50 según las filias de Kasdan —que antes había escrito El imperio contraataca junto a Leigh Bracket, la guionista de un título clave del género como es Río Bravo—, y el blockbuster familiar recién acuñado por Steven Spielberg y la susodicha Star Wars. Con lo que Silverado era tan luminosa como fetichista, tan alegre y aventurera como algo falsa en su voracidad industrial, representada por pistoleros que parecían más bien personajes de cómic. Especialmente en el caso del Jake de Costner, que le condujo a la fama y a especializarse en papeles de héroe mientras rápidamente se solidificaban sus propios deseos de dirigir.
Horizon ya era un borrador cuando Costner dirigió Bailando con lobos en 1990. Un debut impresionante que también protagonizó, y cuya victoria en los Oscar —7 premios incluyendo Mejor película y dirección— no sorprendió tanto como lo bien que respondió el público. Bailando con lobos fue un taquillazo desafiando la idea de que el western hubiera perdido interés cultural, a través de una conmovedora historia donde un soldado blanco cambiaba de lealtades al ser seducido por el modo de vida de los Sioux de Colorado. Bailando con lobos, al igual que Silverado, no era nada crepuscular, aunque sí participaba de una melancolía inherente al género: aquella que emanaba de un pasado sangriento e injusto, pero capaz de prodigarse en imágenes bellísimas y puramente cinematográficas.
Esa melancolía sería un año después convertida en algo más doloroso a través del citado Eastwood en Sin perdón, pero el caso es que Costner comprende bien el western clásico. Y esto siguió siendo así incluso cuando su carrera empezó a tambalearse: poco después de conocer un nuevo gran éxito protagonizando El guardaespaldas arrastró a su guionista, de nuevo Lawrence Kasdan, a otra épica producción del Oeste siguiendo el molde de Bailando con lobos. Wyatt Earp, retrato del legendario sheriff homónimo extendido a 191 minutos, no convenció a nadie y además lidió con la comparativa de la mucho más humilde pero más exitosa Tombstone, estrenada igualmente en 1994 contando la misma historia.
Algo empezaba a fallar. Y algo falló definitivamente con el fiasco de Waterworld —en su día la película más cara de la historia del cine—anticipando el de Mensajero del futuro en 1997. La segunda película de Costner como director y protagonista seguía siendo un western, pero algo inusual: se ambientaba en un futuro postapocalíptico donde la única esperanza de que los EEUU se reunificaran caía en manos de un cuerpo de carteros transmitiendo historias —cuando no noticias falsas— a través del vasto territorio. Aun siendo un absoluto desastre, había algo muy emocionante en la forma en que Costner recurría al western como relato nacional para devolvernos la esperanza en el futuro.
El western clásico, a fin de cuentas, había otorgado una narrativa a un pasado común para modular la identidad del presente. Mensajero del futuro hacía lo mismo, pero como profecía autocumplida. Como una fe en que este género, consustancial al nacimiento del cine, sería capaz de trascender cualquier época.
Un horizonte eterno
El siguiente western que dirigió Costner, Open Range, era mucho más canónico. También la mejor película que jamás haya realizado, logrando una excelencia en su clasicismo al alcance de muy pocos —tanto como para disimular que se hubiera estrenado en 2003, pudiendo pertenecer a cualquier época—, que daría paso a la fase más discreta de su carrera. La imagen de Costner nunca llegó a recuperarse tras el bochorno de Wyatt Earp, Waterworld y Mensajero del futuro, y durante los 2000 fue conformándose con papeles secundarios, dejando por imposible su sueño de dirigir Horizon: An American Saga.
Hasta que, en 2018, algo lo cambió todo. Títulos previos como una serie western para History Channel (Hatfields & McCoys) o su interpretación del padre de Superman en el Universo DC habían reforzado la figura de Costner como norteamericano quintaesencial: el hombre venerable chapado a la antigua, pero de principios íntegros y firmes. La serie Yellowstone, de Taylor Sheridan, exprimió todo el legado iconográfico que Costner traía aparejado al ficharle como John Dutton, un duro ranchero de Montana. Yellowstone no era propiamente un western, más bien se trataba de un thriller. Pero, como pasó luego en otro grandísimo film protagonizado por Costner, Uno de nosotros, daba igual: las retóricas del género saltaban a través de las épocas y las localizaciones, emitiendo un aroma inconfundible.
Yellowstone ha sido tal fenómeno en EEUU que Costner ha encontrado los ánimos, y seguramente los dólares, para rodar Horizon de una vez. Tal prioridad le ha dado como para abandonar la serie de cara a su quinta y última temporada: una salida polémica y algo confusa que espera que la acogida de Horizon, la película de su vida, reemplace en la conversación pública. Pero no parece que vaya a ser así. Horizon difícilmente igualará los beneficios de Yellowstone y además, de forma paradójica, está delimitada por unos códigos televisivos que debe haber heredado tanto de Sheridan como de un paradigma narrativo inédito en su cine.
Horizon mantiene el ímpetu clásico de sus anteriores películas en elementos como la música de John Debney o segmentos como la escena inicial, admirable síntesis del motor del género. Por lo demás, y aunque tenga de coguionista a un antiguo socio de Silverado —Mark Kasdan, hijo del leal Lawrence—, Horizon es un híbrido bastante desconcertante entre el tono añejo de un cine fallecido hace mucho y una encorsetada forma de narrar desde tiempos dilatados, no tanto novelística como vagamente serializada. Horizon es un piloto streaming de tres horas que trae incluido un avance de lo que sucederá en los próximos capítulos de An American Saga, ejemplificando cómo ese sino de los tiempos que Costner siempre supo controlar, finalmente, le ha devorado. Es lo que por otra parte le pasa a todos los cowboys: cabalgan, y cabalgan, y el horizonte se difumina. Y entonces llega el crepúsculo.