El western es estadounidense pero pudo perfectamente no haberlo sido. En el centro del que quizá sea el género cinematográfico por antonomasia hay un elemento mucho más importante que el hecho de ambientarse en la Conquista del Oeste de EE.UU. (desarrollada durante la segunda mitad del siglo XIX y concluida oficialmente en 1890), y esta es la extracción de una imagen con la que trabajar. O mejor dicho una dialéctica: el ser humano por un lado, y la tierra por otro. A eso se reduce todo. La narración sucesiva obedecería al intento de nuestra especie por mantener, o promulgar, una dignidad frente a lo salvaje.
El western es feudo de pioneros y colonos, de personas solitarias que siempre están llegando a sitios y dejando huella, mientras negocian con un impulso civilizatorio que se entiende con un símbolo (el ferrocarril, habitualmente) a la vez que con una amenaza a su estilo de vida. En definitiva el western no se aleja mucho de una tensión primordial entre nomadismo y sedentarismo, que por supuesto tenía siglos de existencia antes de que la fundación de EE.UU. se ajustara tan bien a estos significantes. Nómadas ha habido desde que el mundo es mundo y el humano es humano. Pero la poderosa iconografía del western estadounidense, que tan bien maridaba con la ideología nacionalista del destino manifiesto y el excepcionalismo, se apropió prematuramente, audiovisualmente, de estos conceptos.
Aún así la genealogía es la que es, y esta no conoce fronteras. Esto explica tanto que el género en su vertiente originaria siga generando películas (por muchas vueltas de tuerca que sufra en estas), como que el western pueda hacerse notar en otras geografías, otros periodos históricos e incluso otros géneros. Stephen King lo incorporó a un monumental pastiche junto a la ciencia ficción y la fantasía heroica para pulir su magnum opus, La torre oscura, y en su día nadie habría pensado que Nikolaj Arcel, el director danés encargado de dirigir la convulsa adaptación cinematográfica de 2017, fuera un gran fan del western. Al fin y al cabo sus intereses parecían oscilar entre el drama histórico —Un asunto real fue nominado al Oscar a Mejor película extranjera en 2012— y el fructífero thriller nórdico.
En su seno Arcel había traducido a novelistas escandinavos como Stieg Larsson (en Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres) o Jussi Adler-Olsen (Los casos del Departamento Q, para cuya saga ha escrito cuatro películas), de modo que su presencia en La torre oscura parecía puramente casual: un director europeo con intuición comercial puesto al frente de una superproducción hollywoodiense con potencial franquiciable. Una vez nos topamos con La tierra prometida, y recordamos la tímida adscripción western de La torre oscura (con ese Idris Elba como el Pistolero), podemos imaginar lo mucho que a Arcel debió dolerle ese fracaso. Y alegrarnos de que haya encontrado cómo sobreponerse.
La tierra prometida no se ambienta en EE.UU., claro. Este país apenas había nacido cuando unos pocos labriegos daneses se interesaron por la posibilidad de trabajar la tierra de Jutlandia, sobreponiéndose a kilómetros de terreno yermo y páramo. El film de Arcel se basa en una novela de Ida Jessen para presentarnos a un exoficial danés de linaje plebeyo con el sueño de instalarse en Jutlandia y cultivar patatas. Mads Mikkelsen interpreta a Ludvig Kahlen, quien por si no tuviera ya bastantes dificultades en su empeño, además ha de lidiar con la codicia de un terrateniente vecino, De Schinkel (Simon Bennebjerg).
La tierra prometida narra los heroicos esfuerzos de Kahlen por que su asentamiento prospere, mientras forma una familia y el conflicto con De Schinkel se agrava. A través de dichos esfuerzos Arcel muestra como realizador un entendimiento ejemplar del western, subrayando con amplios planos generales la indefensión de Kahlen ante la naturaleza, y recorriendo con detallismo cada progreso en el terreno. El director es consciente de que tan épico ha de ser un enfrentamiento armado como el descubrimiento de un brote en el cultivo, y tan trágica la muerte de un aliado como la ruina de la cosecha por culpa de la ventisca.
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Es una comprensión tan intuitiva de la dialéctica western que ni siquiera se le puede asociar algún referente concreto. Arcel parece mirar de frente a la raíz, al núcleo universal que convenció a los colonos estadounidenses de empuñar una cámara a finales del siglo XIX, y cada hallazgo de La tierra prometida parece solo suyo. Mikkelsen, con su interpretación sobria y absolutamente extraordinaria, podría recordar a John Wayne o Henry Fonda, pero en lugar de eso solo es Kahlen: un tipo cuya determinación no deja de intentar destrozar una naturaleza disgregada entre inclemencias climáticas y la mezquindad de sus congéneres.
La vocación eterna de La tierra prometida, por supuesto, no se basa solo en una planificación lo bastante efectiva como para distinguirla en esa industria actual donde Arcel ha logrado asentarse —su película obtuvo grandes elogios en el Festival de Venecia y fue elegida para representar a Dinamarca en los Oscar—; además la narración es vigorosa, y la escritura muy lúcida. Hay alguna que otra deficiencia en forma de arritmias o del retrato algo esquemático de ciertos personajes, como el repulsivo De Schinkel, pero se compensa con una inquietud discursiva que Arcel y su coguionista Anders Thomas Jensen —ambos ya presentes junto a Mikkelsen en otro film imprescindible del cine danés reciente como Jinetes de la justicia— extraen no solo del western, sino del mismo estudio de la historia.
Es entonces, cuando Kahlen enfrenta el despotismo agónico de los terratenientes, que La tierra prometida se articula como un tratado sobre el fin del Antiguo Régimen y el comienzo de otro. Para que acto seguido, cuando la reverencia del protagonista a su monarca colapse y se perciba una superestructura capaz de oprimir incluso al patético De Schinkel —todo esto cruzado con el racismo contra la etnia gitana o la misoginia—, pase a vestirse con los ropajes de lo crepuscular y lo político. Para forjar, en resumen, una gran obra. Una de esas grandes obras que el cine, gracias a su género fetiche, nunca va a dejar de darnos.
El western es estadounidense pero pudo perfectamente no haberlo sido. En el centro del que quizá sea el género cinematográfico por antonomasia hay un elemento mucho más importante que el hecho de ambientarse en la Conquista del Oeste de EE.UU. (desarrollada durante la segunda mitad del siglo XIX y concluida oficialmente en 1890), y esta es la extracción de una imagen con la que trabajar. O mejor dicho una dialéctica: el ser humano por un lado, y la tierra por otro. A eso se reduce todo. La narración sucesiva obedecería al intento de nuestra especie por mantener, o promulgar, una dignidad frente a lo salvaje.