En 20 años a Chicas malas le ha pasado un poco lo que a Friends: ha acaparado tal capital nostálgico, espoleado por su feroz iconicidad —miércoles de rosa, llamadas telefónicas grupales, el “fetch” ocurriendo finalmente—, que quien no la hubiera visto o no compartiera la pasión se sentiría inevitablemente alienado. Pero el fenómeno es mucho más amplio que algún tipo de fetiche millenial, ya que el film protagonizado por Lindsay Lohan en 2004 ejercía de vanguardia para un fenómeno de múltiples capas, concienciado con reivindicar la feminidad canónica (y simpatizante de lo queer) desde un prisma sarcástico e hiperconsciente. Es obvio: hay una línea directa entre Chicas malas y Barbie.
Las películas de Mark Waters y Greta Gerwig comparten la exaltación del color rosa, la cuidadosa incrustación en un zeitgeist mutante y, sobre todo, la caligrafía Saturday Night Live. De entre todo lo que hay que celebrar de Barbie podemos destacar que haya llegado a las convocatorias de premios siendo no solo una comedia, sino una comedia anárquica cimentada en la ocurrencia como centro gravitacional, a modo de sketch alargado. En comparación Chicas malas tenía más coherencia, pero también un vínculo más ostensible con Saturday Night Live: Lorne Michaels, su productor, es el histórico impulsor del programa, y la guionista Tina Fey se había curtido igualmente en sus filas antes de plantearse una adaptación libre de Queen Bees and Wannabes, ensayo sociológico de Rosalind Wiseman.
Otra faceta del fenómeno Chicas malas, que conduce de forma directa a este remake aparentemente innecesario, es el modo en que permeó Broadway. Años después de su estreno fue uno de los muchos films de talante juvenil que saltaron a las tablas con versiones musicales: antes estuvieron Una rubia muy legal, Matilda o A por todas, siendo el musical de Chicas malas un gran éxito a su estreno en 2017 gracias a las composiciones de Nell Benjamin y Jeff Richmond, pareja de Fey. Hollywood no ha permanecido ajeno a lo que se cocía en el circuito neoyorquino y llegado el momento ha decidido volverse sobre estas revisiones para darles nueva vida, en un círculo neurótico donde los remakes ya no son remakes como tal, sino adaptaciones de adaptaciones de películas que funcionaron.
¿Cómo le está yendo en esta senda? Por ahora es difícil decirlo, a causa de las condiciones de producción que han marcado los primeros exponentes. Matilda: El musical llegó a Netflix en 2022 insistiendo en que su deuda era con la novela de Roald Dahl y no con la película de Mara Wilson, condenado a una conversación anecdótica. Ahora se estrena el remake (o lo que sea) de Chicas malas sin tampoco desgajarse de las ambivalencias de la industria con el streaming, pues originalmente el film que dirigen los debutantes Samantha Jayne y Arturo Pérez Jr. era un proyecto de Paramount+. Esto es, un telefilm. Uno que pretendía engrosar el catálogo de un servicio que casi no ha llegado a saltar fuera de los márgenes de EE.UU., y que de hecho apenas le ha reportado beneficios a la susodicha Paramount.
Para enredar más la madeja, el estreno de Chicas malas viene precedido por los rumores de que Paramount podría fusionarse en un futuro próximo con Warner, con el fin de sanear finanzas y habiendo asumido ya que el streaming no es para ellos. De modo que la distribución final en cines de Chicas malas puede entenderse de dos maneras: bien como una decisión consustancial a arrebatarle a Paramount+ toda prioridad para devolvérsela a las salas —mandando una película mediocre a morir en taquilla, como la propia Warner hizo con Blue Beetle el verano pasado—, bien como un enérgico cambio de idea según se reparaba en la relevancia de la película original, y se confiaba en la calidad de su nueva versión.
La campaña promocional de Chicas malas había sido lo bastante desconcertante —disimulando en los tráilers que era un musical, amagando con separar su target del público millenial— como para decantarse por la primera opción, pero hete aquí que la película es buena. Muy buena, incluso. Para ello le ha bastado reflotar los logros del show de Broadway, en tanto a unas composiciones chispeantes que edifican a partir de los hallazgos de Fey para abrillantarlos y proyectarlos en varias direcciones hilarantes. Revenge Party, Stupid with Love o, sobre todo, Sexy, son creaciones cómicas de primera categoría, que pueden aguantarle la mirada a esa tradición de teatro musical bufo que propulsaron antes que ellas duplas como Howard Ashman y Alan Menken, o Trey Parker y Matt Stone.
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La ascendencia televisiva del proyecto se nota en unas coreografías discretas o en pedestres intentos de reclamar distinción —los agotadores cambios de formato cuando se suceden los números—, acaso peajes de la falta de experiencia de Jayne y Pérez Jr., pero las letras son tan buenas que amparan prodigarse en devaneos ingeniosos de corto recorrido, al más puro estilo SNL. La música pegadiza remata la jugada y da la impresión de que los números nunca dejan de proponer cosas. Nuevos ángulos para el gag, nuevos enfoques para la coña primigenia. En este ámbito, Chicas malas es simplemente la mejor película que puede ser.
Pero la efectiva manufactura del musical —que al fin y al cabo solo emana de una concienciada profesionalidad— no bastaría para hacer de este remake que nadie ha pedido algo memorable. De eso se encarga el reparto. Tim Meadows y Fey retoman sus papeles de la película original estando igualmente graciosísimos —jugando además con la idea de un pasado juntos—, pero permitiendo igualmente que brillen las presencias juveniles. La primera Chicas malas terminó de consolidar su espacio en la cultura pop lanzando varias actrices al estrellato, algo que desde luego no se puede decir aún que vaya a ocurrir con la nueva versión pero sin que tampoco tenga esta nada de lo que avergonzarse.
Angourie Rice y Reneé Rapp confirman su solidez escénica, siendo sin embargo el personaje de Janis (antes Lizzy Caplan) el que más crece gracias a una esmerada reescritura y a la apoteósica interpretación de Auli’i Cravalho, auténtica estrella de la función. Aciertos que, en conjunto al orgánico encaje del argumento a la era de las redes sociales y a los chistes sobre feminismo blanco, refrendan Chicas malas como una auténtica fiesta. Una que desde luego no está a la altura de la película original, pero que sí va a servir para extender su admiración y calado cultural durante otros veinte años. O los que se tercien.
En 20 años a Chicas malas le ha pasado un poco lo que a Friends: ha acaparado tal capital nostálgico, espoleado por su feroz iconicidad —miércoles de rosa, llamadas telefónicas grupales, el “fetch” ocurriendo finalmente—, que quien no la hubiera visto o no compartiera la pasión se sentiría inevitablemente alienado. Pero el fenómeno es mucho más amplio que algún tipo de fetiche millenial, ya que el film protagonizado por Lindsay Lohan en 2004 ejercía de vanguardia para un fenómeno de múltiples capas, concienciado con reivindicar la feminidad canónica (y simpatizante de lo queer) desde un prisma sarcástico e hiperconsciente. Es obvio: hay una línea directa entre Chicas malas y Barbie.