‘Misterio en Venecia’: el tributo de Kenneth Branagh a Poirot que no interesa a nadie

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La idea de una película necesaria, pese a lo mucho que aparece últimamente, se le escurre entre los dedos a todo el mundo. En cambio, una película innecesaria se identifica enseguida. Misterio en Venecia, la última película del detective Poirot de Kenneth Branagh, que llega esta semana a la cartelera, es un ejemplo inequívoco. El irlandés sigue tan embriagado como siempre con sus adaptaciones de Agatha Christie, pero parece impensable que puedan interesarle a nadie más.

Esta vez, el cineasta se inspira en la novela Las manzanas, aunque traslada la trama de Inglaterra a la Venecia de 1947, donde Hércules Poirot disfruta de su retiro tras los sucesos de Muerte en el Nilo, la segunda parte de una saga cinematográfica iniciada en 2017 con Asesinato en el Orient Express. Allí, el detective belga recibe la visita de una escritora de misterio y vieja amiga, quien lo invita a destapar junto a ella la farsa de una médium durante una fiesta de Halloween en un palacio.

Lo que viene detrás le saldría de carrerilla a cualquiera sin ver la película ni leer el libro. A la sesión de espiritismo, además del sabueso y la escritora, asiste un catálogo variopinto de personajes con motivaciones espurias y secretos inconfesables. Durante la noche, una tormenta revoluciona los canales venecianos, el palazzo cierra sus puertas con los invitados dentro y, en cuanto empiezan las muertes, el escéptico Poirot debe enfrentarse a sucesos que ni siquiera él puede explicar. Hasta que, claro, los explica.

Branagh y su director de fotografía de cabecera, Haris Zambarloukos, se sacan de la manga todos los trucos de cámara posibles para pintar de moderno un ejercicio que no podría estar más claramente inspirado en esa tradición tan británica del cine heritage. A través de la película, el director de Thor se muestra plenamente convencido de que el Reino Unido necesita que él, y no otro, recupere para las nuevas generaciones el patrimonio literario de Agatha Christie, pero no se molesta ni una pizca en preguntarse por qué.

Misterio en Venecia está lejísimos del autoexamen cultural que era Sherlock, la serie de la BBC que traía al presente al detective creado por Arthur Conan Doyle. En términos de actualización y reescritura, no alcanza siquiera la pachorra de los Holmes de otro británico de pura cepa, Guy Ritchie, filmes con los que, elocuentemente, comparte una actriz en nómina, Kelly Reilly.

Kenneth Branagh está convencido de hablar para un auditorio que, a decir verdad, no existe. El viraje hacia el terror sobrenatural que introduce esta tercera entrega de la saga, más abierta a la superstición que las dos películas anteriores, se queda viejo para el auténtico público del cine de sustos y, a la vez, reparte papeletas de infarto entre ese “demográfico de caramelo Solano” [mi propuesta de traducción al imaginario español de los Werther’s Original] al que, según el crítico de The Guardian, le interesa realmente el cine de Branagh.

El director lleva décadas con una fiebre por las autoimágenes nacionales que no le baja, empeñado como está en contar Gran Bretaña a los británicos —aunque Christie se inspirara para crear a Poirot en los refugiados belgas asentados en su pueblo, Torquay—. Pero lo hace, una vez más, reivindicando la presunta pureza de unos esquemas que están más que leídos y releídos desde otras actitudes, medios y geografías, de la satírica Puñales por la espalda al anime Detective Conan.

En una de las secuencias finales, el detective Poirot arregla cuentas con uno de los invitados al palacio en la noche de marras, un niño sabiondo y morboso que parece de vuelta de todo. Quien da vida al chiquillo es Jude Hill, el joven actor que interpretó a Branagh de niño en su anterior película, la autobiográfica Belfast. Aquí, el zagal es también hijo del personaje de Jamie Dornan, como en aquella. Por poco no cierra Branagh Misterio en Venecia con un plano de egolatría matrioska, consigo mismo dando vida al hombre más inteligente del mundo y diciéndole a un niño que también es él mismo que, cuando crezca, será todavía más sagaz que él.

Pero la película es menos narcisista que ilusa. Lo de Branagh es más bien un extraño fetichismo por la fuente, como si en las novelas originales de Agatha Christie quedara aún alguna esencia primigenia de la novela detectivesca patria que rescatar y desempolvar. En Misterio en Venecia, para más inri, esa revisión ombliguista ni siquiera dice nada —como si hacían las cintas anteriores— sobre la violencia, el punitivismo, el deseo envejeciente… El verdadero enigma es el paradero en la historia de esos y otros vectores sociales cualesquiera, de todos los que atraviesan ese mundo del que Kenneth Branagh también forma parte, aunque él no se haya enterado.

La idea de una película necesaria, pese a lo mucho que aparece últimamente, se le escurre entre los dedos a todo el mundo. En cambio, una película innecesaria se identifica enseguida. Misterio en Venecia, la última película del detective Poirot de Kenneth Branagh, que llega esta semana a la cartelera, es un ejemplo inequívoco. El irlandés sigue tan embriagado como siempre con sus adaptaciones de Agatha Christie, pero parece impensable que puedan interesarle a nadie más.

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