Timothée Chalamet busca a Bob Dylan sin terminar de encontrarlo en ‘A Complete Unknown’

Timothée Chalamet en 'A Complete Unknown' (Disney).

A James Mangold se le considera un artesano de la vieja escuela, un profesional al que el sistema de estudios le sienta como un guante. Es decir, que distinguirle como “autor” requeriría un esfuerzo similar a hacer lo propio con las firmas del Hollywood clásico, y por eso tiene gracia reparar en las veces que quiso traer de vuelta, a cambio, el Nuevo Hollywood. Su segundo film, Cop Land, quería en 1997 emular el típico thriller policíaco de los 70. Lo hacía reclutando a estrellas de la época —Sylvester Stallone, Harvey Keitel contra Robert De Niro tras Taxi Driver—, y tratando de hallar una voz a la estela de esa generación que debía admirar tanto.

Lo que había distinguido a dicha generación sin embargo —antes que temas o intérpretes— era su ímpetu por derribar el sistema de estudios, imponiéndose a los productores para dar con un nuevo tipo de cine comercial. Una beligerancia que marcaba sus imágenes y que Mangold era incapaz de replicar porque en Cop Land trabajaba para Miramax: el estudio de Harvey Weinstein, que justo había prosperado en aquella década desde la promesa de que sus productores eran igualmente cinéfilos y los directores no tenían por qué enfrentarse a ellos. Querer volver al Nuevo Hollywood con mimbres así no es que estuviera condenado al fracaso —Mangold ha prosperado a partir de ellos, a fin de cuentas—, pero sí se ataviaba con el signo probable del trampantojo y la farsa.

En Miramax encadenó Cop Land con Inocencia interrumpida, y ahora le tocó al esquema de Alguien voló sobre el nido del cuco pasar por la domesticación de Weinstein. Mangold se hizo un nombre así. Como un tipo sólido, preocupado por lucir cada proyecto sin importar su dócil enclave en nuevas dinámicas de mercado —dos películas de Lobezno ha hecho el campeón—, y se ha ganado a pulso el aplauso de la industria. Su garantía de saber hacer, sus simpáticas filias —adora el western, y en efecto el remake de El tren de las 3:10 es su mejor película con diferencia—, han posibilitado la nominación al Oscar a Mejor dirección por A Complete Unknown. Un film que justo vuelve al Nuevo Hollywood, ahora para disfrazarse del Nashville de Robert Altman.

Mangold es ante todo un tipo inteligente, y este parentesco con el título de 1975 —compuesto de historias cruzadas en la escena country de la ciudad homónima— obedece a una decisión muy lúcida de cara a llevar la vida de Bob Dylan al cine. En primer lugar Mangold es consciente de los corsés del biopic musical y, más aún, de cómo él mismo contribuyó a afianzarlos con la trayectoria de Johnny Cash en uno de sus títulos más aplaudidos, En la cuerda floja: una película tan seminal del género como para que dos años después, en 2007, la comedia Dewey Cox: Una vida larga y dura la  parodiara de arriba abajo. Mangold quería, desesperadamente, apartarse de ahí.

En segundo lugar, mucho más delicado, están las particularidades del propio Dylan. Un artista que nunca ha dejado de mutar y ocultarse, desafiando la impresión que el público pudiera tener de él y en general cualquier lectura lineal de su temperamento artístico. A Complete Unknown se centra en la “mutación” más icónica de Dylan, cuando en los años 60 abandonó el folk politizado por la electricidad del rock and roll, siendo una historia enormemente interesante a la que, pese a todo y atendiendo a sus limitaciones expresivas, Mangold no tiene mucho que aportar. En 2007, el mismo año de Dewey Cox, Todd Haynes había contribuido a la demolición del biopic convencional con una película que, vaya, tenía igualmente a Dylan de protagonista. O de protagonistas.

I’m Not There aceptaba la imposibilidad de ubicar al cantautor de Minnesota en las inmediaciones del biopic canónico —ascenso, declive, meritocracia, sueño americano abrillantado—, para en su lugar proponer un caótico ensamblado de identidades, según la fase dylanesca que tocara. El segmento protagonizado por Cate Blanchett y dedicado a la transición eléctrica que nos ocupa es, entonces y solo él, más hábil que toda A Complete Unknown. La película de Mangold, frente al revulsivo aparato iconoclasta de Haynes, no puede hacer otra cosa que admirar el objeto y darle un acomodaticio embalaje histórico. Ninguna otra cosa, en fin, fuera de lo académico.

Asumiendo estas carencias y aceptando el conservador estándar que A Complete Unknown suscribe, la película no es en absoluto un mal trabajo. De hecho es muy hermoso cómo Mangold y el coguionista Jay Cocks se han sumergido en la escena folk de los años 60 para dividirla en varios individuos y perspectivas. La bondad de Pete Seeger (irresistible Edward Norton) o la voz de Joan Baez (Monica Barbaro) representan una tradición cultural que, a través del lecho colectivo y la traumática sucesión de hitos sociopolíticos, pugna por desactivar el individualismo del típico biopic, con el delicioso contrapunto del rol que ejerce Dylan frente a dicha colectividad. Que es básicamente, y A Complete Unknown no lo oculta, de parásito

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Dylan llega como forastero misterioso y observador, y absorbe lo que le conviene hasta que deja de convenirle. La composición de Timothée Chalamet en estos términos es exquisita, dándole un toque reptiliano a sus vagabundeos y dejando la imitación para los extensos números musicales. Hay suficiente material, por tanto, para apartar A Complete Unknown de la épica del logro y los royalties —Mangold debe haber tomado buena nota de aquel maravilloso bromazo que se marcaron los Coen con un objeto de estudio similar en A propósito de Llewyn Davis—, y sin embargo no llega a ser suficiente para entregar alguna idea significativa sobre los hechos. El objetivo de A Complete Unknown apunta a ser únicamente llegar a esa escena clave de la historia pop que fue el Festival de Newport, cuando las guitarras eléctricas fueron recibidas con abucheos.

Mangold se preocupa de que el camino sea disfrutable y solvente, pero no ha tejido otra tesis alrededor de él que lo que ya sabíamos: Dylan es inalcanzable. Ni siquiera tiene algo que decir sobre la traición ideológica que narra A Complete Unknown —una traición en la que ninguno de los bandos le desagrada del todo—, y tampoco le da muchas vueltas a la situación política de la época más allá de lo estresante que debió ser la crisis de los misiles de Cuba. Duele más, por consiguiente, remitirse a la citada Nashville y recordar su concierto final, cuando una cantante sufría un atentado en pleno escenario y los músicos gritaban desesperados, recordando a JFK, “¡esto no es Dallas!”.

Entonces Barbara Harris daba un paso adelante y cantaba It don’t worry me, sintetizando de forma prodigiosa el feroz malestar de un tiempo donde la música pop empezaba a perder la capacidad de seguirle el ritmo a la sociedad. A Complete Unknown carece, evidentemente, de síntesis tan brillantes. El lugar del que proviene lo impide, y aunque pueda generar estampas sugerentes —la interpretación de The Times They Are A-Changin’—, todo parece demasiado calculado y acepta con demasiada tranquilidad el cinismo de Dylan. Desde luego que resulta ajustado leer al cantautor de Minnesota desde el simulacro, pero eso dice más de nuestra época que de la suya. 

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