'Dogman': una excéntrica mezcla de perros y drags marca lo nuevo del director de 'El quinto elemento'
Raphäel Bassan acuñó la expresión “Cinéma du look” en 1989, y ninguno de los autores que supuestamente agrupaba se sintió identificado con ella. Leos Carax y Luc Besson preferían remontarse a la Nouvelle Vague de Godard y Truffaut para describir esas nuevas imágenes que de pronto parte de la crítica consideraba superficiales, por primar forma sobre sustancia. Besson en particular sentía un gran rechazo por la etiqueta, acaso inspirado por el trato que antes que él habían sufrido los commercial brats ingleses de la década de los 70. Tony Scott, Ridley Scott, Alan Parker: su afinidad por la publicidad y los videoclips había sido recibida con desdén, pero años después Besson defendía su capacidad para hacer la revolución desde dentro. Esto es, en los límites de la industria. Aprovechando el dinero y los contratos suculentos para experimentar en libertad.
Estuviera o no en lo cierto, parece obvio que sus formas tan estilizadas como excesivas le han valido ser el director francés más taquillero trabajando en su país, siendo apodado incluso “el más hollywoodiense” de sus compatriotas. La carrera de Besson ha trascendido ahí donde el “cinéma du look” se quedó en uno de tantos intentos vanos por cartografiar el zeitgeist, y lo único que importa de la misma es cuál ha sido el destino de sus imágenes, tan supuestamente manufacturadas. Parece, entonces, que han sufrido una evolución entre lo retórico y lo gentrificado, víctima de una aceleración continua que ha conducido tanto al delirio metafísico de Lucy —capitaneado por la actriz de Hollywood que mejor sabe jugar con su imagen mediática, Scarlett Johansson— como a la indagación en el imaginario drag queen que trabaja Dogman, la última película de Besson.
El gran amor de Doug (Caleb Landry Jones) es una actriz de teatro con mucho que enseñarle. Asegura que si puede interpretar a Shakespeare puede interpretar cualquier cosa, y que el maquillaje ha de ser un engaño: es más, podría ser la forma idónea de ajustarse a lo que nuestro reflejo reclama de nosotros, a un verdadero ser inseparable de su expresión especular. Es posible percibir, entonces, cómo el largo camino de Besson lidiando con las ilusiones del espectáculo y las inflaciones afectivas del espectador modula los mejores pasajes de Dogman, que son precisamente los que se ocupan de la experiencia de Doug con las funciones teatrales primero y luego, de forma orgánica, con la estética drag. Una secuencia especialmente inspirada nos presenta a Doug, ya convertido en una célebre drag queen, transmutada en Édith Piaf para cantar La foule en playback.
A Doug le basta únicamente vestir como el Gorrión de París y mover los labios al compás para entregar una interpretación monumental en su dramatismo, sazonada por los temblores de su cuerpo tetrapléjico. Porque Doug, en efecto, ha de fingir cantar mientras trata de mantenerse en pie. Besson rueda su performance con la tensión de que estallará en cualquier momento, extrayendo toda la belleza posible del artificio justo cuando este está a punto de ser desvelado. Dogman retrata admirablemente la vulnerabilidad de su personaje central en este tramo, e indaga sin estridencias en la necesidad de abrazar el imaginario susodicho, donde el escapismo desdibuja género e identidad. Pero esta necesidad no es lo único que define a Doug, y ahí es donde empiezan los problemas.
La imagen espectacular contemporánea que una pléyade infinita de cineastas alrededor de Besson construyó a partir de los 80 no solo se caracteriza por la citada retórica, sino también por el jaleo acumulativo de significantes. Sucede entonces que el Doug de Dogman no solo es un individuo desesperado por diluirse bajo los focos de la farándula sino que además es, de nuevo, tetrapléjico, y desde niño ha sufrido un sinfín de abusos familiares espoleados por la religión cristiana. Un padre y un hermano que le encerraron en su perrera poniendo sobre los barrotes un cartel con el nombre de Dios. Visto desde atrás, con las letras al revés, God pasó a ser Dog en las traumatizadas entendederas de Doug. Así que vinculó, por siempre, su vida a los perros.
La lógica narrativa de Dogman —se puede intuir desde la tonalidad superheroica del título— tiene mucho de cómic sobre todo cuando el protagonista pasa a ser, de forma poco convincente, una suerte de justiciero. Doug, sombra misteriosa al margen de la ley que solo sale del escondrijo donde vive con sus perros para imitar a Piaf y Marilyn Monroe sobre las tablas, se gana la rivalidad de las grandes élites criminales a fuerza de un deseo espontáneo por “redistribuir la riqueza”, habiendo transformado el recuerdo del agravio familiar en el ímpetu de una cruzada que nadie parece entender muy bien. Besson menos que nadie, dividiendo su guion en viñetas de desigual efectividad alrededor del interrogatorio al que una policía (Jonica T. Gibbs) somete a Doug.
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Doug no es un antihéroe posmoderno en la línea del Joker o el Tyler Durden de El club de la lucha —cuyas motivaciones se extraen de la misoginia y la demagogia reaccionaria—, sino en la medida de que su brújula moral carece de coherencia. Besson parece haberlo creado sumando elementos al azar, consciente del atractivo que acogerían por separado: transformismo, religión, discapacidad, animalismo, opresión económica. Cada uno de ellos podía haber enfocado individualmente un film mejor que Dogman pues su mezcla desemboca en una dispersión lamentable, tan mal estructurada como para manifestar al unísono sus contradicciones inherentes. O, en el peor de los casos, las pruebas de que Besson tenía que haberle dado un par de vueltas.
El antiespecismo que tan heroicamente defendería Doug —el único defecto de los perros es que confían en los humanos, sostiene— se tambalea por el régimen de servidumbre que ata a sus animales. Sus asertos contra la religión, al igual que su empatía hacia la discapacidad física, pierden aplomo por la atracción fetichista que Dogman no deja de sentir por ellas, rematada por un penoso clímax que refrenda el poderío iconográfico de la doctrina cristiana. Por último, su acercamiento a las tensiones raciales de EEUU es de lo más inoportuno, compartimentando personas negras al frente de la policía con personas hispanas concentrando el grueso del crimen organizado.
Es Dogman, en fin, un completo sinsentido. También una película puntualmente bella, con un montaje estupendo, a la que poco a poco van ahogando las contradicciones y las miopías. Aunque Besson se opusiera firmemente a que su cine fuera tachado de vacuo en los años 80, una nueva noción de vacuidad le acecha hoy como cineasta veterano. La que no profundiza en nada, la que deriva en el totum revolutum, la que es todo pose. El Cinéma du look debía ser esto.