Un virus se ha ido apoderando del cine y ahora amenaza con matarlo: la nostalgia, una pandemia contra la que no parece haber vacuna. En los últimos meses las carteleras se han llenado de títulos del pasado como Scream, Cazafantasmas, Space Jam o Matrix. Spider-Man: No Way Home se ha convertido en la película más taquillera de los últimos dos años resucitando a los Peter Parker del pasado, y Steven Spielberg directamente ha resucitado una película entera, West Side Story. Pero no afecta solo al cine más comercial: solo hay que ver Belfast de Kenneth Branagh, Fue la mano de Dios de Paolo Sorrentino o Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson, tres películas de autor muy alejadas entre sí en fondo, forma y espacio que tienen en común una cosa: el deseo irrefrenable y profundamente egoísta de sus directores de volver a los lugares donde fueron niños.
La novena cinta del director de Magnolia es la más explícitamente personal, pero también la más tierna y luminosa (aunque una mala visita al oncólogo es alentadora en comparación con Pozos de ambición o The Master). A simple vista es un romance protagonizado por una joven de veintipico, Alana, tan perdida y frustrada como desbordante de gracia y carisma, y un adolescente de quince, Gary, niño actor obsesionado con ganar dinero, emprender y ganarse una reputación. La diferencia de edad no importa demasiado: la ambición de él y la puerilidad de ella les acercan, y en todo momento es una relación platónica, sorprendentemente carente de sexo para ser una película de Paul Thomas Anderson. Tampoco es un romance juvenil típico: los tira y afloja constantes, los desencuentros y la incomodidad y la toxicidad que Alana y Gary se profesan recuerdan al siniestro romance de El hilo invisible (aunque en este caso no llega a ser una unión letal).
Pero el enamoramiento no es más que una excusa para hacer un viaje a Los Ángeles en los años 70. Más bien a un lugar concreto de Los Ángeles. Licorice Pizza puede gustarnos; puede encantarnos incluso. Pero quienes no hemos nacido y crecido en esa zona metropolitana al norte de L.A. llamada Valle de San Fernando nunca podremos disfrutarla, entenderla y apreciarla en toda su plenitud. Paul Thomas Anderson y su protagonista, la deslumbrante debutante Alana Haim, son “del Valle” (a secas), y en esta película le dedican una carta de amor tan apasionada y cándida que parece escrita por un adolescente.
Anderson ya había ambientado Boogie Nights, Magnolia y Embriagado de amor en este lugar, pero Licorice Pizza es además un compendio de recuerdos propios y ajenos, deformados por el tiempo y la imaginación. Algunas situaciones las vivió Anderson (como ver a un adolescente intentar ligarse a una chica mayor en la cola de las fotos del anuario, punto de partida de la película) pero la mayoría son de su amigo, el productor Gary Goetzman (co-fundador de la productora de Tom Hanks). Él, igual que el protagonista, empezó su carrera como un niño actor y después emprendió negocios tan puramente setenteros como una tienda de camas de agua o unos recreativos llenos de máquinas de pinball.
Además de personal, es una especie de proyecto comunitario. “Es una película muy casera en la que he dado papeles a un grupo de personas de mi vida, no son una colección de actores a los que he hecho casting”, explicaba Paul Thomas Anderson al New York Times. Los protagonistas son dos novatos a los que conocía personal e íntimamente. Alana Haim es la cantante y guitarrista del trío de rock indie que conforma con sus hermanas, las Haim, grupo del que Anderson ha dirigido una decena de videoclips y con cuya familia mantiene una relación de amistad muy cercana. Cooper Hoffman es hijo de quien fuera actor fetiche del director, el trágicamente fallecido Phillip Seymour Hoffman. Ambos se estrenan en Licorice Pizza y desprenden eso que parece fácil pero es extraordinario: encanto, frescura y verdad.
Además de ellos, las caras de los familiares y vecinos de Anderson pueblan la cinta como figurantes, y los padres y hermanas de Alana interpretan a su familia en la ficción (protagonizando una hilarante cena familiar judía). Es una imagen de comunidad y cercanía que choca con la idea que tenemos de una Los Ángeles gentrificada, reinada por las corporaciones e inundada de asfalto: el Valle de San Fernando que retrata Anderson es un nido idílico donde los niños corren de un lado a otro y son bienvenidos en negocios regentados por afables vecinos. Es un viaje en el tiempo a un lugar que ya no existe.
