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‘Las vidas de Sing Sing’, las lágrimas más previsibles para ganar premios

La obra de teatro que preparan en Las vidas de Sing Sing no tiene el más mínimo sentido. Es una comedia que cruza viajes en el tiempo con Hamlet y Freddy Krueger, y Brent (Paul Raci) la ha escrito en un solo fin de semana, atendiendo solícito a una lluvia de ideas de los convictos de la cárcel de Sing Sing, en Nueva York. Brent es consciente, como lo son sus compañeros, de que la calidad artística a la que aspire su obra es lo menos importante. Lo único que busca es darle a esta gente algo en lo que actuar, algo con lo que tenerles ocupados unos meses. Su utilidad se reduce a que, dentro de esa cárcel, no parece haber mejor evasión que la representación.

Este esfuerzo teatral vendría a ser una versión desordenada (pero felizmente controlada) de lo que pudieran encontrarse fuera de prisión, asumiendo que nuestras vidas civiles siempre navegan entre códigos de representación y ceremonia. Un papel que todos desempeñamos pero que se truncó una vez los personajes de Las vidas de Sing Sing entraron en la cárcel y que, al margen de cómo el RTA (programa de Rehabilitation Through the Arts, Rehabilitación a través de las Artes) pudiera facilitarles el trance, iba a lanzarlos a una deformación angustiosa e histérica de su vida anterior. Las vidas de Sing Sing lo muestra muy pronto, cuando a Divine Eye le proponen entrar en el programa una vez han visto lo bien que sigue haciendo de “tipo duro” entre las filas de convictos.

Otro momento, más avanzado el metraje, nos presenta una entrevista en la que otro preso apodado Divine (Divine G) pide una revisión de su pena, y le preguntan con suspicacia si el RTA no le estará sirviendo para mentir con mayor habilidad. La película de Greg Kwedar maneja estos estimulantes apuntes, y los sazona con una decisión tan inteligente como es fichar para su reparto a hombres que realmente participaron en el RTA y ahora son intuitivos actores no profesionales. El citado Raci y Colman Domingo, como Divine G, son los únicos intérpretes de renombre en Sing Sing, coordinados para lanzar la pregunta de hasta qué punto necesitamos y suscribimos la representación, y cuánto más evidente puede ser esta conducta si se estrechan los márgenes de vida posible.

El problema es que esta pregunta, en Las vidas de Sing Sing, no hace mucho más aparte de enunciarse. Se formula, y acto seguido se niega tranquilizadoramente para que nunca se desafíen los límites de la propia ficción basada en hechos reales que trabaja Kwedar. El primer plano de Divine Eye recitando en los ensayos un absurdo monólogo como Hamlet da paso a una aparición de Divine G explicitando aliviado que “ah, se me olvidaba que este no es el Hamlet que conocía”. Poco después, la incómoda entrevista de este donde le cuestionaban por su renovada habilidad para mentir únicamente deriva en el típico desvío de la trama que alargue la película más de una hora y media. El personaje de Domingo se hunde en la rabia lo justo para alejarse momentáneamente del grupo, y luego regresar entre calculados abrazos melodramáticos.

Las vidas de Sing Sing se revela, entonces, como un cuadriculado artilugio, de lo más ingrato por no atreverse a mirar de frente los replanteamientos y sacudidas dialécticas que habían emitido estos presos al unirse al RTA. Por supuesto, la película de Kwedar no olvidará encabalgar eventualmente imágenes de las auténticas obras teatrales amateur que impulsaron algunos de estos actores, pero con esto no enriquecerá percepción alguna. Lo único que hará será ajustarse a los conservadores propósitos de la película y servir de testimonio congelado: esto pasó así, basta con eso.

El compromiso con la motivación esencial del RTA —que bien pudiera ser ofrecer una nueva representación acogedora, similar a la libertad—  es tan liviano que Las vidas de Sing Sing incluso concluye con la libertad de uno de los presos: un inane epílogo que justifica tímidamente la atención depositada hasta ahora en la luz natural que se colaba entre los barrotes, descrita con efectismo gracias a la fotografía en 16mm que empleó Patrick Scola. Las vidas de Sing Sing no parece, entonces, interesarse realmente por la propuesta del RTA. No quiere ir hasta el final de esa evasión desesperada, pues prefiere regodearse en los aplausos que aguardan fuera de ella.

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Esto nos conduce al motivo principal por el que Las vidas de Sing Sing, pese al bello gesto de reunir a los exconvictos reales —Clarence Maclin, el nombre tras Divine Eye, ofrece una interpretación magnífica—, sea una película tan olvidable. Y es, en pocas palabras, que está empaquetada. La primera pista nos la podían dar, pese a su carismática presencia, los citados Paul Raci y Colman Domingo. El primero, tras una carrera larga y discreta, aspiró al Oscar a Mejor actor secundario por Sound of Metal en 2020. El segundo justo fue nominado el año pasado por Rustin, otro drama basado en hechos reales con la motivación habitual de aliviar las conciencias estadounidenses… solo que peor, porque este lo quería hacer desde el catálogo de Netflix.

Sound of Metal y Rustin, como ahora Las vidas de Sing Sing, responde a un modelo de producción donde las buenas intenciones tienen línea directa con la competición en los premios de la Academia. Este modelo de producción, en líneas generales independiente —aunque por aquí tengamos a la inevitable A24 como una justificación extra para la fotografía cuqui—, suele tener cierto rendimiento en los Oscar últimamente, quizá porque su propio carácter hace más asequible la representación de minorías. La narración de historias inspiradoras —esas que si no llegan a encajarle a un espectador cualquiera le harán sentir culpable— sigue siendo importante para una industria que también es, toda ella, representación.

Una industria que a cada tanto necesita microcatarsis con las que no le tiemblen los cimientos, donde adquieren un valor específico los presupuestos escuetos, los actores de carácter y las páginas de Wikipedia. Hollywood no es el único especialista en esto —el potente rendimiento en España de propuestas tan asépticas como El 47 o La infiltrada ilustran un aprendizaje con el que poder sentirse patriota—, pero Las vidas de Sing Sing nos vuelve a recordar quién fue el honorable fundador. De una forma especialmente dolorosa, si acaso, por cómo ahora había material para de verdad hablar de algo, y sortear por una vez los barrotes de la cárcel industrial.

La obra de teatro que preparan en Las vidas de Sing Sing no tiene el más mínimo sentido. Es una comedia que cruza viajes en el tiempo con Hamlet y Freddy Krueger, y Brent (Paul Raci) la ha escrito en un solo fin de semana, atendiendo solícito a una lluvia de ideas de los convictos de la cárcel de Sing Sing, en Nueva York. Brent es consciente, como lo son sus compañeros, de que la calidad artística a la que aspire su obra es lo menos importante. Lo único que busca es darle a esta gente algo en lo que actuar, algo con lo que tenerles ocupados unos meses. Su utilidad se reduce a que, dentro de esa cárcel, no parece haber mejor evasión que la representación.

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