Daniel Craig estremece con su interpretación en 'Queer', un drama fascinante sobre la soledad
Una de las ideas más reveladoras que tuvo David Cronenberg a la hora de adaptar El almuerzo desnudo fue fichar al actor de Robocop. Transcurrido en 1991 un año de la secuela del robot policía, Peter Weller interpretó a William Lee. O, mejor dicho, a William Burroughs. Consciente de que era imposible traducir una obra tan abstracta, Cronenberg había optado por explorar el proceso creativo que, según como lo entendía a él, debía haber hecho posible El almuerzo desnudo. Cronenberg se amparaba entonces tanto en su experiencia con la Nueva Carne como en la consideración incipiente de Burroughs como uno de los precursores del movimiento cyberpunk.
Burroughs acaso recibió esta consideración de la misma forma que su vínculo a la Generación Beat —con sumo desdén, prefiriendo declararse responsable de su propia movida—, pero nadie podía negar el aroma cyberpunk en una obra llena de complicadas conspiraciones gubernamentales, obsesión por los experimentos lisérgicos y ocurrencias como el cut-up: los recortes de un texto al azar para crear nuevos textos buscaban paliar la convicción central de Burroughs de que el lenguaje es una prisión para nuestro pensamiento. Así que lo que hizo Cronenberg fue deducir qué había motivado unos intereses tan particulares, llevando la subversión del lenguaje a otros escenarios donde, en abierta sintonía cyberpunk, las fronteras de carne y máquina se difuminaban.
Este es el camino que conecta el asesinato accidental de Joan Vollmer a manos de Burroughs con los insectos-máquinas de escribir que acosan a Weller en la película de El almuerzo desnudo. Durante una noche de borrachera Burroughs le dijo a su esposa que había llegado el momento de “su número de Guillermo Tell”, y acto seguido le voló la cabeza con un revólver. El film de Cronenberg dispuso que el atormentado Burroughs, a partir de entonces, no escribiera tanto literatura como “informes”: observaciones meticulosas y burocráticas sobre una realidad colapsada, en el marco de una guerra de corporaciones maléficas que solo estaban en su cabeza. O igual no.
La versión cinematográfica de El almuerzo desnudo se basa tanto en la biografía de Burroughs como ahora se basa Queer de Luca Guadagnino, aunque hay una diferencia clave. Mientras que El almuerzo desnudo fue escrita una vez Burroughs ya había abrazado sus pulsiones paranoides y cada palabra que escribía era terrorismo iconoclasta contra el lenguaje, el desarrollo de Queer fue totalmente convencional: una novelita autobiográfica que escribió mientras aguardaba el juicio por la muerte de Vollmer y que, aunque fuera una continuación de su debut Yonqui, no iba a ver la luz hasta 1985. Guadagnino lo habría tenido si cabe más fácil por cuanto Burroughs llegó a escribir una introducción aclarando qué pretendía con Queer, y qué circunstancias la habían alumbrado.
Sobre los escarceos sexuales en Ciudad de México de William Lee, que también es el personaje titular de Queer (interpretado ahora por Daniel Craig), Burroughs indicó que “en algún nivel muy profundo no quiere triunfar, pero hará cualquier cosa para evitar darse cuenta de que en realidad no busca el contacto sexual”. A finales de los 40 Burroughs había abandonado EEUU huyendo de un juicio por posesión de heroína. Fue en Ciudad de México, de hecho, donde Vollmer murió, pero también donde un Burroughs con fases esporádicas de abstinencia conoció a Gene Allerton (Drew Starkey). Los expertos en la obra de Burroughs nunca se han puesto de acuerdo en si este empezó a escribir debido a la muerte de Joan, o por culpa del amor no correspondido de Allerton.
Guadagnino, por su parte, no está especialmente interesado en el nacimiento de la literatura. Queer no es, como sí lo era El almuerzo desnudo de Cronenberg, un estudio sobre la inspiración y la creación. En su lugar Queer participa de las preocupaciones habituales de Guadagnino en torno al deseo y la angustia para consumarlo tanto como para definirlo, siendo curioso que llegue justo después de estrenar Rivales en 2024. Justin Kuritzkes, que escribió esta película extraordinaria, también adapta Queer de manos de Burroughs, y donde antes había hedonismo y pasión deportiva, ahora solo existe angustia. Porque Lee/Burroughs es incapaz de alcanzar a Allerton, de comprenderle, de abrigar la certeza de que comparten sentimientos. Y esa inseguridad le destroza.
Aunque Queer no tenga los mismos objetivos que El almuerzo desnudo, sí propone igualmente una inmersión drástica en la subjetividad de Burroughs. Guadagnino pliega todo el aparato audiovisual a ella, con un ímpetu expresionista que se permite tanto el anacronismo —Nirvana sonando en los años 50 a la estela de jugadas similares de Sofia Coppola— como la farsa escénica. El México de Queer fue recreado por completo en los estudios italianos de Cinecittá, emparentando el film con el desdén exotista de un estreno cercano como Emilia Pérez pero dejándolo bien atrás a fuerza de rigor e intuición: la mezcla necesaria para invocar los colores exuberantes de Powell y Pressburger en los pasajes sexuales sin que se diluya esta aciaga condena a la soledad, a la incomunicación.
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El gran secreto para que esto funcione es la entrega visceral de Craig. La vulnerabilidad con la que suda, se arrastra por los peores bares de México y se mete chutes —esto en un plano sostenido que bien puede ser el más estremecedor de la última cosecha cinematográfica—, le otorga una potencia a Queer capaz de que su centro neurálgico de culpa y aislamiento se expanda a dimensiones cósmicas, felizmente atendidas en los minutos finales. La novela de Burroughs concluía cuando Lee y su desdeñoso amante se internaban en la jungla buscando el yagé: una droga mágica que podría conceder el don de la telepatía. Evidentemente con él Burroughs ansiaba conocer de cabo a rabo qué pensaba y sentía realmente Allerton, solo que al final de Queer no la habían encontrado.
En la película Guadagnino se atreve a imaginar un final alternativo, donde Craig y Starkey sí acceden al yagé: sus cuerpos se funden entonces en una danza alucinada que canaliza el viaje psicológico de Burroughs/Lee y sienta, finalmente, un punto y aparte. Tras esta demolición absoluta de políticas de representación y cláusulas narrativas —el film tiene un ritmo muy irregular pues ese es el único que tiene sentido para él—, al protagonista no le va a quedar otra que comerse ese almuerzo desnudo, llegando al mismo lugar que Cronenberg dando un rodeo.
Y ofreciendo, a la vez, una perspectiva prometedora: si también es un punto y aparte para la carrera de Guadagnino, un cineasta que no ha dejado de crecer hasta este momento, ¿qué nuevas transgresiones estéticas, sensuales, lúbricas, nos depararán sus siguientes trabajos? ¿Qué hará Guadagnino ahora que se ha liberado del lenguaje?