La nostalgia atraviesa Licorice Pizza en todos sus aspectos. Los personajes visitan locales reconstruidos para la película, como el restaurante Tail o’ the Cock, que durante décadas fue un punto de encuentro para estrellas y magnates de Hollywood, o los recreativos Fat Bernie’s Pinball Palace, donde los chavales pasaban las tardes consumiendo pepsis gratis mientras jugaban a las maquinitas. Suenan canciones de Nina Simone, Sonny & Cher, The Doors o David Bowie. Los personajes visten ropa colorida y conducen coches clásicos. Y todo está rodado con formatos antiguos y lentes rescatadas de los 70 que imprimen en la imagen ese grano tan reconocible. El título en sí mismo es una mirada al pasado: Licorice Pizza era el nombre de una cadena de tiendas de discos que proliferaron al sur de California en los años 70, aunque ninguno de sus locales aparece en todo el metraje. “Si hay dos palabras que me generan una especie de respuesta pavloviana y me recuerdan a cuando era un crío y corría por ahí, son licorice y pizza. Me transportan directamente a ese momento”, contó Anderson a Los Angeles Times.
Hay una película reciente con la que Licorice Pizza conforma un interesante díptico: Érase una vez en… Hollywood. Paul Thomas Anderson y Quentin Tarantino, además de ser buenos amigos, forman parte de la que quizá sea la última generación de directores estadounidenses que han hecho cine adulto de autor. Películas como Reservoir Dogs, Boogie Nights, Pulp Fiction y Magnolia han marcado a una generación de cinéfilos y, junto a títulos de los hermanos Coen, David Fincher o Richard Linklater, han formado a incontables directores y guionistas que vinieron después. Pero en sus últimas películas, Anderson y Tarantino se han convertido en el abuelo que cuenta batallitas.
Que no se entienda mal: ya quisieran muchos jóvenes contar batallitas la mitad de estupendas que estas. Pero Licorice Pizza y Érase una vez en… Hollywood, dos películas que se tocan en su retrato de una Los Ángeles de los años 60 y 70, coinciden también en su mirada introspectiva y nostálgica al pasado. Si Tarantino se inspiraba en Burt Reynolds y Hal Needham, Anderson reimagina iconos como William Holden y Jon Peters. El primero tenía a Al Pacino, el segundo echa mano de Sean Penn. Uno llenaba su película de hijos de la realeza de Hollywood (Margaret Qualley, Maya Hawke, Rumer Willis), el otro también recurre a apellidos muy famosos como Sasha Spielberg, hija de Steven, George DiCaprio, padre de Leonardo, o Ray Nicholson, hijo de Jack. La propia estructura de Licorice Pizza, una concatenación de situaciones no especialmente integradas entre sí, recuerda a las películas de Tarantino (y sirve para que se sucedan escenas divertidísimas protagonizadas por Bradley Cooper, Christine Ebersole, Maya Rudolph o una inolvidable Harriet Sansom Harris).
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Y por supuesto, ambos directores convierten el momento y el lugar escogidos en su refugio contra la incertidumbre: mientras que la de Tarantino era una reacción a la progresiva muerte de las salas de cine, en el caso de Anderson no puede ser casualidad que haya decidido hacer una película familiar, casera y casi artesanal en tiempos de pandemia. El consuelo del hogar y el clan en un momento en el que las grandes estructuras e instituciones sociales se han demostrado fallidas.
Sí hay ciertos matices que los alejan. En su película, Tarantino hablaba con devoción y pasión de una industria en la que se integró primero como un extranjero, y veneraba una ciudad que le había acogido y convertido en el hombre que ahora es. A la vez, miraba al futuro con miedo y extrañeza. La propuesta de Paul Thomas Anderson es más compleja. Sí, Licorice Pizza es un viaje al pasado idealizado, un ejercicio de nostalgia exacerbada y un canto al lugar en el que nació y creció. Pero también se muestra más ambivalente con respecto a una industria que pinta llena de estafadores, delincuentes y alucinados.
Y sobre todo es más optimista que Tarantino. Los protagonistas son dos jóvenes desesperados por encontrarse a sí mismos, y el uno al otro; y tienen un gigantesco mundo a sus pies. A través de ellos, Anderson parece decirnos: qué tiempos aquellos, ¿verdad? Pues la vida no había hecho más que empezar.
Un virus se ha ido apoderando del cine y ahora amenaza con matarlo: la nostalgia, una pandemia contra la que no parece haber vacuna. En los últimos meses las carteleras se han llenado de títulos del pasado como Scream, Cazafantasmas, Space Jam o Matrix. Spider-Man: No Way Home se ha convertido en la película más taquillera de los últimos dos años resucitando a los Peter Parker del pasado, y Steven Spielberg directamente ha resucitado una película entera, West Side Story. Pero no afecta solo al cine más comercial: solo hay que ver Belfast de Kenneth Branagh, Fue la mano de Dios de Paolo Sorrentino o Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson, tres películas de autor muy alejadas entre sí en fondo, forma y espacio que tienen en común una cosa: el deseo irrefrenable y profundamente egoísta de sus directores de volver a los lugares donde fueron niños.