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‘Dune: Parte Dos' sigue siendo árida y tediosa, pero al menos salen Zendaya y Timothée Chalamet

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No es necesario acudir a los múltiples y postreros lamentos de David Lynch para reparar en la medida que su adaptación de Dune se le fue de las manos. Basta ver la película, la que se estrenó en 1984 destinada al culto, para hacerse una idea. Aquella Dune resultaba tan disfuncional que ni siquiera era capaz de ajustarse a la descripción que el productor Dino De Laurentiis (responsable en buena medida del desastre) había propuesto: el “anti-Star Wars. Partiendo de los postulados de Frank Herbert, De Laurentiis subrayaba el talante adulto de su película, los escasos asideros emocionales para el público familiar. Por eso era tan contradictorio que la película terminara con Paul Atreides haciendo llover sobre Arrakis.

En aquellos minutos finales Atreides se confirmaba como el Mesías y pocas ambigüedades éticas matizaban su victoria, traicionando directamente a Herbert y cualquier pretensión de Lynch de alejarse de los entretenimientos dóciles y coloristas que La guerra de las galaxias había impulsado en los años 80. Dune, en fin, se alejó de él, sufriendo el mangoneo del socio capitalista de turno. Esta es la principal diferencia entre la versión de Lynch y la versión en dos partes de Denis Villeneuve, que ha salido intacta de la mente de su adaptador aun cuando Warner Bros. estuviera a punto de estropearlo durante la crisis del coronavirus. Fue cuando la primera parte, sin tener confirmada continuación —ni siquiera había sido promocionada comoParte 1— se estrenó bajo modelo híbrido, cines y HBO Max.

Los ingresos en taquilla serían forzosamente menores, y Villeneuve afirmó que eso “mataría a Dune. Dos años después, con algún contratiempo —la huelga de guionistas y actores forzó un retraso de estreno—, Dune: Parte Dos ha podido materializarse. Y las cosas han cambiado. Dune dio beneficios, Warner confirmó la continuación, y ahora HBO Max ni siquiera existe en muchos territorios —se ha rebrandeado como Max, algo que ocurrirá en España en algún punto—, con lo que las circunstancias se han conjurado para que la visión de Villeneuve prospere, y nos entregue esa adaptación de su novela favorita con la que lleva soñando años. Una adaptación concebida en dos mitades, con lo que la lógica de las secuelas no se puede aplicar a Dune y Dune: Parte Dos, y los valores de una son los de otra.

Solo podemos entender Dune como un todo, y asistir al intimidante espectáculo de Parte Dos como la prolongación orgánica de lo que vimos en 2021. Tan orgánica es, que son identificables tanto las mismas virtudes como los mismos defectos, sin ser ninguno de estos el que la avaricia corporativa haya pasado factura: si hay más continuaciones será porque Villeneuve así lo quiere —ya está sopesando adaptar el segundo libro, El mesías de Dune—, y porque el mismo proyecto está imbuido en una lógica folletinesca, que marida más bien poco con la imagen deblockbuster de autor” que Dune estaría reclamando para sí. Dune es una serie (¿de HBO?) carísima y muy bien realizada, pero una serie al fin y al cabo. Con sus subtramas, sus cliffhangers, su enclave en un amplio universo narrativo, e incluso sus personajes testimoniales que prometen tener mayor peso en el futuro.

En ese sentido es una ficción muy “del ahora”, aunque por supuesto tenga alguna característica rupturista. Para empezar, la fidelidad religiosa al material de partida imposibilita que las inquietudes sociopolíticas que movieron a Herbert a escribir la novela en los años 60 tengan algún tipo de resonancia contemporánea. Por supuesto que en la actualidad siguen siendo importantes el imperialismo o el ecologismo, pero al emanar de unos imaginarios tan agotados —por culpa de la enorme influencia estética de Dune en la cultura pop, claro—, se queda solo en lúcida baratija. La Dune de Villeneuve está encerrada en sí misma, y de ahí extraemos otro rasgo genuino, como es su solemnidad. El escaso interés de Dune por despertar una complicidad fácil.

Así que no ha quedado otra que Dune —ambas películas— resulte ser militantemente aburrida. Y quizá sea algo a celebrar. Sin dejar de suscribir las lógicas televisivas del déficit de atención que marcan el presente, aquí tenemos un proyecto mastodóntico centrado básicamente en saciar el delirio mitómano/fetichista de su director. Con lo que el díptico puede irritar con tanto diálogo expositivo, tantas frases pomposas y tanta grandilocuencia prefabricada a la medida atronadora de la música de Hans Zimmer —todo intacto en Dune: Parte Dos—, pero también puede ser admirable. Incluso, una vez se desarrollan ciertos arcos e ideas, generar un disfrute clásico, el de ver algo que es película antes que artefacto.

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Un elemento terrible de la primera Dune era su condición de tráiler, prodigándose en visiones que tenía Paul (Timothée Chalamet) sobre su aciago destino que apelaban a Chani (Zendaya), una de los Fremen a los que un día lideraría en su rebelión contra el Imperio. Zendaya era relegada a escenas angustiosas, publicitarias, que la película nunca llegaba a recompensar… hasta que ha llegado Dune: Parte Dos. En esta segunda mitad la historia de Paul y Chani sí puede contarse, con calma y dejando brillar tanto el romanticismo arrebatado —la obsesión de Villeneuve por grabar desiertos durante la hora mágica por fin dará sus frutos— como la tragedia inminente, que Zendaya levanta heroicamente sobre sus hombros.

La actriz de Euphoria justifica así que Dune: Parte Dos sea algo más satisfactoria que su mitad anterior. Al ser una interpretación exhibicionista, en contraste con el torturado hieratismo de Chalamet, Chani logra incluso que las preocupaciones de Herbert se hagan más cercanas y comprensibles —cómo alguien bueno se vuelve malo, cómo la familiar retórica del “salvador blanco” se revela como algo construido desde el poder—, y se alinea con otras presencias afortunadas como serían las de Javier Bardem o un voluntarioso Austin Butler. Este último protagonizando, además, una de las mejores secuencias de acción del film.

Y es que Dune: Parte Dos tiene más acción, además. Una acción muy imaginativa, que ya se ha comparado razonablemente con el virtuosismo de Peter Jackson en El señor de los anillos, y que ha de confirmar finalmente al proyecto de Villeneuve como un proyecto feliz. Porque ha sido impulsado por el entusiasmo, y nada más. Ojalá que ese entusiasmo hubiera sido un poco más contagioso, pero qué le vamos a hacer. Mejor esto que los superhéroes.. 

No es necesario acudir a los múltiples y postreros lamentos de David Lynch para reparar en la medida que su adaptación de Dune se le fue de las manos. Basta ver la película, la que se estrenó en 1984 destinada al culto, para hacerse una idea. Aquella Dune resultaba tan disfuncional que ni siquiera era capaz de ajustarse a la descripción que el productor Dino De Laurentiis (responsable en buena medida del desastre) había propuesto: el “anti-Star Wars. Partiendo de los postulados de Frank Herbert, De Laurentiis subrayaba el talante adulto de su película, los escasos asideros emocionales para el público familiar. Por eso era tan contradictorio que la película terminara con Paul Atreides haciendo llover sobre Arrakis.

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